Ecología

Las otras curvas económicas que urge aplanar

2020-08-16

“¡Sí! Sí se puede aplanar”, exclama Mario Molina, premio Nobel de...

Miguel Ángel García Vega, El País

¡Aplanar la curva! ¡Aplanar la curva! Esta ha sido la obsesión en las noches más oscuras de la pandemia. El ser humano ha buscado una solución sabiendo, como narra el filósofo Amartya Sen, “que la presencia de enfermedades mata a las personas y la ausencia de medios de vida también”. El hombre ha recurrido a una economía arrinconada por el capitalismo actual: la de los cuidados. Una vez le preguntaron a la antropóloga Margaret Mead (1901-1978) cuál era el primer indicio de civilización. ¿Una vasija de arcilla, objetos religiosos, instrumentos de caza? La experta contestó que era un fémur humano curado descubierto en una excavación arqueológica de 15,000 años de antigüedad. “Mead quería explicar que para que una persona sobreviviera a esa fractura, debió de haber sido atendida lo suficiente hasta que el hueso sanase”, aclaró Jeffrey Oak, experto en Ética formado en la Universidad de Yale. “Y otros individuos tuvieron que proporcionarle refugio, protección, comida y agua durante un largo periodo de tiempo”.

15,000 años después tenemos un desafío similar, pero a escala planetaria. Vivimos la época del fémur roto. La mayoría de los países occidentales han conseguido aplanar la curva de contagios del virus, pero quedan, al menos, otras tres curvas que suponen el mayor reto de las últimas cinco décadas: “doblegar” la curva de la emergencia climática (la inmensa amenaza), de la desigualdad y la pobreza. Todas estas líneas sin ángulo están cambiando el planeta. Nadie aguarda, como relata el economista Giorgos Kallis, que una vez que la pandemia esté controlada el mundo se una para rebajar la curva del clima. Pero los políticos —contó la filósofa Hannah Arendt y recuerda Kallis— promueven lo inesperado, lo que no tiene precedentes. Transitamos tiempos sin precedentes que dan la oportunidad a políticas inesperadas y a voces con esperanza.

“¡Sí! Sí se puede aplanar”, exclama Mario Molina, premio Nobel de Química en 1995 por sus trabajos sobre los efectos nocivos de los compuestos clorofluorocarbonados (CFC) en la capa de ozono. “Pero hay que reconocer que exige un esfuerzo mayúsculo de la sociedad. Sin embargo es lo que le conviene. Ya entramos en la emergencia climática; los impactos del cambio climático podrían ser catastróficos para el planeta, no solamente desde la mirada económica, sino también considerando posibles efectos en la calidad de vida. ¿Cómo? Generando migraciones masivas [el Banco Mundial estima que en 2050 habrá 143 millones de migrantes climáticos], sequías, lluvias torrenciales, ondas de calor, incendios forestales”. El coste de estas amenazas podría llegar, acorde con The Economist Intelligence Unit, a los 7,9 billones de dólares en esa fecha.

Problema existencial

Otro tiempo, el de los gobernantes, tampoco ayuda. “Los Gobiernos duran de media entre cuatro y ocho años y no entran a fondo en estos temas de largo plazo que resultan tan importantes”, lamenta Guillermo de la Dehesa, presidente honorario del Centre for Economic and Policy Research (CEPR) London. Necesitamos lo inesperado de los políticos. Porque la ciencia nos lleva al abismo de lo posible. “Es casi un problema existencial para la humanidad, especialmente pensando en los pobres y quienes viven en países subdesarrollados”, alerta A.R. Ravishankara, profesor de Ciencias Atmosféricas de la Universidad de Colorado. Y añade: “Resulta importante saber que incluso si los humanos toman medidas inmediatas en su empeño de ‘aplanar la curva climática’, aún sentirán los impactos de sus acciones pasadas mucho más allá de sus vidas”.

