Miscelánea Humana

La culpa los atormenta por el contagio de COVID-19 a un ser querido

2021-05-24

“Carol, ¿tengo que esperar de pie 20 minutos para que me sientes? Hay diez mesas...

Por LUIS ANDRES HENAO y JESSIE WARDARSKI

SHARON, Massachusetts, EU (AP) — Durante un año, Michelle Pepe rezó el kadish todas las mañanas al despertarse y besó la foto de su padre. Consumida por la culpa.

“Papi”, dice, “lamento lo que pasó”.

“Lo que pasó” es el COVID-19. En marzo del 2020, cuando la pandemia se esparcía por Estados Unidos, Pepe viajó de Boston a la Florida para los 80 años de su madre. Cree que le pasó el coronavirus a su padre, quien falleció pocas semanas después.

“La gente se preguntaba, ‘¿cómo se contagió?’. Yo se lo pasé. Así se contagió. Por mí”, dice Pepe sollozando.

“Nadie dijo, ‘es tu culpa, tú se lo pasaste’, pero es la verdad. Es algo que voy a cargar el resto de mi vida”.

Su dolor es algo común en estos días. En todo el mundo cantidades de personas se sienten responsables de la muerte de un ser querido por el COVID-19, convencidas de que ellas los contagiaron. Lamentan un viaje o se angustian por actitudes que pueden haber contribuido a propagar el virus: En los viajes al trabajo, al abrazar a los padres, incluso al comprar comida.

Al cumplirse un año de la muerte de su padre, le tiemblan las manos a Pepe mientras sostiene un retrato de Bernie y Phyllis Rubin, sonrientes y rodeados de sus diez nietos. La foto fue tomada el 8 de marzo del 2020 y es una de las últimas imágenes de la pareja con su familia.

Después del festejo del cumpleaños de la madre, Pepe se quedó en la Florida para cuidar de sus padres durante la pandemia. Cree que contrajo el virus al comprar comestibles para ellos. Tanto el padre como la madre se contagiaron también. Él falleció solo en el Delray Medical Center, sin que sus familiares pudiesen visitarlo.

“No debí haber llamado a la ambulancia” cuando él empeoró, dice la hija ahora. “Eso es lo que me atormenta. Y pensar en él, solo en esa habitación... Sé que estaba muy asustado”.

Hubo un breve funeral, manteniendo distancias. Pepe lo vio vía Zoom, mientras cuidaba a su madre, que sufre de esclerosis múltiple y se recuperaba del COVID-19.

Pepe dice que desde entonces se siente desesperada.

“Estuve perdida mucho tiempo”, comenta. “Hasta que una de mis hijas me dijo, ‘mami, creímos que habíamos perdido al abuelo y no nos dimos cuenta de que también perdimos a nuestra madre’. Ahí comprendí que tenía que superar esto”.

Pepe se unió a grupos de apoyo en la internet, en los que hablaba con otras personas que pasaban por lo mismo. Vio a un médium y a un rabino que le enseñó a recitar la plegaria judía kadish.

El 13 de abril, primer aniversario de la muerte de su padre, rezó el kadish al despertarse y encendió una vela yahrzeit. “Hay que sobrellevar esto”, se dijo camino al cementerio. Lucía una cadena de oro de su padre y el anillo de graduación de la secundaria.

Colocó flores amarillas en la tumba, en la que la lápida dice “Buen esposo, padre y papi, y gran abuelo”. En la familia le decían “papi”. Siguiendo una tradición judía, los familiares colocaron pequeñas piedras.

Fue recordado como una persona que adoraba a sus nietos y los llamaba a diario para ver en qué andaban los Medias Rojas o para invitarlos a un juego al Fenway Park. En los últimos años no podía caminar rápido... a menos que fuese para ver un juego de béisbol. “Entonces se transformaba en Carl Lewis”, cuenta Bob Pepe, esposo de Michelle, quien trabajó con su suegro y fue un gran amigo durante 30 años.

La mueblería que fundó Rubin con su esposa en 1983 creció y dio paso a la cadena Bernie & Phyl’s Furniture, con nueve locales en toda New England.

La pareja aparecía en avisos publicitarios con una música pegadiza. La gente los reconocía en los restaurantes y les preguntaba, “¿tú eres Bernie, de Bernie and Phyl’s, calidad, comodidad y precio?”.

Y Bernie Rubin, igual que en el aviso, respondía: “¡Qué bonito!”.

Al salir del cementerio, Pepe visita la oficina de su padre en Norton. Admira las fotos de peloteros autografiadas que cuelgan de las paredes de los pasillos, que su padre coleccionó desde niño. Entra a la oficina de su padre, llena de retratos de la familia.

Toma su teléfono y lo huele, como hace con su billetera, sus camisas y su perfume, tratando de sentir su presencia. Pero no huele nada. El COVID-19 la privó del olfato y el gusto.

A la hora del almuerzo la familia va al restaurante favorito de Rubin y pide el “Bernie Rubin”, un sándwich que lleva su nombre. Todos los días Rubin iba a Kelly’s Place y pedía un omelet de queso. Y repetía la misma rutina con la mesera.

“Carol, ¿tengo que esperar de pie 20 minutos para que me sientes? Hay diez mesas vacías. ¡Así no se maneja un negocio!”, relata Bob Pepe, imitando la voz de Bernie. “Y ella respondía: Cierra el pico. Bien sabes dónde te vas a sentar. Ve y siéntate”.

Michelle Pepe no puede contener la risa. Poco después, no obstante, se pone a llorar.

“Fue un tormento”, cuenta. “Pero un año después, aquí estoy y puedo reírme de estas historias”.



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