Entre la Espada y la Pared

¿Es Emilio Lozoya el nuevo Javier Duarte?

2020-07-26

Los paralelismos no terminan ahí, pues aunque pareciera que los tiempos y los actores han...

Adriana Greaves, Estefania Medina, El País

La llegada de Emilio Lozoya a México en el contexto de un Gobierno que ha apostado por una narrativa potente en la lucha anticorrupción ha encendido las esperanzas de todos los mexicanos que durante años y años hemos esperado que los casos de corrupción dejen de ser un caso más de impunidad. Sin embargo, desde la llegada del avión, todo lo ocurrido parece indicar que el caso pinta para lo que se temía: opacidad, simulación e impunidad, tal como ocurrió con el único político de alto nivel que a la fecha ha sido sentenciado por hechos relacionados a gran corrupción: Javier Duarte de Ochoa, exgobernador de Veracruz.

Las irregularidades del caso Lozoya van desde el incumplimiento del deber de la Fiscalía y de la Policía de ponerlo a disposición del juez de Control que ordenó su detención y peor aún la omisión del juez de ordenar que el detenido se le ponga bajo su jurisdicción. La “suspensión” por un plazo hasta de 10 días ordenada por el juez para llevar a cabo su audiencia inicial sin tener ningún fundamento legal para ello. Su internamiento en un hospital privado por razones de “salud” poco claras. Los rumores y dichos acerca de que podría ser beneficiado con un criterio de oportunidad que lo exoneraría de todos los cargos, a cambio de información de otros funcionarios. Especialmente, la opacidad impuesta por el Poder Judicial de la Federación, que debido a las medidas restrictivas que ha impuesto con motivo de la contingencia por la covid-19 ha informado de que llevará el procedimiento a puerta cerrada, sin público, sin periodistas y que se limitará a informar de lo que pasa por WhatsApp.

Estos hechos alertan sobre el paralelismo ocurrido en el caso del exgobernador Javier Duarte de Ochoa, cuyas irregularidades iniciaron desde su llegada a México una vez extraditado desde Guatemala por los delitos de lavado de dinero y delincuencia organizada. Seguido por un oficio enviado por el entonces Titular de la entonces Unidad de Inteligencia Financiera que solicitaba la Procuraduría General de la República (PGR) que se reclasificara el delito para que en lugar de ser acusado por delincuencia organizada, fuera por el delito de asociación delictuosa y lavado de dinero, a lo cual la PGR obedientemente reaccionó cambiando los delitos. Todo para terminar en un beneficioso negocio que implicó que en lugar de llevarlo a un juicio para esclarecer los hechos, buscar imponer una pena ejemplar (de hasta 55 años) y reparar el daño causado, terminó en un pacto a través de la negociación de una sentencia reducida en la que Javier Duarte aceptaría una sentencia de nueve años de prisión y 58,000 pesos de multa (unos 2,600 dólares). Todo ello detrás de un muy probable soborno, entre los funcionarios de la PGR y Javier Duarte. Consolidándose como una nueva modalidad de impunidad a través de “justicia simulada” a cambio de jugosos sobornos.

Los paralelismos no terminan ahí, pues aunque pareciera que los tiempos y los actores han cambiado ya que el presidente Peña Nieto y el encargado de despacho, Elías Beltrán (quien ya es investigado por la UIF), ya no están, y en su lugar tenemos al presidente López Obrador y al fiscal Alejandro Gertz, la realidad es que al interior nada ha cambiado como para hacer un cambio diverso.

En el caso Javier Duarte, la organización Tojil presentó una denuncia por corrupción entre los fiscales y Javier Duarte al momento de llegar a este acuerdo. Lo interesante es que en ese caso la ONG solicitó que se le diera el carácter de víctima toda vez que conforme a las leyes mexicanas esto es posible, y permitiría que ciudadanos a través de una ONG participaran como coadyuvantes de la investigación y como un real contrapeso ante las irregularidades de la Fiscalía. Sin embargo, en ese caso la Visitaduría General a cargo de Adriana Campos (quien a su vez fuera también directora de Asuntos Jurídicos con el Procurador Murillo Karam) se negó rotundamente a reconocer el papel de las víctimas, lo que llevó el asunto a un juez de control que confirmó la negativa, luego de un juicio de amparo que le dio la razón a la ONG y finalmente a un tribunal colegiado que revocó el amparo concedido ante el recurso impuesto de la Fiscalía General. La historia no ha terminado: el 21 de julio la TOJIL presentó una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, quien de considerarla viable, podría llevar a la Corte Interamericana el primer caso que se resuelva sobre el vínculo de violación a derechos humanos y corrupción.

Ahora como dato curioso en el caso Lozoya, en el que ya se avizoran diversas irregularidades, se destaca que las denuncias o investigaciones por irregularidades de funcionarios de la Fiscalía, caería ahora en la nueva Unidad de Asuntos Internos, pero que continúa liderada por la misma Adriana Campos (quien está a cargo de estas labores desde los exprocuradores Arely Gómez, Raúl Cervantes y Elías Beltrán) y quien es ya más experta en cerrarle la puerta a la sociedad civil que en buscar fungir como real contrapeso de la corrupción y de las irregularidades, que en investigar y sentenciar a fiscales corruptos, imponiendo la perversa idea de que los ciudadanos no somos los víctimas de la corrupción.

No es poco conocido que en el transcurso de las investigaciones más importantes de corrupción, se ha observado cómo la autoridad actúa sigilosamente, incluso ha llegado a acuerdos por debajo de la mesa y en lo oscurito, diferente sería si esta autoridad tuviera un contrapeso, un ente vigilante y coadyuvante que colabore directamente en la investigación. Así esperamos que la justicia y la ley prevalezcan ante la política y que Emilio Lozoya no sea el nuevo Duarte de la Administración del presidente López Obrador y del fiscal Alejando Gertz.



JMRS