Una parte del equilibrio del clima ya está perdido, y los avances parecen retrocesos. La Agencia Internacional de la Energía (IEA, por sus siglas en inglés) espera que las emisiones de gases de efecto invernadero caigan este año un 8% respecto a 2019. El mayor descenso anual desde la Segunda Guerra Mundial. Esta caída —describe The Economist— revela una verdad crucial sobre la crisis del clima. Resolverla va más allá de abandonar los coches, los aviones o los trenes. Incluso si la gente cambia, radicalmente, su forma de vida, al planeta aún le falta un 90% de descarbonización para cumplir el principal objetivo del acuerdo de París: limitar el calentamiento global a 1,5ºC por encima de los niveles preindustriales.

Un equilibrio delicado

Doblegar las curvas de la miseria y la emergencia climática exigirá equilibrios. “Es difícil compensar las medidas a corto plazo para combatir la pobreza y las de largo aliento para abordar el cambio climático. Sobre todo cuando las finanzas públicas se ven afectadas por el impacto de la covid-19”, avisa John Ferguson, de The Economist Intelligence Unit.

Y muchos habitantes se preguntarán: ¿qué quedará cuando no quede nada? “A medida que cambiamos los ecosistemas y los hábitat naturales, pueden surgir enfermedades latentes para las que no tenemos inmunidad”, advierte el escritor Fareed Zakaria en The Washington Post. El biólogo Barry Commoner (1917-2012) lo enunció en su primera ley de la ecología: “Todo está conectado con todo lo demás”. ¿Todo está ya perdido? “Si queremos aplanar la curva necesitamos reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y eliminar el CO2 de la atmósfera”, aconseja Cameron Hepburn, profesor de Economía Medioambiental de la Universidad de Oxford. El hombre sabe cómo cerrar esa caja negra. Infraestructuras verdes, restaurar los ecosistemas y plantar árboles para eliminar y almacenar dióxido de carbono. Además cuadran las cuentas. La Comisión Global de Adaptación —liderada, entre otros, por Bill Gates— calcula que invertir 1,8 billones de dólares en resiliencia contra el clima en la próxima década puede generar 7,1 billones en beneficios.

Pero la curva gira y el destino conduce hoy hacia un acantilado. Si se mantienen las políticas energéticas actuales —prevé la IEA— la demanda de combustibles fósiles aumentará cerca de un 30% entre 2018 y 2040, sin un pico a la vista. En esta escalada, otras fuentes sí hacen cima. El think-tank Carbon Tracker estima que, con un aumento de las renovables y un previsible descenso de los combustibles fósiles, las emisiones podían alcanzar su techo en 2023. El discurso de las energías sostenibles lleva tiempo en el aire. Las renovables son más baratas que las propuestas fósiles en gran parte del mundo, los sistemas de almacenamiento mejoran día a día y se pueden crear millones de empleos verdes.

La caída del crudo facilita cortar los subsidios a esa energía contaminante, destaca Chris Iggo, gestora de Axa Investment Managers, y aplicar el impuesto al carbono. Europa defiende esta estrategia e incluso Joe Biden, aspirante demócrata a la Casa Blanca, respalda el gravamen, que podría aportar el 1% al PIB del mundo. Un dinero esencial para socorrer los déficits públicos de los países más afectados por la crisis. “Desgraciadamente, con el compromiso moral solo no basta”, puntualiza Mariano Marzo, catedrático de la Facultad de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Barcelona. “Sin la tecnología y la inversión en políticas no vamos a ningún sitio. Lo que ha pasado es que antes de la revolución industrial había un equilibrio en el CO2. Pero después hemos sacado carbono de la Tierra y lo hemos inyectado a la atmósfera y no tenemos nada que chupe eso”. Existe lo que el docente llama “soluciones naturales”. Masas forestales, cuidar el suelo, humedales. Aunque no parece suficiente. “Es un desafío sistémico que requiere de una tecnología que todavía no está ahí”, subraya. ¿Cómo contestar a este pragmatismo climático? Quizá con compromiso.

