Editorial

Neoliberalismo intangible en México

2020-11-28

Durante siglos, muchas de las naciones que hoy conforman Europa, expoliaron, por medio de la fuerza...

Emiliano Monge

Durante siglos, muchas de las naciones que hoy conforman Europa, expoliaron, por medio de la fuerza y la violencia, al resto del planeta.

Dicha situación, que parecía norma intrínseca, constitutiva de las guerras de conquista, esclavitud y exterminio, resultó, además de en la acumulación de capital y materias primas que determinaron al mundo, en la de bienes culturales.

Las grandes capitales de lo que hoy es Inglaterra, Francia, España, Portugal, Italia, Alemania, Bélgica u Holanda —países que, por cierto, también se conquistaron, esclavizaron y expoliaron entre sí—, se llenaron de objetos, piezas y vestigios que representaban otras formas de entender el mundo y la vida.

Además de al coleccionismo privado —algún día, tal vez, estemos listos para discutir si este debe ser ilegalizado en todas sus variantes—, la concentración de aquello que había sido tallado, tejido o escrito a miles de kilómetros, dio lugar a los museos, como los conocemos hoy en día. Entonces se pensó que dichos espacios —contaban con dinero y eran obra de los civilizados— aseguraban la conservación del patrimonio común.

Pero ni el coleccionismo privado ni los museos ni, en menor medida, el espacio público europeo, en tanto también fue convertido en vitrina de victoria, es decir, en otro sitio de exhibición de aquello que había sido arrancado de las manos del vencido —un obelisco, una esfinge, un torii sintoísta, un arco maya, una escultura inca—, consiguieron cumplir con su promesa; no pudieron, pues, salvaguardar el pasado material de los pueblos del planeta.

La Segunda Guerra Mundial no solo destrozó el espacio público europeo y reconfiguró la mayoría de las colecciones privadas que entonces existían, sino que también significó el expolio del expolio: fueron muchos los museos desvalijados y fueron cientos, miles las piezas que cambiaron de manos o que se extraviaron. Entonces, durante los años que siguieron a la reconstrucción del mundo y a la recuperación de lo perdido, se llevaron a cabo las mayores discusiones que hasta ahora se hayan dado sobre la conservación del patrimonio de la humanidad.

Gracias a dichas discusiones se alcanzó, en 1964, la firma de la Carta de Venecia, también llamada Carta Internacional para la Conservación y Restauración de Monumentos y Sitios, y, ocho años después, en París, se logró aprobar la Convención del Patrimonio Mundial Cultural y Natural de la Unesco, según la cual todos los países firmantes debían valer, promover y asegurar el patrimonio cultural material del mundo, entendiendo por esto, es decir, por patrimonio cultural material, las piezas, los monumentos, los conjuntos y los lugares que fueran obra del hombre. El objetivo era, estaba claro, además de conservar, evitar nuevos expolios.

Veinte años después de la Convención de París, sin embargo —en el momento en que el neoliberalismo ponía en peligro las piezas, los monumentos, los conjuntos y los lugares (todo, absolutamente todo volvía a ser susceptible de convertirse en mercancía) y aceleraba, aún más, una globalización en la que lo central era diluir las identidades locales en nombre de una identidad mundial—, se entendió que el patrimonio cultural de la humanidad no era únicamente tangible, es decir, que no era tan solo material (esculturas, códices, pinturas rupestres), sino que era también intangible, es decir, que era también inmaterial (danzas, comidas, fiestas). Y, en consecuencia, se empezó a discutir cómo hacer valer, cómo promover y cómo asegurar su conservación.

Entonces, diez años después, hacia finales de 2001, la Unesco reconoció el patrimonio cultural inmaterial o intangible como “los procesos asimilados por los pueblos, junto con los conocimientos, habilidades y creatividades que los nutren y que ellos desarrollan, los productos que crean y los espacios y demás aspectos del contexto social y natural necesarios para que perduren”. En otras palabras, el patrimonio cultural intangible, cuya declaración se precipitó, precisamente, por la acción del sistema que quería destrozarlo, es decir, por el neoliberalismo, convirtió las tradiciones de los pueblos, expresadas a través de la lengua, la música, el baile, los rituales, los mitos, las cosmovisiones y el saber detrás de los oficios y de las artesanías, en riquezas que debían ser conservadas, reconocidas, fomentadas y reforzadas porque yacían en peligro de desaparecer.

