Calamidades

La Ciudad de México y el Metro: historia de un amor trágico

2021-05-11

Así surgió una nueva especie urbana, el “usuario”, que comenzó a...

Héctor de Mauleón, The Washington Post

El caricaturista Abel Quezada tituló Un subway llamado deseo un cartón publicado en el periódico Excélsior en los días exultantes de 1965 en los que, en Ciudad de México, se discutía la posibilidad de construir un sistema de trenes subterráneos que resolviera los problemas de movilidad que la capital mexicana arrastraba desde hacía varias décadas.

En 1935, cuadras enteras del centro de la ciudad habían sido arrasadas para abrirle paso al auto. La antigua avenida de San Juan de Letrán, víctima mayor de aquel proyecto de ensanchamiento, vio caer en unos meses construcciones que databan de siglos, como el convento de Santa Brígida, construido en 1745.

Los embotellamientos, sin embargo, no se resolvieron. Y aunque el servicio de tranvías y camiones de pasajeros cubría prácticamente todos los puntos de la ciudad (tan solo el tranvía contaba con 350 kilómetros de vías), resultaba ya imposible satisfacer el problema de transportarse en una ciudad que había pasado de poco más de tres millones de habitantes en 1950 a cerca de cinco millones diez años después.

El escritor Marco A. Almazán dejó en periódicos como Novedades y Excélsior estampas que narraban, desde la esquina del humor, la proeza que significaba abordar un camión (había que esperarlo a veces hasta una hora), abrirse paso a lo largo del pasillo atestado de pasajeros, conservar el equilibrio en medio de los baches, los topes, los hoyancos… y evitar, al mismo tiempo, las hábiles manos de los carteristas. Atravesar la ciudad en esos camiones era, además, lentísimo.

En 1960, durante una misión comercial a Japón, Bernardo Quintana, fundador de Ingenieros Civiles Asociados (ICA), y varios funcionarios del gobierno mexicano, visitaron el Metro de Tokio. Los deslumbró su comodidad, rapidez y limpieza. Al volver, Quintana mandó a hacer los primeros estudios de ingeniería y mecánica de suelos.

¿Sería posible hacer un Metro en una ciudad en la que para entonces no quedaba prácticamente nada de lo que se construyó en los siglos XVI y XVII, debido a la sismicidad y las frágiles características del subsuelo? Estos factores habían constituido la peor pesadilla de los habitantes de la Nueva España, que cada 30 años se veían obligados a demoler, nivelar, enderezar y volver a construir sus casas.

El regente de la ciudad en ese momento, Ernesto Uruchurtu, rechazó el proyecto, alegando su alto costo y aduciendo que el subsuelo impedía la construcción de un sistema de túneles. Uruchurtu fue el gran impulsor de las grandes obras ancladas al automóvil: el Periférico y el Viaducto.

En 1966 llegó en su lugar Alfonso Corona del Rosal, quien entendió que el futuro de la movilidad urbana se hallaba en el Metro. Un crédito a 30 años del gobierno francés permitió que la obra arrancara a mediados de 1967. Estaba vigente aún el “milagro mexicano”, ese afán desarrollista que caracterizó esa era del hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), que cristalizó en megaproyectos como la construcción de la Unidad Tlatelolco, el monstruo inmobiliario de 12,000 departamentos y 102 edificios.

El 5 de septiembre de 1969, 26 meses más tarde, el presidente Gustavo Díaz Ordaz inauguró los primeros 11.5 kilómetros de la Línea 1. El Universal calculó que ese día hubo frente a las taquillas medio millón de personas. A las 11:00 de la mañana los boletos se habían agotado.

Once meses después funcionaban ya diez estaciones de la Línea 2, y para fines de 1970 la Línea 3 se hallaba en marcha. El impacto fue brutal. Muy pronto, el Metro se volvió el nuevo sistema circulatorio de la metrópoli, logró que las muchedumbres que antes saturaban las calles se desplazaran ahora bajo la tierra. Así surgió una nueva especie urbana, el “usuario”, que comenzó a gastar parte de su vida de modo subterráneo y aprendió términos como “horas pico”, de vagones abarrotados.

El Metro domesticó a los capitalinos en las artes del empellón, la supervivencia en medio del hacinamiento, la siesta entre estaciones, la lectura de pie, el aprendizaje de la elegancia en las tiendas de las zonas de trasbordo como Zapico y Milano. No solo pobló el paisaje urbano con sus emblemas como los vagones anaranjados y la simbología de las estaciones diseñada por Lance Wyman, también devolvió a la ciudad algo que había olvidado: los vestigios de su pasado en forma de las ruinas arqueológicas que aparecieron durante las obras.

El Metro no solo trajo el futuro, también trajo el pasado de vuelta y por eso está asociado a lo que somos.

Durante el gobierno del presidente Luis Echeverría la expansión del Metro se detuvo. Le gustaba solo cortar listones de obras planeadas por él. Durante su sexenio ocurrió, sin embargo, el que durante casi medio siglo fue el peor accidente en su historia: el choque de vagones, en octubre de 1975, que dejó 31 muertos y más de 70 heridos.

El tramo final de la era del PRI estuvo marcado por crisis, escándalos de corrupción y devaluaciones. Con todo, la red se siguió ampliando en los sexenios de José López Portillo (Líneas 4 y 5), Miguel de la Madrid (Líneas 6 y 7, parte de las Líneas 8 y 9), Carlos Salinas de Gortari (Línea A y Línea 8) y Ernesto Zedillo (Línea B).

En el año 2000, tras un cuarto de siglo de expansión ininterrumpida, la llegada a la ciudad de un gobierno de izquierda, encabezado por el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador, significó el olvido del Metro. Su gobierno apostó por el regreso a la superficie con el Metrobús. Pareció el comienzo de otra era: la del Metro como emblema de los sueños faraónicos del pasado, algo que había que empujar para que la ciudad viviera, aunque no con demasiado entusiasmo.

Tras décadas de servicio, todo había envejecido, todo se fue deteriorando. Resulta significativo que a lo largo de 40 años no volvió a presentarse un accidente de envergadura en el Metro, hasta que en mayo de 2015 volvieron a chocar dos trenes. Para entonces, un sistema diseñado para recibir a tres millones de personas al día se ahogaba moviendo a 4.5 millones. Las fallas se volverían una constante: incendios, desplome de escaleras, accidentes diversos.

Esta historia cierra de modo trágico. En el periodo 2006-2012, desde la jefatura de Gobierno en la que acarició el sueño de catapultarse como candidato a la presidencia, el actual canciller Marcelo Ebrard decidió crear la Línea 12 hacia Tláhuac, una zona marginada de altísima movilidad.

Esa línea —cargada de sobrecostos, errores de planeación y cambios de último momento— colapsó el pasado 3 de mayo, asestando un doloroso hachazo en el alma de la ciudad y un misil que indefectiblemente va a explotar o ha explotado en el corazón de la izquierd



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