Cultura

El libro era mejor: así es la fallida adaptación de ‘Las luminarias’

2020-06-26

La frondosidad de ciertas novelas, esas en las que el lector se interna como lo haría en un...

Por LAURA FERNÁNDEZ | El País

Barcelona 25 JUN 2020 - 17:09 CDT La frondosidad de ciertas novelas, esas en las que el lector se interna como lo haría en un bosque de innumerables senderos, es, obviamente, imposible de llevar a la pequeña o la gran pantalla. Puede llevarse parte de su espíritu, o puede éste reelaborarse y adaptarse al nuevo medio, pero en ningún caso puede darse a través de un guion el particular viaje que propone ese montón de páginas, siempre infinitamente más íntimo que el que permite el soporte visual, por aquello que Stephen King llamaba la telepatía que se da entre el lector y el escritor cuando el primero lee lo que el otro ha pensado en un tiempo pasado. 

Ocurre así en obras como la prodigiosa Jonathan Strange y el señor Norrell, de Susanna Clarke, o Las luminarias, de Eleanor Catton, tan cercana a la primera en intención mágica y totalitaria –ambas son novelas totales, esto es, novelas que describen un mundo alternativo en toda su extensión–, que podría considerarse su descendiente más directa. Dickensiana y asombrosamente exuberantes ambas, la diferencia entre ellas, se diría, es que la llegada de la primera a la pequeña pantalla tuvo algo más en cuenta el espíritu de la obra, lo único que puede adaptarse cuando se tiene delante algo tan grande. Porque aunque cuente entre sus filas con la mismísima Eleanor Catton –que ya se había probado como guionista adaptando Emma, de Jane Austen–, la producción de Las luminarias que HBO estrena esta semana no es solo que no sea fiel al espíritu de la novela, sino que simplifica su complejo y soberbiamente literario –o, por qué no, culto– universo, rebajándolo a producto de consumo insulso y, por momentos, confuso, que elimina cualquier tipo de misticismo alrededor de los personajes, que, en la historia original, es, desde el majestuoso inicio, su principal atractivo.

Catton (Londres, Ontario, 35 años) se convirtió en 2013 en la autora más joven en ganar el Man Booker –tenía apenas 28 años– y Las luminarias, que en España publicó Siruela, en la novela más larga que lo había hecho nunca –832 páginas–. El presidente del jurado, Robert McFarlane, aseguró en su momento que se trataba de un trabajo “deslumbrante”, una obra “inmensa y luminosa”. Catton, que se mudó con sus padres a Nueva Zelanda a los 6 años –su padre era neozelandés–, se enamoró a los 14 de la Costa Oeste del país tras un viaje de turismo interior que hizo con su progenitor. Fue entonces que se interesó por la nada conocida Fiebre del Oro que tuvo lugar en ese punto de las antípodas en la década de 1860.

Fue en aquel momento, ha explicado después, cuando empezó a gestarse algo parecido a una historia en su cabeza, pero no sería hasta mucho más tarde –Las luminarias es su segunda novela– cuando se puso manos a la obra. Cuando lo hiciera, lo haría con la determinación y el espíritu digresivo de un Julio Verne que hubiese leído más de la cuenta a Thomas Pynchon, o bien una Susanna Clarke en la que el asunto de la magia hubiese sido sustituido por la obsesión por el oro, y mantuviese intacta la pormenorización dickensiana de ambientes y, sobre todo, personajes. Porque es precisamente en la construcción (sublime) de personajes donde Catton, desde la publicación de Las luminarias tan valiosa para el país que fue nombrada miembro de la Orden del Mérito de Nueva Zelanda, brilla. Walter Moody, el extraño que irrumpe en la asamblea de los tipos más poderosos del lugar –convocada en la mítica sala de fumadores del hotel Crown, y mítica solo porque todo lo que toca la prosa de Catton adquiere ese carácter, la sensación de que ha existido siempre y que lo ha hecho al margen de lo real–, es la punta del iceberg de la constelación de luminarias.

Su aparición en la novela –de aspiración quijotesca en la elaboración de los títulos de cada capítulo, y paródica también al respecto– es central, y sin embargo, en la serie, su personaje, que apenas aparece en dos episodios, es minúsculo, como lo es todo lo demás. Aunque la adaptación es lícita (después de todo, la que está detrás es la propia Catton), la obra resultante es tan distinta a la original que apenas es reconocible en los trazos. La trama es la misma, sí, pero tan simplificada como lo estaría de proceder, no de una obra totémica como de la que procede, sino de un esquemático best seller. Y uno que tiene aspecto de wéstern descentralizado, porque ¿quién iba a decir que en Nueva Zelanda también hubo una vez algo parecido a un Lejano Oeste?

Eva Green, la estrella más destacada del elenco, interpreta correctamente a la nada fiable Lydia Wells, la mujer del envidiado Crosbie Wells (Ewen Leslie), cuya muerte desencadena la serie de casualidades que llevan a la prostituta Anna Wetherell (Eve Hewson) a convertirse en la llave que pondrá fin a todos los misterios. Tal vez la importancia de Green –en la novela, un personaje interesante por su trato con fantasmas pero no tan central como en la serie– en tanto que cara más conocida del reparto, hiciera a Catton plantearse contar la historia desde otro punto de vista –el de las mujeres– pero lo ha hecho una intención extrañamente ornamental.

No debe ser sencillo para un creador, una creadora en este caso, comprimir un universo al que se ha dado forma durante años en seis capítulos de una ficción televisiva con una estrella que no quiere verse relegada a un papel secundario. Darle la vuelta, sin embargo, es un riesgo que no debería correrse si lo que queremos es que la obra siga brillando con la intensidad que merece. La confusión derivada de la falta de piezas clave es también un síntoma de que las cosas se han hecho como han podido y no como era debido, teniendo en cuenta el alcance del original, y de ahí el aspecto de extravagante fast food televisiva de la adaptación.



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