La covid-19 ha demostrado que las bases de la prosperidad son precarias. Que amenazas largamente anunciadas, e ignoradas, sacuden nuestras vidas y hacen tambalear todo lo que parecía tan sólido. Los daños de la emergencia climática pueden ser más lentos que la pandemia pero más masivos y duraderos. “En esta situación hay una forma efectiva para aplanar la curva, que los ciudadanos y quienes toman las decisiones entendieran que atacar las causas del cambio climático es, también, una cuestión de salud pública”, reflexiona María Neira, directora de Medio Ambiente, Salud y Cambio Climático de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Será difícil encontrar una época con un público más receptivo y dispuesto a recordar los versos de T.S. Eliot. “Así es como acaba el mundo / No con un estallido, sino con un quejido”.

Cuatro fuerzas

Otro quejido profundo, cuya voz crea su propia curva, es la desigualdad. El historiador de la Universidad de Stanford Walter Scheidel relata en su libro El gran nivelador (editorial Crítica, 2018) que solamente cuatro fuerzas en la historia han logrado reducir la inequidad de forma sostenida: la guerra, la revolución, el fracaso de los Estados y las pandemias. Estos días rebaja la tensión de su discurso. Descarta que la crisis sanitaria haya sido una consecuencia directa de la desigualdad. “Pero la forma en la que ha afectado a diferentes países y distintos grupos de población dentro de esas naciones está estrechamente relacionada con inequidades estructurales”, desgrana el experto. “Esto resulta claro si analizamos, por un lado, la correlación entre ingresos, clase, raza y, por otro, la morbilidad y la mortalidad. El coronavirus ha evidenciado las desigualdades existentes y las ha empeorado al mismo tiempo”.

La inequidad viaja como un globo terráqueo girado por la mano de un niño. En Estados Unidos, uno de los países más desiguales del planeta, defienden la promesa de que con cada nacimiento surge la oportunidad de reconstruir la sociedad del país. Los economistas Darrick Hamilton y William Darity Jr. proponen que el Gobierno dé a todo recién nacido una cuenta con 1,000 dólares, con un depósito anual de otros 2,000 en función de los ingresos familiares. Estos baby bonos podrían usarse para garantizar la educación, comprar una casa o iniciar un negocio. Una idea de luces largas y reflejos inciertos. “Aunque la legislación es capaz de abordar ciertas formas de discriminación de la noche a la mañana, las desigualdades sistémicas solo pueden reducirse mediante intervenciones sostenidas a largo plazo. Abarcan desde políticas fiscales redistributivas hasta inversiones equitativas en educación, vivienda y cuidados médicos. En términos de perspectiva histórica, la revolución es el único atajo verdadero, y esto a menudo ha generado más problemas de los que ha resuelto”, observa Walter Scheidel.

Estado del Bienestar

El niño sigue girando el globo y ahora apunta a España. A las colas del hambre, a la desigualdad. La covid-19 ha hecho visibles fracturas en el Estado del bienestar al igual que ocurrió en la crisis de 2008. El Gobierno ha armado un Ingreso Mínimo Vital para proteger a los más frágiles. Hasta 1.015 euros en caso de hogares sin ingresos y varios miembros y 461,50 para quien viva solo. Ya hay más de 600,000 solicitudes y, en principio, se beneficiarán 2,3 millones de personas. ¿La solución? Más bien adobe de barro y paja sobre las grietas. “El ingreso mínimo vital era necesario. Pero la desigualdad, que ha ido aumentando en la última década, exige más medidas”, señala Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI). “Hay que crecer. Soy partidario del crecimiento, pero mejor: con una mayor dotación en educación. Y quienes tenemos trabajo debemos soportar más carga fiscal y asegurarnos de que todos tengan las mismas oportunidades; que la cuna no condicione el futuro de nadie”.

Acaparamiento de riqueza

Los 2.153 principales multimillonarios del mundo acaparan más riqueza que 4,600 millones de personas, según un informe que ha publicado este año Oxfam.

