Miscelánea Humana

¿Tigres de papel?

2020-06-25

El duelo crucial lo libran, sin embargo, los dos titanes que quieren diseñar a su imagen y...

Por LUIS ESTEBAN G. MANRIQUE | Política Exterior

Desde que comenzó la pandemia, el mundo entero contempla fascinado cómo dos sistemas políticos muy distintos –el capitalismo liberal y las autocracias de diverso cuño ideológico– se enfrentan a la misma crisis existencial. Ciego a las fronteras, lenguas o creencias, el coronavirus tampoco hace distingos entre los sistemas económicos que ataca e infecta. El recorte de derechos y libertades ha sido generalizado de un extremo a otro del mundo, pero las premisas de fondo de ambos bandos –flexibilidad y transparencia frente a verticalidad y centralización– reflejan dos formas muy distintas de abordar las relaciones internacionales.

Eric Li, empresario y politólogo residente en Shanghái, sostiene en Foreign Policy, en un artículo reveladoramente titulado “Xi Jinping is a good emperor”, que la “sociedad civil china” ha dado un “ejemplo supremo” de lo que Aristóteles llamó koinonia politike: “una comunidad política indistinguible del Estado”.

Por sí mismas, ni la democracia ni la dictadura garantizan inmunidad alguna contra amenazas biológicas invisibles. Si la eficacia es la medida del éxito, sin embargo, la balanza se inclina, al menos de momento, a favor del “buen emperador”. Con 82.965 casos y 4.634 muertes reconocidas oficialmente a mediados de mayo, el régimen chino ha declarado su victoria en la “guerra popular” contra el virus.

Aunque muchos indicios revelan que el verdadero número de contagios está muy por encima de los que reconocen las autoridades –hasta 10 veces más, según algunas versiones–, el ayuntamiento de Pekín acaba de anular la obligación de usar mascarillas en las calles.
 
El ascenso del dragón

China, Singapur y Cuba demuestran la capacidad de respuesta que puede tener un sistema autoritario ante una emergencia sanitaria. Pero Venezuela y Filipinas parecen indicar que sus casos son la excepción, no la regla. Democracias como Alemania, Corea del Sur, Taiwán, Nueva Zelanda, Japón, Portugal y Grecia, en cambio, han salido relativamente bien libradas. Por el contrario, Rusia, con cifras de contagios y muertes solo inferiores a las de Estados Unidos, donde los fallecidos superan los 90,000, se ha visto impotente ante un peligro que no tiene las soluciones militares que suele preferir Vladímir Putin.

Angela Merkel en Alemania, Mette Frederiksen en Dinamarca, Tsai Ing-wen en Taiwán, Erna Solberg en Noruega, Katrín Jakobsdóttir en Islandia o Sanna Marin en Finlandia han manejado la crisis con pulso sereno y firme, fortaleciendo con ello la confianza pública en las instituciones democráticas. En abril, el Tribunal Constitucional alemán condenó las ordenanzas que en nombre del distanciamiento social prohibían las protestas antigubernamentales porque, según dictaminaba, la salud pública no está por encima de derechos inalienables como el de asamblea.

El duelo crucial lo libran, sin embargo, los dos titanes que quieren diseñar a su imagen y semejanza el orden mundial del siglo XXI. Con la imagen de precariedad de su sistema sanitario indeleble en las retinas de la aldea global, el antiguo campeón mundial de la categoría de pesos pesados geopolíticos, Estados Unidos, ha sido vapuleado en los primeros rounds del combate por el aspirante al trono.

En un discurso en 2013, Xi dejó claro lo que está en juego: poder “transformar el sistema de gobernanza mundial” y dar forma “a nuevos mecanismos y normas del orden internacional”. Yang Jiechi, exministro de Exteriores chino (2007-2013) y uno de los teóricos políticos de cabecera de Xi, sostiene que ideas occidentales como el liberalismo, el pluralismo y el constitucionalismo son anacronismos incapaces de resolver los problemas contemporáneos.

El formidable poder logístico y de movilización chino ha marcado la diferencia en el duelo del antiguo G2. El 23 de enero, el régimen ordenó el cierre de Wuhan y de la provincia de Hubei, con una población que supera los 56 millones, en la mayor cuarentena de la historia mundial, prolongada durante 76 días. Dos días después, todas las provincias chinas excepto Tíbet declararon el nivel de emergencia sanitaria más alto, con lo que más de 760 millones de personas se confinaron en sus hogares.

