Internacional - Economía

Emergentes, el ángulo ciego de la crisis

2020-06-19

A razón de una sacudida y media por década, el bloque emergente nunca ha sabido...

Ignacio Fariza, El País

Son tantos los récords que deja esta crisis relámpago que, quizá, deberíamos ir pensando en hacer un alto en el camino, poner luces largas y distancia con las estadísticas —todas pavorosas— que nos deja el día a día. Hasta entonces, las que siguen cayendo, ya no en cuentagotas sino en avalancha, dejan un reguero de malas noticias imposibles de imaginar solo unos meses atrás. Los confinamientos llevarán a la economía global a su peor año desde el crash del 29, ese que ya solo conocemos a través del cine y los libros de historia económica. La deuda pública batirá máximos históricos en buena parte de Occidente y el empleo, la variable macro más estrechamente vinculada a la economía real, revertirá buena parte de las ganancias registradas en los últimos años, cuando el zarpazo de la Gran Crisis empezaba a quedar atrás en la memoria.

Hay, sin embargo, un ángulo ciego que hace esta crisis diferente de las anteriores: el bloque de países en vías de desarrollo, que no ha dejado de ganar peso en el cóctel de la economía mundial, cerrará este 2020 su primer ejercicio en negativo desde que hay datos. Lo que no consiguió ninguna de las crisis estrictamente emergentes del último medio siglo lo va a lograr un minúsculo virus de 0,000125 milímetros. Los números del Fondo Monetario llegan hasta cuatro décadas atrás y el peor registro había sido un crecimiento del 1,2% de 1983. En los del Banco Mundial, que se remontan hasta principios de los sesenta, el ejercicio más negro se cerró con un alza del PIB del 0,7% que hoy suena a anhelo de tiempos mejores: este año las naciones en vías de desarrollo sufrirán un retroceso del 1% que ofrece una foto fija sin precedentes, con los países de la OCDE y los de renta media y baja bajo el manto de la recesión y la economía mundial a la deriva.

“Nos centramos en los países ricos pero deberíamos preocuparnos, incluso más, por los emergentes”, subraya Ana Revenga, del think tank Brookings, que ve “incluso demasiado optimistas” las previsiones económicas publicadas hasta ahora sobre el bloque. “La ralentización económica en China [líder de facto del bloque] es algo muy nuevo y tanto América Latina como aquellos que más integrados están en la economía global son los que más van a sufrir. Hay poco a lo que agarrarse en este momento”. En plena tormenta global, las economías avanzadas tienen más razones que nunca para preocuparse por este vendaval que golpea el casco de unos países emergentes que superaron hace tiempo la barrera del 50% del PIB global. “A diferencia de la crisis de hace diez años, que China aprovechó como plataforma para salir al exterior, ahora estamos en un sálvese quien pueda. Pero es ciego, porque o salimos todos o nos caemos todos”, advierte Lourdes Casanova, jefa del Instituto de Mercados Emergentes de la Universidad de Cornell. “El contagio económico de segunda ronda para las economías avanzadas puede ser por la vía de los emergentes”.

A razón de una sacudida y media por década, el bloque emergente nunca ha sabido realmente lo que es vivir sin presión. En los ochenta fue la crisis de deuda latinoamericana. En el ecuador de los noventa, cuando sus miembros empezaban a tener acceso a los mercados internacionales, llegó el tequilazo. Y, justo después, la sacudida financiera de los tigres asiáticos. En 2008 sí consiguieron salir casi indemnes: el estallido de la madre de todas las recesiones en Occidente, la Gran Recesión, solo les golpeó de refilón gracias al sustento de unas materias primas que volaban alto. Pero esta vez... “esta vez es diferente”, como escribía recientemente la economista Carmen Reinhart. “Están bajo un choque múltiple, y eso es lo más preocupante: que coincide en el mismo momento tanto el golpe interno como el externo y que ambos son de envergadura histórica”, apunta Enrique Mendoza, director del Penn Institute for Economic Research y profesor de la Universidad de Pennsylvania.

Primera señal, cuantitativa: la estampida de capitales. Como siempre que vienen mal dadas, en una norma no escrita pero que se cumple a rajatabla crisis tras crisis, lo primero que hacen los grandes fondos de inversión —antes incluso de pensar en dónde invertir de nuevo— es replegar velas en los países percibidos como de mayor riesgo: los emergentes, que son, a su vez, los que más necesitan de ese dinero —inversiones, créditos— para crecer. A la espera de los datos de abril —adelanto: no serán mucho mejores—, en marzo salieron más de 50,000 millones de dólares de las Bolsas emergentes (46,000 millones de euros) y 31,000 millones de los mercados de deuda, según los datos del Instituto de Finanzas Internacionales, la patronal mundial del sector financiero.