Doblegar la curva de la desigualdad necesita cambios profundos culturales, sociales, impositivos. Diríase que necesita un nuevo país. El Gobierno parece decidido a empezar por los impuestos. La justificación es que la presión fiscal en España (el volumen de recaudación sobre el PIB) es muy inferior a la media de la UE. De hecho, los Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha) estiman una pérdida en la recaudación en España por esa menor presión de 65.649 millones frente a la Europa de los Veintisiete. ¿Pero aguantará la economía más tensión con su elevado desempleo y precariedad? Deberá hacerlo, porque hay una algarada fiscal en marcha. Aunque el gravamen a las grandes fortunas haya sido aparcado por Podemos en las negociaciones de la reconstrucción. La tributación debe ser una estrategia de redistribución masiva. En España y fuera. El economista de Oxford, Paul Collier, cree que existe una excesiva concentración de talento en las grandes urbes, lo que castiga (acaparan los mejores trabajos) y vacía otras ciudades. “Una de sus propuestas es subir el IBI, por ejemplo, a ese abogado de la City de elevados ingresos que vive solo en una vivienda pequeña”, aclara Federico Steinberg, investigador principal de El Real Instituto Elcano. Llegan cambios. Nuevas palabras. “Tenemos que abandonar la peligrosa noción de crecimiento continuo, que resulta imposible en un sistema finito, y redistribuir la riqueza dentro y entre los países para asegurarnos de que todos tengan una calidad de vida decente”, resume Trevor Hancock, profesor emérito de política social de la Universidad de Victoria (Canadá).

Esas voces que atraviesan el océano quedan varadas en orillas españolas. Rafael Doménech, responsable de Análisis Económico de BBVA Research, lleva años defendiendo la digitalización contra el alquitrán de la desigualdad. “Aquellos países que más han avanzado en economía digital tienen tasas de desempleo más bajas y menores índices de inequidad”, defiende. La pandemia acelerará la digitalización pero también trae tramontana de cara. ¿Cómo aseguramos la igualdad de oportunidades en esta nueva sociedad digital? ¿De qué forma evitamos que unas pocas empresas se queden con sus beneficios? “En esto, es fundamental garantizar la competencia efectiva”, apunta. “Necesitamos que las ganancias se distribuyan de la mejor forma posible”.

Impacto notable

Un reciente trabajo de CaixaBank Research, la Universidad Pompeu Fabra y el Institute of Political Economy and Governance apuntala esta urgencia. Han analizado con técnicas de Big Data, y de forma anónima, tres millones de nóminas y el titular congela la realidad: “El impacto de la crisis que vivimos está siendo fortísimo, especialmente en algunos colectivos de la población”. Sólo hay que fijarse en el índice de Gini. El indicador básico para medir la desigualdad salarial. “En abril había aumentado más de 10 puntos respecto al nivel que tenía en febrero. Nunca habíamos observado variaciones de esta magnitud en un mismo país en un periodo de tiempo tan breve: en tan solo dos meses creció un 25%. Para hacerse una idea, la diferencia en este índice entre Alemania y Estados Unidos en 2016 era de ese orden”, alerta Oriol Aspachs, director de Estudios de CaixaBank Research. Las ayudas públicas han contribuido a mitigar la desigualdad. Pero el problema es un tizón encendido en 670,900 familias sin ingresos: la miseria. “Tengo 71 años y jamás pensé ver que la duodécima economía más importante del mundo tuviera en 2020 al 27% de la población en condiciones de pobreza. Es tremendo”, lamenta Emilio Ontiveros. Otro economista, José Carlos Díez, advierte: “La pobreza va a ser brutal en 2020 y 2021”.

Philip Alston, antiguo relator Especial de la ONU sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, recorrió 12 días España a primeros de año. La segunda semana de julio presentaba su informe ante la Asamblea General. La cuarta economía de la Unión Europea —escribe Alston en una noticia recogida por EL PAÍS— se recuperó tras la crisis. Pero se han beneficiado sobre todo los ricos, y los poderes públicos han fallado a los pobres. “Como consecuencia de ello sigue habiendo situaciones de gran pobreza muy extendidas [25,3% de la población está en riesgo de exclusión social], una alta tasa de paro [15,33%], un desempleo juvenil crónico, una crisis de la vivienda de enormes proporciones, programas de protección social muy insuficientes, un sistema educativo segregado y anacrónico y políticas tributarias y de gasto que favorecen mucho más a las clases acomodadas que a las pobres”. En montañismo esto sería un ochomil, no una curva.