De la noche a la mañana, Shanghái, una ciudad de 24 millones de habitantes, se vació de gente y de tráfico. De los 496 trabajadores sanitarios y voluntarios que murieron hasta el 29 de abril en primera línea de batalla en Wuhan, 328 eran militantes del partido. En total, 217 equipos médicos con 42,000 doctores y personal sanitario de toda China convergieron en Hubei.

La producción de mascarillas se multiplicó de 20 millones de unidades diarias en enero a 116 millones a finales de febrero. El Partido Comunista Chino (PCCh) parece convencido, por ello, de que ha llegado el momento de dar el sorpasso definitivo, erigiéndose en la arena internacional como un gigante benévolo y altruista, modelo de gobernabilidad y orden público.

El retorno de Leviatán

En su columna de Financial Times, Gideon Rachman anticipa que el mundo pos-coronavirus va a ser inhóspito para el liberalismo, y que la privacidad, los derechos individuales y el control del poder pueden ser sacrificados en el altar de la seguridad y la economía, convirtiéndose en lujos innecesarios.

Según el Center for Civil and Political Rights de Ginebra, no menos de 84 países han decretado estados de emergencia de diverso rigor y alcance, pero que invariablemente aumentan los poderes del ejecutivo. De hecho, casi todos los medios de organización, formas de protesta callejera, resistencia pacífica y desobediencia civil han sido recortados –y hasta criminalizados– en todo el mundo. Rachman advierte de que recuperar estas libertades y derechos de las garras de un nuevo Leviatán con crecientes apetitos coercitivos podría ser una labor de años. No es el único. Un editorial de Haaretz sostiene que la crisis del coronavirus ha acelerado la marcha de Israel hacia un “autoritarismo a la turca”.

China lleva también ventaja en la guerra de la propaganda. En el discurso que dirigió a la asamblea general de la Organización Mundial de la Salud, Xi subrayó que China estaba dispuesta a revisar, una vez pasada la pandemia, lo que había sucedido, y que está a favor de que una vacuna contra el coronavirus sea declarada como un bien público global. Donald Trump, en cambio, ha desmantelado –por desidia o desinterés– la red de alianzas que pasadas administraciones tejieron a lo largo de 70 años mediante la atracción cultural, la protección militar y los incentivos económicos. Trump ni siquiera se molestó en dirigirse al foro por Zoom. Su representante, Alex Azar, dio la impresión de que a la Casa Blanca le interesa más enfrentarse a China que al virus.

Aprendices de brujo
El incendio del Reichstag en 1933, que dio a Hitler el pretexto que necesitaba para gobernar por decreto y dar el tiro de gracia a las instituciones de la República de Weimar, es un ejemplo clásico de cómo los estados de excepción propician los golpes de mano de políticos oportunistas e inescrupulosos.

En Hungría, el 30 de marzo Viktor Orbán exigió al Parlamento poderes extraordinarios y sin fecha de expiración, que la dócil mayoría oficialista le concedió de inmediato. Una vez que el genio sale de la lámpara, es muy difícil que regrese a ella. El 10 de abril, el Parlamento camboyano aprobó una ley de emergencia que otorga a Hun Sen, el autócrata más longevo de Asia, plenos poderes para proteger, manu militari si es necesario, la “seguridad nacional”.

Por primera vez, Pekín ha prohibido en Hong Kong la vigilia del 4 de junio en recuerdo de las protestas de la plaza Tiananmen de 1989. Ren Zhiqiang, un magnate de la construcción, fue detenido después de que en una red social tildara a Xi de “payaso con ínfulas de emperador”. En Kenia y Nigeria, que han impuesto los confinamientos más violentos del mundo, han muerto más personas por la represión policial que por el propio virus.

Gigantes con pies de barro

El problema para los autócratas que gobiernan sistemas menos eficientes que el chino, es que el virus puede ser censurado en los medios pero es inmune a la propaganda, y tampoco puede ser arrestado o ejecutado. Según el alcalde de Moscú, Serguéi Sobianin, hasta el 2% de la población de la capital rusa, unas 250,000 personas, ya se ha contagiado –incluido el primer ministro, Mijaíl Mishustin–, cuatro veces más de lo que reconocen los datos oficiales.