Desde entonces, el patrimonio cultural de la humanidad, cuya conservación, está de más decir, nos corresponde a todos y cada uno de los habitantes del planeta, se divide en tangible e intangible, es decir, en material e inmaterial, que no es otra cosa que en hechos concretos y en hechos no concretos o, lo que es lo mismo, en actos y en símbolos. Actos y símbolos: curiosamente, de esta manera también podemos dividir a los sistemas económicos y políticos. Por ejemplo, al neoliberalismo, que, ya dije, fue la acción que precipitó la reacción que hoy salvaguarda, además, aquello que se conoce como patrimonio vivo de la humanidad: conocimientos, habilidades, tecnologías y saberes que se siguen transmitiendo de generación en generación.

¿Cuáles serían, entonces, los actos y los símbolos del neoliberalismo? ¿Cuáles serían, pues, sus hechos concretos y sus hechos no concretos? ¿Cuáles sus patrimonios tangibles y cuáles sus patrimonios intangibles? Por patrimonio, está claro, debemos entender un bien que se hereda o que se adquiere —incluso si se adquiere como decía al comienzo de este artículo: expoliando—. En este sentido, patrimonio tangible del neoliberalismo serían, por ejemplo, la privatización de las empresas públicas y la desregulación de los mercados, en tanto que parte de su patrimonio intangible serían, por ejemplo, el pensamiento de Alexander Rüstow y la fe en el libre mercado.

Pero cambiemos la pregunta: ¿puede haber un neoliberalismo que solo sea tangible? Es decir: ¿es posible que el neoliberalismo elimine su patrimonio intangible y se limite a funcionar con su patrimonio tangible, es posible, pues, un neoliberalismo que solo sea de hechos concretos y no de hechos no concretos, que solo sea de actos y no de símbolos? Un neoliberalismo, digamos, que reduzca el gasto público y conserve su patrimonio fiscal, pero simule mermar a las grandes corporaciones. Parece ser que sí. Y que México, que el actual Gobierno de México está empeñado en demostrarlo.

Cambiemos la pregunta otra vez, dándole la vuelta: ¿se puede solo combatir el neoliberalismo intangible? Es decir, ¿se puede ser neoliberal sin serlo de manera simbólica? Me parece que sí y que, de nueva cuenta, el actual Gobierno de México está empeñado en demostrarlo: de ahí que no se lleven a cabo los actos que mermarían el patrimonio tangible heredado o adquirido; de ahí que la transformación alcance tan solo a los símbolos.

De ahí que no se corten los vínculos entre el poder político y el económico, aunque se represente ese rompimiento; de ahí que la mayoría de los contratos federales se lleven a cabo sin licitaciones, aunque se escenifique el fin de la corrupción con procesos que no avanzan del proceso; de ahí que el medio ambiente sea tan solo el subsuelo donde yace el petróleo, aunque se monte un jardín etnobotánico en Chapultepec.

Al parecer, en México está siendo inaugurada la siguiente fase del neoliberalismo. Antes que, frente a su final, estamos frente al momento en que el neoliberalismo asegura la conservación de su patrimonio tangible, al tiempo que abandona la de su patrimonio intangible: los actos, ya lo dije, están siendo revestidos con nuevos símbolos.

Por supuesto, espero estar equivocado. Espero, pues, que el tan anunciado fin del neoliberalismo mexicano, empiece, en algún momento, a combatir también su patrimonio tangible —la reforma contra el outsourcing es importante—.

Por lo pronto, sin embargo, además de ciertos excesos particulares y un discurso reiterativo y encendido, no parecería haber otra transformación.



JMRS
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