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La economía política de Trump

2020-11-02

El que el Partido Demócrata haya estado tan estrechamente unido al mundo empresarial desde...

Por Adam Tooze | El País

Han pasado cuatro años desde 2016. En vísperas de unas elecciones históricas en Estados Unidos, merece la pena preguntarse en qué consistió el fenómeno de Trump y qué nos dice sobre lo que es hoy ese país.

Hay que empezar, desde luego, por el propio Trump: el rey de los narcisistas. El presidente de los reality shows. El regreso al niño malcriado, el lado más sórdido de la generación del baby boom. Pero el presidente no sería nadie sin su base: los hombres blancos, los habitantes de zonas rurales en las que gusta incluso a las mujeres. Luego están las tropas de choque, las milicias ciudadanas que se formaron en 2016 cuando Trump llamó a “construir un muro” y los hombres armados hasta los dientes que desfilaron por Charlottesville en 2017. Y los blancos evangélicos, fieles defensores del conservadurismo, que en la época de Reagan fueron la vanguardia de una nueva ola, pero hoy están a la defensiva y ven en Trump a un extraño protector. Trump también inspiró a ideólogos de la derecha en las guerras culturales, personajes como Steve Bannon. Y desde 2016 ha atraído a unas 80 personas de extrema derecha con fortunas de más de 1,000 millones de dólares; el 9% de los más ricos de EE UU. No los gigantes tecnológicos de Silicon Valley, sino dueños de fondos de riesgo, constructoras, casinos y petroleras. En Washington, Trump se apoya en el Partido Republicano, sobre todo en el mismísimo Mefistófeles, el senador Mitch McConnell. Pero Trump no es leal miembro del partido. No procede de sus filas. Entre 2001 y 2009 estuvo inscrito en las filas de los votantes demócratas. La máxima prioridad de McConnell es defender su poder. Y para eso necesita complacer a sus donantes y asegurar la base de derechas que, en el manipulado mapa electoral de Estados Unidos, constituye la única amenaza posible para la mayoría de los senadores actuales. Y es esa base, no la dirección del partido, la que adora a Trump. Por último, a la coalición de Trump hay que añadir los grupos de presión y de intereses del mundo empresarial.

Cualquier presidente republicano sabe que los empresarios le van a recibir con los brazos abiertos. Pero los grandes grupos empresariales no apoyaron demasiado a Trump en 2016. Nunca se habían encontrado con un candidato tan errático y anárquico. Su nacionalismo económico les producía rechazo. Parecía evidente la victoria de Hillary Clinton, y no conviene crearse enemigos poderosos.

Todo cambió la noche del 8 de noviembre de 2016. El poder y el dinero cuentan. Trump llenó su Gobierno de gente del mundo empresarial y el resultado son recortes de impuestos, desregulación y un poder judicial que dictará fallos favorables a las empresas durante décadas. Además, los tres primeros años del mandato de Trump fueron buenos para la economía. Hubo una ligera vacilación en 2019, cuando la escalada de la guerra comercial con China asustó a los mercados. Pero la economía estadounidense se adaptó con una facilidad sorprendente a la nueva actitud agresiva contra Pekín. Quizá Trump podría obtener unas concesiones que no había conseguido nadie. Mientras tanto, la Reserva Federal contribuyó con un estímulo monetario.

Si 2020 hubiera transcurrido como estaba previsto, no cabe duda de que el mundo empresarial habría apoyado firmemente la reelección de Trump. Sobre todo si los demócratas hubieran escogido como candidato a Bernie Sanders y no a Joe Biden, algo que podría haber ocurrido si el virus hubiera llegado unas cuantas semanas antes y hubiera impulsado la campaña de Sanders en favor de la sanidad universal.

Pero los demócratas nominaron a Biden, el candidato más centrista que había. El coronavirus causó la conmoción más grave que ha sufrido la economía estadounidense desde 1945. Y las protestas de Black Lives Matter sacaron a la luz la faceta más fea y polarizadora de la política de Trump.