Segunda señal, cualitativa: Bill Rhodes, uno de los banqueros que más de cerca vivió el plan Brady de reestructuración de la deuda emergente —y, muy especialmente, latinoamericana— a finales de los noventa, ha alertado ya de que esta crisis en el mundo emergente es la peor que han visto sus ojos: “Va a ser difícil”. Y tercera señal, también cualitativa: Fidelity, una de las mayores gestoras de activos del planeta, de las que de verdad mueven los mercados, ha alertado de lo que está por venir en las economías en desarrollo. “Estoy realmente preocupada por estos mercados”, ha deslizado esta semana la jefa de estrategia global del conglomerado, Anna Stupnytska. Un “pónganse a cubierto” en toda regla. Pero son tantas las derivadas y canales de contagio del golpe que quedar hoy a resguardo no es más que una quimera.

Nadie escapa de la quema. Los países manufactureros -asiáticos y México, sobre todo-, por su dependencia de las economías avanzadas -Europa, EE UU-, destino natural de sus exportaciones y por su enganche a unas cadenas globales de valor para las que una pandemia global es dinamita pura. Los supeditados al rumbo de las materias primas y el petróleo —América del Sur, pero no solo—, porque el menor apetito de industria y consumidores finales ha provocado un severo tajo sobre volúmenes y precios. Los turísticos —Tailandia, islas del Caribe y un buen número de destinos africanos—, porque han visto reducidos a cero una fuente de ingresos y de divisas esencial para su mantenimiento. Y los dependientes de las remesas -sudeste y este asiático, América Central y, de nuevo, México (esta vez al país norteamericano los golpes le llegan por todos los frentes)- porque el hundimiento de los mercados de trabajo en Occidente mermarán la capacidad de los migrantes de enviar dinero a su gente: según los cálculos del Banco Mundial, la caída en este rubro —que ya es la principal fuente de divisas para los emergentes en su conjunto— rondará el 20% anual.

¿Cómo hacer frente a un golpe de esta magnitud? Mientras varios países del Asia emergente han lanzado planes fiscales ambiciosos, el bloque latinoamericano -con algunas excepciones, como Perú y Chile, también los países que tienen más margen- ha optado por una aproximación más timorata. “Es el momento de la acción”, apremia el número dos de Banco Mundial, Axel van Trotsenburg. “Ni los organismos multilaterales ni los Gobiernos podemos especular. Sabemos que la crisis es profunda, muy profunda, pero no podemos perder tiempo hablando sobre cuánto: hay que actuar de forma rápida, masiva y decisiva”. El jefe de operaciones del organismo reconoce que el margen de acción de los emergentes es menor — “no tienen la infraestructura de los países de la OCDE ni pueden poner encima de la mesa planes de estímulo del tamaño de los de EE UU o Europa”— , pero advierte del riesgo de un gran repunte de la pobreza y de la pobreza extrema.

Aunque el agujero de la informalidad hace de los mercados de trabajo emergentes lo más parecido a un queso de Gruyère, las redes de protección social de estos países están más desarrolladas que en crisis anteriores. “Pero están diseñadas contra la pobreza, y esta crisis va a golpear especialmente a un grupo que está al descubierto: la clase media-baja”, apunta Revenga, de Brookings. “Hay que cambiar el enfoque y ampliar el concepto de red de protección social. Tal vez, salgamos con una visión más amplia y más heterodoxa, con programas de renta básica en los países que se lo puedan permitir: cuestan caro, pero aportan mucho”.

Con menos músculo que las economías avanzadas para poner en marcha planes de choque -o, directamente, ante la negativa ideológica a utilizar el margen disponible, como en el caso de México-, la respuesta de los emergentes se parece más a la que ofreció Europa en la Gran Crisis que a la que está dando hoy el Viejo Continente: más monetaria que fiscal; menos contundente de lo que exigen las circunstancias. Los tijeretazos en el precio del dinero se han generalizado, de Brasil a Sudáfrica, de Filipinas a Rusia; también las inyecciones de liquidez por parte de los bancos centrales. Pero todo sabe a poco con un horizonte a corto y medio plazo tan cargado de nubarrones. “Las condiciones crediticias siguen deteriorándose”, avisaba esta semana Standard & Poor’s. Y las calificadoras, como muestra la historia más reciente, son expertas en ratificar a toro pasado lo que los mercados descontaron antes. Es la rúbrica de que, en fin, las cosas se han puesto feas.