Pero ahí está España, frente a su Annapurna. The Economist achaca el problema de la pobreza “a que los sucesivos Gobiernos se han concentrado en las infraestructuras de transporte, en un gran país montañoso, antes que en la asistencia social”. Algo así como alta velocidad en vez de comedores. Sin embargo, la miseria exige una cordada más gruesa. La oenegé Oxfam Intermón calcula que si el PIB cae este año un 9% y el paro llega al 19%, el número de pobres podría aumentar en más de 700,000, hasta alcanzar los 10,8 millones de personas.

La creatividad de las ‘especies fugitivas’

Un año antes del magnicidio, el 12 de septiembre de 1962, John F. Kennedy anunciaba, en un discurso histórico en la Universidad de Rice (Houston, Texas), su intención de llegar a la Luna al finalizar la década. “Elegimos ir a la Luna en esta década, y también afrontar los otros desafíos, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles, porque esta meta servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y aptitudes”, lanzó. Pues si algo distingue al ser humano es su capacidad de innovación y de emprendimiento. Anthony Brandt, profesor de composición musical en la Universidad de Rice y David Eagleman, neurocientífico en Stanford, ambos dos referencias mundiales en sus disciplinas, escriben en su libro The Runaway Species (Las especies fugitivas) de 2017: “Por encima de todo, ese impulso implacable nos hace únicos entre las criaturas vivientes. Está integrado en nuestro cerebro, en nuestra biología, y es por eso que no vemos a ardillas construyendo ascensores en las copas de los árboles o caimanes inventando lanchas rápidas… La creatividad vive en la previsibilidad entre explorar lo desconocido y explotar lo que sabemos. Doblamos, rompemos y mezclamos todo lo que observamos, y el fruto de ese trabajo mental resulta en versiones nuevas y mejoradas del mundo”. Ahí reside nuestra esperanza y nuestro futuro como especie. “En un momento de dificultades mundiales, uno de los aspectos positivos de la pandemia es la creatividad que ha inspirado, ya que las personas de todo el planeta han ideado soluciones grandes y pequeñas para superar los desafíos actuales”, reflexiona Anthony Brandt. “Este exuberante ingenio es un buen augurio para enfrentar a más largo plazo amenazas como la pobreza, la desigualdad o el cambio climático. Debemos recordarnos constantemente que la imaginación humana es un recurso ilimitado que nos hace excepcionalmente adaptables y resistentes”. Aunque sea difícil.

Dos fases

“Atravesamos dos fases: amortiguar la caída del consumo y aumentar los ingresos. Hay empresas que se han beneficiado mucho en esta crisis y habría que gravarlas de forma extraordinaria. También está pendiente el impuesto digital y de transacciones financieras; España necesita recaudar más”, resume Íñigo Macías, coordinador de investigaciones de la organización. Año tras año, la progresividad se ha ido diluyendo. En una década, lo recaudado por el impuesto de sociedades se redujo a la mitad, hasta llegar a un 11%. Falla la redistribución, la solidaridad. “Abordar la pobreza necesita recursos sustanciales, y gran parte debería proceder de los más acomodados. Tanto a través de un aumento de los impuestos personales como de una mejor tributación de las compañías que operan de forma global”, recomienda Nicholas Barr, profesor en la London School of Economics (LSE).

Sin embargo, la economía y un capitalismo basado en la codicia de las matemáticas y no en las personas han arrastrado a millones de seres humanos al callejón que discurre entre la precariedad y la miseria. Es hora de escuchar otras voces. Retroceder 15,000 años a un fémur roto. “La lección que enseña esta crisis es que todos somos parte del mismo mundo. Lo que afecta a uno de nosotros puede afectarnos a todos. Tenemos que actuar juntos para combatir las pandemias, luchar contra la pobreza y enfrentar el mayor reto actual: el cambio climático. Solo hay un planeta y debemos cuidarlo juntos o todos podemos perecer”, avisa Peter Singer, profesor de bioética en la Universidad de Princeton. Las decisiones del hombre decidirán si vive en el mejor de los tiempos o en el peor de los tiempos.

