Calamidades
2020 un año maldito
Monserrat Domínguez | El País
La portada de este nuÌmero especial retrata toda la angustia, el dolor y la incertidumbre que han marcado a fuego este 2020. Son dos sanitarias que se abrazan y lloran la muerte de Esteban PenÌarrubia, enfermero del hospital Severo Ochoa de LeganeÌs (Madrid), uno de los primeros profesionales de nuestra sanidad puÌblica viÌctima de la covid-19. DespueÌs de los ancianos, y su injustificable abandono en las residencias, el personal sanitario es el que ha pagado un precio maÌs alto —en vidas y en contagios— en la lucha contra el virus, al que se enfrentaron en los primeros momentos completamente desprotegidos.
2020 ha sido un anÌo negro, sin paliativos. Nunca sospechamos que la globalizacioÌn era tambieÌn esto: un minuÌsculo meteorito que impacta en Wuhan (China) y transmite su capacidad de destruccioÌn a la velocidad del rayo hasta el uÌltimo rincoÌn del planeta. No lo vimos venir, no estaÌbamos preparados y hemos pagado nuestra soberbia con maÌs de un milloÌn y medio de muertos en todo el mundo y el colapso de nuestras economiÌas. Nos creiÌamos a salvo en nuestras sociedades hiperprotegidas, e hicimos oiÌdos sordos a las senÌales anticipatorias que lanzaron otros virus, y a quienes pediÌan planes de contingencia.
Para ser justos, la ceguera no es exclusivamente institucional: los votantes tendemos a no prestar atención a políticos, gestores o científicos que pidan recursos para cualquier amenaza que nos resulte invisible o incomprensible. Es el caso de la covid-19. Y ni siquiera cuando se materializó esa amenaza fue suficiente para algunos: hemos visto gentes por la calle sin mascarilla, clamando “¡libertad!”, y furibundos usuarios de redes sociales diseminando otro peligroso virus, el de la desinformación. Hay quienes desde sus despachos oficiales se convirtieron en apóstoles del negacionismo y aplicaron sin escrúpulos el manual básico del buen manipulador: ante la incertidumbre, exagera la confusión, desacredita a los expertos, niega la evidencia y señala un culpable. Por cierto, Donald Trump apura sus últimos días en la Casa Blanca, enfrascado precisamente en la búsqueda de culpables, tras perder las elecciones contra Joe Biden por más de siete millones de votos.
Inmunidad de rebaño. Doblegar la curva. Fómites. Antígenos. Pangolín. Hidroalcohólico. Aerosoles. Confinamiento. Carga viral. Rastreadores. Tasa de incidencia… La inflación de nuevas expresiones, términos técnicos y palabras durmientes que incorporamos a nuestro lenguaje cotidiano en 2020 demuestra lo excepcional del año. Algunas, como nueva normalidad, nos parecieron mágicas hasta que descubrimos su endeblez. Desempolvamos también el lenguaje bélico: frentes, retaguardias, toques de queda, batallas ganadas y perdidas, estrategias fallidas, víctimas, héroes y un enemigo común. Los ciudadanos, primero en Italia, luego en España y después en el resto del mundo, encontramos una expresión más pura y emocionante que toda la glosa épica: los aplausos desde el balcón, cada día a las ocho de la tarde, en homenaje a quienes nos han mantenido con vida.
El rayo de esperanza ha llegado en los últimos compases del año. La británica Maggie Keenan, de 90 años, sonreía al recibir la primera dosis de la primera vacuna anticovid en nuestro entorno, un golpe de efecto que el Reino Unido quería capitalizar a toda costa ahora que rompe definitivamente con la Unión Europea. Así que la globalización también era esto: un formidable esfuerzo científico, económico, cooperativo y logístico transnacional para encontrar, fabricar y distribuir en tiempo récord el antídoto contra uno de los virus más escurridizos de la historia.
Además del mecanismo preciso de cómo actúa en nuestros cuerpos el SARS-CoV-2, seguimos sin saber muchas otras cosas. La profundidad de esta segunda y brutal recesión económica —la segunda en apenas dos décadas del siglo XXI—, por ejemplo, o cuándo llegará la recuperación, o la influencia que tendrán los cambios tecnológicos acelerados en nuestras vidas personales y laborales. No sabemos cuánto tiempo habrá que estirar la solidaridad colectiva para atender las largas colas del hambre. Pero sí sabemos que seguimos siendo vulnerables, y quizá uno de los grandes aprendizajes pendientes sea cómo lidiar con nuestros sentimientos de fatiga, angustia, soledad, irritación y pena.
Testigos de una realidad confusa y desgarradora, en El País Semanal hemos acudido a la cita con los lectores cada domingo de este año maldito, y este número que tienen entre manos es el resumen de este esfuerzo de fotógrafos, periodistas y editores, a veces en circunstancias muy difíciles, por conocer y transmitir la dura realidad que se vivía en residencias, hospitales, funerarias, camposantos y en la intimidad de muchos hogares.
A principios de abril, uno de nuestros reporteros pasó tres días en un gran hospital de Madrid para vivir de primera mano la lucha encarnizada que se libraba contra el coronavirus. Volvió a casa: evitó el contacto físico con su mujer y sus niñas, desinfectó lo que llevaba encima, se frotó la piel en la ducha hasta casi despellejarse. Miró con aprensión el bloc donde había anotado todo lo que había visto, lo que le habían contado. Lo metió en el horno, por si acaso. Milagrosamente, la tinta no se borró. Y así pudo —pudimos— contarlo.
Jamileth
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