La popularidad de Putin, aunque sigue alta (59%), ha caído a sus niveles más bajos en 20 años. No es extraño. El Fondo Monetario Internacional prevé que este año la economía se contraerá un 5,5% y el desempleo llegará al 15%. La pandemia ha desnudado el desinterés de Putin por problemas como el de los hospitales públicos.

Las reservas de divisas y oro suman 560,000 millones de dólares, pero el ministro de Finanzas, Anton Siluanov, ha advertido de que si no se recuperan los precios del petróleo, esos fondos podrían agotarse en pocos años. El dilema de Putin es complicado: si se pone al frente de la crisis, será incapaz de resolverla. Pero dejar su resolución a sus subordinados crea la impresión de indiferencia o desdén.

En los años de Yeltsin, unos siete banqueros se hicieron con el 50% de la economía rusa, un sistema que ha cambiado poco en la era de Putin, que podría prolongarse hasta 2036 si salen adelante sus reformas constitucionales. Según escribe Catherine Belton en Putin’s people (2020), el control de la economía por el Estado ha inhibido la inversión extranjera por su temor a la arbitrariedad y las presiones políticas y judiciales de oligarcas y siloviki, los exagentes del KGB que forman el núcleo duro del poder ruso.

La KGB (Komitet Gosudarstevnnoy Bezopasnosti o Comité de Seguridad del Estado), con más de un millón de agentes, espías e informantes, era la columna vertebral del sistema soviético, por encima incluso del partido y el Ejército Rojo. El propio Putin dijo en una ocasión que los exagentes del KGB, como él mismo, “no existen”, subrayando la imposibilidad de abandonar sus filas, tradiciones y disciplina. Según el centro Levada de Moscú, los rusos que respetan la figura de Stalin han aumentado del 29% en 2018 al 41% en 2019.

Pero la pandemia ha golpeado de lleno la línea de flotación del régimen. Rusia solo va dirigir unos 10,000 millones de dólares a ayudar a pequeños negocios, que emplean al 25% de la fuerza laboral. La parte del león del rescate va a ir a manos de gigantes como Gazprom o Rosneft, bajo el control de los siloviki.

En 2019, el 39% de los ingresos del presupuesto ruso, unos 130,000 millones de dólares, provinieron de las regalía e impuestos al gas y el petróleo. Así las cosas, no resulta extraño que los rusos estén perdiendo interés en las costosas aventuras militares de Putin en Siria, Libia y Ucrania.

Nadie saldrá indemne

China no es un tigre de papel como Mao calificó a EU, pero tampoco va a salir indemne de la crisis pandémica. Su economía se contrajo un 6,8% en el primer trimestre. El FMI prevé que su crecimiento apenas rozará el 1,2% en 2020, una cifra sin precedentes desde 1976, en medio de la Revolución Cultural maoísta, cuando el fanatismo ideológico alcanzó un paroxismo de barbarie que arruinó la economía. El propio padre de Xi, un famoso líder revolucionario, fue purgado y encarcelado y su hijo enviado a trabajar en una granja rural durante siete años.

La deuda china –pública y privada– ronda el 310% del PIB. Las grandes empresas estatales consumen el 80% del crédito bancario pese a que contribuyen con el 38% del PIB. Todo ello es una primera fisura en el contrato social que sustenta la legitimidad de la República Popular: sumisión política a cambio de prosperidad económica. En 2009, en medio de la crisis financiera, algunos líderes chinos advirtieron de que si la economía dejaba de crecer al 8%, el descontento social podía descontrolarse y acabar con el monopolio del poder del partido.

El proteccionismo global en ascenso tampoco augura nada bueno para el gigante asiático, cuyo comercio exterior mueve también el 38% del PIB. En una de sus conferencias de prensa, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, se quejó de que cuando más necesitaba su Estado mascarillas, equipos de protección sanitaria, ventiladores y fármacos, cayó en la cuenta de que todos esos vitales suministros y recursos eran Made in China, una situación que, dijo, no debía repetirse nunca por “imperativos de seguridad nacional”.



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