Espectáculos

Luis Miguel: El sol y su sombra

2021-04-16

El muchacho está furioso y, al mismo tiempo, abatido. Acaba de quedarse huérfano. Sus...

Alaíde Ventura Medina | The Washington Post

Alaíde Ventura Medina es escritora y antropóloga veracruzana. Autora de los libros ‘Entre los rotos’ y ‘Como caracol’.

En una cama de hospital yace un hombre menudo de facciones angulosas. Con ademán esforzado, se retira la mascarilla del respirador artificial para enunciar unas últimas palabras. Es la representación del villano arquetípico: perverso, pérfido, malo, maligno, malísimo. Pero hasta los villanos arquetípicos tienen fecha de expiración.

Un muchacho de porte impoluto se inclina ante el cuerpo. En un despliegue de adultez impetuosa, exige respuestas, reparaciones:

—¿Dónde está mi mamá?

—Tú ya sabes dónde está —responde el hombre.

Ahora no hay mueca ni burla ni signos vitales.

El muchacho está furioso y, al mismo tiempo, abatido. Acaba de quedarse huérfano. Sus ojos, todavía tiernos, tendrán que acostumbrarse al desconsuelo.

Sin embargo, esta es la cosa con los villanos arquetípicos: nunca mueren, no del todo.

La primera temporada de Luis Miguel: la serie, protagonizada por Diego Boneta, logró integrar a la audiencia de varios países en torno a una tragedia común. Bastó remover una de nuestras fibras más sensibles: el odio al padre. A ese padre. Que levante la mano quien, ante la figura del Páter despótico, no se haya identificado con la ambivalencia enojo-miedo.

Luisito Rey fue depositario de tirrias y fobias que no sabíamos que teníamos o que intentábamos olvidar. Según lo cuenta la serie, el andaluz explotaba a su hijo, a ese querube de pelito rubio y tesitura de soprano que transmutaría en un Adonis tropical; y además maltrataba a su esposa, quien —también, de acuerdo con la serie— era poco menos que un ángel. Luisito era vicioso, vengativo, tacaño y pendenciero. Además, los últimos capítulos de la primera temporada sugieren que era básicamente un criminal.

Luisito murió sin redención, soterrando la única esperanza que le quedaba a Luis Miguel para encontrar a su madre, y encima lo hizo a su modo, disfrutándolo.

Lo que Luis Miguel ignoraba, frente al cuerpo inerte de Luisito Rey, era que el villano no moría, no realmente. Tan solo se convertía en La Sombra.

La Sombra toma la forma de un monstruo acechante o suprimido —¿qué clase de luto se le rinde a un padre asesino?—. También puede habitar aquella parte oscura que hay en cualquier ser humano, Luis Miguel incluido, y edificar un hogar hecho de temores y odios. Aprendemos a vivir con La Sombra. Lo que a veces nos falla es saber distinguirla.

Luis Miguel, el de carne y hueso, se volvió vicioso —no lo digo yo, lo han dicho Sergio Riesenberg y Roberto Palazuelos—. ¿Y vengativo? Pues, habría que pensar si podemos llamar venganza a la fabricación de una narrativa que empuje unidireccionalmente al desprecio a un personaje —su padre, sin ir más lejos—. El hecho de que él sea el productor ejecutivo lo convierte en el cronista de su epopeya familiar; por lo menos, asumimos que ha validado la versión que le mostraron los creadores de la serie. Desde ese sitio privilegiado, el ídolo moldea su mitología. Acomoda los hechos a conveniencia, igual que hacemos todas —aunque, nosotras, sin el respaldo de una superproducción televisiva—. Atrás quedaron las encarnizadas peleas de Luis Miguel con sus biógrafos no autorizados. Esta historia sí es la buena.

En uno de los capítulos de la nueva temporada, que se estrena el 18 de abril en Netflix, alguien lo increpa —ironía extradiegética—:

—Deja ya de hablar de tu infancia como si hubiera sido una tragedia.

¡Pero la segunda temporada apenas empieza!

El narrador, así, se reapropia del silencio de Luisito. Ahora es Luis Miguel quien tendrá la última palabra, y parece que su objetivo es convertir el mito en hecho; pero cuidado, Micky, que ya se alcanza a distinguir La Sombra.

La segunda temporada de Luis Miguel: la serie explotará algunas flaquezas del héroe: fallas que humanizan al semidiós, que nos recuerdan su naturaleza terrena. Sabemos que Luis Miguel bebe en exceso, que consume sustancias cuestionables, que se comporta errático en los conciertos y que, además de todo, es un padre deficiente —el mito, finalmente, depende de la repetición— y sin embargo, lo amamos, qué remedio.

En la nueva entrega, Luis Miguel se ha vuelto obsesivo. La búsqueda de su madre, Marcela, consume toda su energía. Se enfrenta a su familia paterna, que no vacila en hacer supurar la llaga. Al verlo tan atribulado, tan embebido en ponzoña, un viejo amigo le pregunta: “Micky, ¿para qué quieres saber la verdad?”. Más: “¿Cuál verdad?”. Más, hasta alcanzar la ontología: “¿Existe la verdad?”.

Eso que llamamos verdad no corresponde a las categorías míticas. No podemos hablar de verdades ante una figura divinizada, astro hermoso y apolíneo en la cosmogonía celeste pop. Abajo, en la Tierra, las mortales nos apropiamos de la narrativa sin el menor empacho, la volvemos sobremesa, la ensuciamos con nuestros propios datos. En lo que respecta a Luis Miguel, la rumorología es la norma: que si Marcela está en Argentina, que si el verdadero Luismi está muerto, que si se peleó con Armando Manzanero.

Luis Miguel: la serie es la versión más o menos oficial del ascenso —¿y caída?— de un ídolo. Luis Miguel abre —o finge abrir— heridas dolorosas, y nos las regala. Nosotras, narcotizadas de hormonas como a los 15 años, escuchamos atentamente —hablo por mí—. En esta historia él flaquea, pero no tanto; comete errores, sí, pero los demás cometen más y mucho peores.

Sin embargo, ha pasado el tiempo y ya no soy una adolescente. Si atiendo a la versión de Luis Miguel no es porque crea cada una de sus palabras, sino que todavía me gusta escuchar su voz —si ellos están mintiendo, por favor, defiéndete—. Será que andamos escasas de semidioses. Y siempre fue nuestro sueño que él nos cantara al oído.



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