Mayor coste de financiación

La presión de los mercados es el elemento determinante en la ecuación. El runrún sobre potenciales impagos se ha extendido mucho más allá de los sospechosos habituales, y países que hasta ahora tenían su deuda externa bajo control pueden empezar a sufrir para devolver lo prestado: a la subida del coste puro de financiación —salir hoy al zoco financiero con la etiqueta de emergente es mucho más difícil (caro) que hace un par de meses— se suma la fuerte depreciación de muchas monedas del bloque, lo que eleva a su vez el coste de devolución de la -todavía mucha- deuda referenciada en monedas fuertes (dólar, euro, yen).

Un centenar de naciones han llamado ya a la puerta del FMI en busca de algún tipo de ayuda financiera, desde facilidades de liquidez (Colombia) hasta líneas de crédito para hacer frente a la emergencia sanitaria (Irán). “Los emergentes están contra la espada y la pared. Van a tener que quemar reservas y creo que pensar que no se van a producir defaults es demasiado optimista”, opina Mendoza, de la Universidad de Pennsylvania. Crítico con las medidas tomadas hasta ahora por el Fondo Monetario y el Banco Mundial —“han sido escasas”—, cree que en el peor escenario —no tan lejano ya— “hará falta un plan liderado por el G7 y China, como acreedores, que postergue los pagos y dé un cierto alivio” al bloque.

La luz al final del túnel sanitario se ve hoy más cerca. El ritmo de contagios se ha frenado en seco; también los ingresos en UCI y las muertes. El debate gira ya en torno a los calendarios para levantar poco a poco —o mucho a mucho, como Alemania— las medidas de confinamiento y no sobre la saturación hospitalaria o la falta de preparación para una pandemia. “Pero el mundo que veremos cuando hayamos salido del todo será muy distinto”, cierra Kaushik Basu, presidente de la International Economic Association. “Habrá ganadores y perdedores, y los países que peor manejen la situación perderán espacio en los mercados internacionales”. Un aviso a navegantes que resuena especialmente en el bloque emergente, donde la pandemia lleva unas semanas de desfase. Las políticas —sanitarias, económicas y sociales— que apliquen hoy determinarán su mañana.
Los bancos centrales dan un paso al frente con compras de deuda

La Gran Recesión, que obligó a las economías avanzadas a echar mano de imaginación monetaria para salir del hoyo, pasó casi de soslayo en los emergentes. China e India siguieron con paso firme, y Rusia, América Latina y África se engancharon al tirón de unas materias primas que cotizaban en niveles de precios razonablemente altos. Algunos países de renta media echaron mano de las políticas fiscales moderadamente contracíclicas para reencauzar el crecimiento, pero la necesidad de exprimir los bancos centrales con un arsenal anticrisis fue en líneas generales mínima. Hoy, una década después, las cosas pintan bien distintas. El espacio fiscal es mucho menor, tras varios años de precios renqueantes de los productos básicos y bajo crecimiento, y el margen para bajar los tipos de interés tiene un límite claro: el que marca la depreciación, ya muy abultada, de las monedas. De ahí que varios institutos emisores emergentes hayan emprendido un camino ignoto: el de los programas de expansión cuantitativa (más conocidos como QE en la jerga económica), que consisten en la compra de deuda pública para rebajar el coste de financiación de los Gobiernos y tratar de expulsar dinero hacia la economía real y las inversiones productivas. Sin inflación a la vista -más bien todo lo contrario: todo apunta a que el virus presionará, si acaso, los precios a la baja-, el camino parece más expedito que nunca para introducir una dosis de creatividad -o de imitación- en una política monetaria hasta ahora encorsetada. Lejos de ser incursiones testimoniales, desde principios de febrero 13 bancos centrales de países emergentes bien se han embarcado ya en este tipo de planes (Colombia, Chile, Polonia, Turquía, Sudáfrica o Filipinas, según el recuento del Bank of America) bien los tienen en la recámara (Tailandia, Corea del Sur). Ni siquiera han esperado a llevar el precio del dinero a zona cero -como si hicieron EE UU, Japón y los países europeos- para lanzar planes nada desdeñables de estímulo monetario. Y algunos, como Indonesia, han ido un paso más allá, emprendiendo el camino de la monetización directa de deuda: el banco central compra directamente de manos del Gobierno, sin pasar por el mercado secundario. Un movimiento, en este caso sí, que ha encendido las alarmas en los analistas más ortodoxos, que temen una monetización del déficit que retrotrae a los años más negros de algunas economías latinoamericanas.



regina