Muy Oportuno

Y yo, ¿Por qué tengo que sufrir? 

2021-05-10

Cuenta una leyenda que, en una ocasión, una mujer budista acudió al templo con su...

Sergio Cóordova

Sólo podemos entender el lenguaje de la cruz por medio de la fe, que nos coloca en el punto de vista de Dios. (Marcos 8, 27-35)

Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas.» Y él les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo.» Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.» Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. 

Reflexión

Cuenta una leyenda que, en una ocasión, una mujer budista acudió al templo con su hijo muerto. Su niño era una criaturita de seis años. Lo llevaba en brazos y, con lágrimas en los ojos, le gritaba a la imagen de Buda pidiendo que lo curase. Y el Buda le dijo que se lo podría traer de nuevo a la vida si ella le llevaba unas semillas de mostaza. Pero con una condición: debían ser semillas recogidas en la casa de alguna persona que no estuviera sufriendo ningún dolor desde el año anterior. La mujer dio un salto de júbilo y salió corriendo a buscar lo que se le pedía. Fue de casa en casa hasta que recorrió casi toda la Tailandia. Al poco tiempo volvió a Buda con las manos vacías. Pero esta vez ya no pidió la curación de su hijo. Había comprendido que no hay ningún hombre sin sufrimiento en esta tierra.

¿A cuántas personas conoces tú, amigo lector, que no sufran algo en la vida? A veces nos puede dar la impresión de que fulanito o menganito no tienen problemas ni sufrimientos... ¡Parece que todo les sonríe y les salen las cosas como ellos las habían planeado!: tienen dinero, gozan de comodidades, buena fama, de una posición económica y social afortunada, amistades, etc., etc., etc.. Diríamos que son personas con bastante “suerte” o que el “destino” les ha favorecido. Pero, en el fondo, yo creo que esos juicios son demasiado ligeros y no tienen ningún fundamento de verdad. Además de que, al hablar así, están demostrando una fe no muy grande en la Divina Providencia. También aquí se cumple el refrán de que “el jardín del vecino siempre parece más verde”... 

Yo diría, más bien, que mucha gente “aparenta” ser feliz, como la historia de Garrik. ¿La recuerdas? ¡Son máscaras de felicidad! Y no digo yo que no existan personas verdaderamente felices. Por supuesto que las hay. ¡Y muchas, gracias a Dios! Pero lo que quiero subrayar ahora es que todos, absolutamente todos en esta tierra, tenemos que sufrir. Y de hecho, sufrimos. ¿Quién no ha tenido, en efecto, una enfermedad, un dolor, un accidente? ¿o una pena personal muy honda por motivos económicos, familiares o espirituales? ¿Y quién no ha sufrido alguna vez el dolor por un problema de un hijo, una enfermedad del esposo, de la esposa o de los propios padres; o la muerte de un ser querido? Y, además, ¡cuántos sufrimientos morales invaden, a veces de improviso, la casa de nuestra alma: pesares, tristezas, depresiones, fracasos, angustias, tribulaciones por tantísimos motivos! La listas de posibilidades es casi infinita.... 

Y lo curioso es que, cuando nos sobreviene cualquier dolor, casi nunca estamos preparados. Siempre nos coge de sorpresa, a pesar de que el sufrimiento es algo tan común en todos los mortales. Es más, diría yo sin temor a equivocarme que el dolor es un elemento esencial en la vida de todo ser humano; y con mayor razón de todo cristiano. De todo ser humano porque nadie vive, de hecho, sin él; y de todo cristiano porque la cruz es el signo de su identidad. ¿Cuál es, si no, lo primero que una madre cristiana enseña a su niño pequeño? A hacer la señal de la cruz. Y es este signo, en efecto, lo primero que hacemos todos cuando iniciamos una oración y, tal vez, hasta llevamos una cruz colgada en nuestro pecho. Somos cristianos porque seguimos a Cristo y somos sus discípulos. Y sólo existe un Cristo: el Crucificado y el Resucitado por nuestra salvación.

El evangelio de hoy, con su mensaje eterno, nos confirma esta enseñanza. Después de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, nos cuenta san Marcos que Jesús comenzó a instruir a sus apóstoles: “El Hijo del hombre –les dijo– tiene que padecer mucho, ser condenado por los sumos sacerdotes y por los ancianos del pueblo, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. El sabía muy bien que ése era el camino de nuestra redención. Más aún, pudiendo haber escogido otros caminos diferentes para salvarnos, quiso escoger precisamente éste. ¿Por qué? Es un misterio. Pero, al menos, estamos seguros de que el camino de la cruz es el más conveniente para nuestra salvación porque fue el que eligió nuestro Redentor. 

Cuando Pedro quiso apartar al Señor de esta senda –pues, al igual que nosotros, no entendía por qué su Maestro tenía que sufrir– se llevó la gran “reprimenda” de su vida: “¡Apártate de mi vista, Satanás! –le dijo el Señor a su apóstol predilecto– porque tú piensas como los hombres y no como Dios”. Es decir, que sólo podemos entender el lenguaje de la cruz por medio de la fe, que nos coloca en el punto de vista de Dios.

Y, al final de este evangelio, nuestro Señor añade: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Enseñanza contundente, clarísima, ineludible. Si somos cristianos, hemos de seguir a Cristo abrazando con fe y con amor nuestra propia cruz. Entonces, ¿por qué nos extrañamos cuando ésta se presenta en nuestra vida? Hemos de pedirle a nuestro Señor, más bien, la generosidad, la fortaleza y el amor necesarios para ser cristianos de verdad, siguiéndolo por el mismo camino que va recorriendo El, delante de nosotros.



aranza