Una nueva geometría del mundo

En los últimos meses, la curva parece la geometría que mide el mundo. Y aplanar, el infinitivo que la explica. La idea de ralentizar el avance del virus para que los servicios de salud no se desbordaran ha sido comprendida y aceptada, rápidamente, por cientos de millones de personas. Pero además de evidenciar la fragilidad del ser humano, el coronavirus ha trazado otras curvas que también hay que eliminar, revertir o cambiar. Todos los verbos que lleven hacia una sociedad mejor conjugan bien. El racismo es una curva infinita en Estados Unidos pese a que hace 150 años que se abolió la esclavitud. Los afroamericanos sienten que sus vidas valen menos. El asesinato de George Floyd por un policía blanco el 25 de mayo pasado en una mugrienta esquina de Minneapolis evidencia el escaso valor de la moneda. Pero también las estadísticas —apunta The Economist— revelan que tienen más difícil encontrar paz en sus vidas. Un tercio de los niños negros nacidos en 2001 probablemente pasarán algún tiempo encarcelados, comparado con uno de cada 17 chicos blancos. En 1968, los hogares negros ganaban alrededor del 60% frente a los hogares blancos, y poseían activos que eran menos del 10% de los que tenía una familia blanca típica. La situación continúa siendo la misma o peor. “Esta Administración, a pesar de innumerables llamadas de grupos de derechos civiles, ha llevado a retrocesos sin precedentes que continúan teniendo impactos devastadores, particularmente para las mujeres, personas LGBTQ+ y de color”, critica Vanita Gupta, presidenta de la Conferencia de Liderazgo sobre Derechos Civiles y Humanos. Esta injusticia sucede en un país donde 250,000 personas, según la Universidad de Columbia, mueren al año de pobreza y unas 50,000 se suicidan. La salud mental es otra curva preocupante que da forma al país. Un artículo de mayo de la revista The Lancet advertía de que los efectos sobre el bienestar mental de la pandemia podrían “superar las consecuencias mismas de la covid-19”. España no se libra. La Universidad Autónoma de Barcelona y el Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud (ISTAS-CCOO) analizaron las condiciones de trabajo de más de 20,000 personas durante el confinamiento. El 55,1% mostró alto riesgo en su salud mental. Crecemos hacia un planeta masificado. La población mundial ronda los 7,800 millones de personas pero se espera que sean 8,000 en 2023, 9,000 durante 2037 y 10,000 al alcanzar 2056. Y tratamos a un planeta finito como si sus recursos fueran ilimitados. Los países del mundo necesitan 1,75 tierras para mantener los niveles actuales de consumo, calcula Global Footprint Network. Y ya lo avisa la escritora científica Dawn Stover en The Bulletin: “Podemos construir más ventiladores pero no más planetas”. Podemos perder parte del azul de la Tierra. El consumo mundial de agua —advierte la ONU— se ha multiplicado por seis en los últimos 100 años y aumenta a un ritmo constante del 1% anual debido al crecimiento demográfico y al cambio en los patrones de consumo. Una de las respuestas pensando sobre todo en España —con un 75% de su territorio en riesgo de desertificación— reside en el color. “Hace falta una desalación verde porque el problema de la tradicional es que quema combustibles fósiles”, sostiene el economista José Carlos Díez. Pero las curvas arden. El cambio climático, la inequidad, la pobreza, el racismo, la salud mental, la sobrepoblación, el híper consumo, las enfermedades crónicas. Incluso el propio sentido de la existencia dobla la esquina. En 2014, Zeke Emanuel, oncólogo y director del Instituto para la Transformación Sanitaria de la Universidad de Pensilvania, publicó en The Atlantic un artículo titulado: ¿Por qué espero morir a los 75? Argumenta que vivir demasiado nos deja en un estado de declive, “que no es mucho peor que la muerte, pero es una elección personal”. Una manera de combar la curva final en una nueva geometría del mundo.



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