Todo esto espanta a gran parte de los estadounidenses. Y está profundamente en desacuerdo con la cultura corporativa de las grandes empresas, que presume del mantra de la diversidad. Los líderes del Partido Demócrata no fueron los únicos que se arrodillaron en el verano de 2020. Lo hicieron también los máximos directivos de J. P. Morgan, encabezados por el propio Jamie Dimon. La captación de fondos de Joe Biden ha ido de maravilla. Organizaciones de empresarios como Business Roundtable están promoviendo las nuevas iniciativas contra el cambio climático que son anatema para Trump. La Cámara de Comercio, en otro tiempo el grupo de presión más fiel a los republicanos, ha hecho público su respaldo a una serie de demócratas centristas para la Cámara de Representantes.

La gran esperanza de una gran parte de la clase política estadounidense, tanto demócrata como republicana, es que Trump pierda y sus bases vayan desapareciendo a medida que fallezcan sus partidarios más viejos, Estados Unidos se haga a la idea de ser una sociedad mucho más heterogénea, en la que se oiga a los negros y los hispanos junto a la menguante mayoría blanca y el dominio de los graduados universitarios en la economía y la sociedad se agudice todavía más.

Ahora bien, Trump no es un candidato corriente. La parte más radical de sus partidarios se ha lanzado a la ofensiva. El plan para secuestrar y ejecutar a la gobernadora de Michigan es significativo. Existe la posibilidad innegable de una crisis constitucional. Y, vista la experiencia, no está claro cómo reaccionarían los republicanos del Congreso y el Tribunal Supremo. Cada bando teme que el otro intente amañar las elecciones. En los mercados financieros, los gestores de fondos se han asegurado contra el posible caos político en noviembre mediante la compra de VIX, el llamado índice del miedo.

Podemos protegernos contra las turbulencias. Pero protegerse contra una gran recesión es mucho más difícil, y ese es el peligro si los demócratas llegan a la Casa Blanca, pero no ganan en el Senado. En ese caso, es previsible que McConnell se convierta en una oposición implacable. En 2009, Obama dispuso de dos años para sacar adelante un estímulo fiscal y su reforma de la sanidad. Biden tendría trabas desde el inicio. Sin estímulos, las perspectivas para la economía y para decenas de millones de ciudadanos son muy pesimistas.

Hay una tercera posibilidad. Que gane Biden. Que los demócratas ganen en el Congreso. Y que sean ellos los que se pongan la zancadilla a sí mismos. En retrospectiva, muchos piensan que esta es la amarga lección de la presidencia de Obama: un Gobierno de tecnócratas reformistas que tenían miedo de su propia sombra. En 2020 las deudas se han disparado en todo el mundo. Biden habla bien sobre las energías verdes y la sanidad, pero no hay que descartar la posibilidad de un desastre autoinfligido. El que el Partido Demócrata haya estado tan estrechamente unido al mundo empresarial desde la época de Bill Clinton hace que ahora esté lleno de ideas disfuncionales sobre déficits y deuda.

Irónicamente, lo mejor para la economía estadounidense en 2020 sería una abrumadora victoria demócrata con una poderosa minoría de izquierdas, encabezada por figuras como Alexandria Ocasio-Cortez, que presione para obtener la inversión en infraestructuras y las reformas asistenciales que con tanta urgencia necesita el país. Quizá las empresas intentarían eludir las normas y los impuestos. Seguramente, habría una reacción en los tribunales. Pero un programa así no solo permitiría crecer, sino que sería la única posibilidad de volver a consolidar la sociedad estadounidense y convencer a los trabajadores de que el Gobierno también piensa en ellos. Con desafíos como el cambio climático, con la profunda polarización existente en Estados Unidos, limitarnos a esperar a que la demografía y los cambios estructurales hagan desaparecer a las bases de extrema derecha es peligroso. Fue lo que hicieron los demócratas en 2016. Y ya sabemos cuál fue el resultado.



maria-jose