Summum de la Justicia

La guerra contra “las drogas”: medio siglo de derrotas para América Latina

2021-06-17

Una de las grandes paradojas latinoamericanas es otorgar el control de personas y flujos...

Guillermo Garat | El País

El primer día que el abogado peruano Ricardo Soberón asumió como encargado de “combatir la droga” para el Gobierno de Ollanta Humala, en agosto de 2011, un cultivador de coca de la Selva Alta lo llamó con urgencia: la DEA y la policía estaban erradicando su chacra, le dijo. Soberón llamó al presidente y “el mismo día ordenó que todas las unidades de la policía y la DEA retornaran a sus bases”. Era su debut como funcionario, pero ya había marcado el final de su gestión. Su modo de actuar enfureció al ministro del Interior —un exmilitar— e inquietó a la entonces embajadora de Estados Unidos en Perú, Rose Links, y al Bureau of International Narcotics de su país.

Ocho meses después estaba fuera del Gobierno. En el lapso que fungió como “zar antidrogas” de Perú, Soberón vivía las quemas públicas de cocaína incautada con frustración. “Porque soy consciente de los límites de un operativo que no hace ningún efecto al circuito ilegal”, dice. Duró poco en el puesto por la misma razón que lo había llevado a la función pública: Soberón no es un político antidrogas sino un “cocólogo”, como le dicen sus colegas con aprecio. Hoy es director del Centro de Investigación de Drogas y Derechos Humanos de Perú que fundó en 2009, donde canaliza sus trabajos como consultor. Además, su experiencia con la coca viene de familia.

A principios del siglo XX, los abuelos de Ricardo Soberón —Rafael y Esther— eran propietarios de una gran hacienda en Huánuco, entonces principal sembradío cocalero en Perú, donde se dedicaban a transformar la hoja en sulfato de cocaína cuando era legal. El país era el mayor exportador global de coca y sus derivados: una quincena de ingenios la empaquetaban para The Coca Cola Company o hacían el sulfato para el laboratorio Merck de Alemania y farmacéuticas estadounidenses como Parke-Davis, que la refinaban en destino y la distribuían en farmacias del mundo. En 1919, cuando su abuelo Rafael murió de una pulmonía, Esther quedó viuda con 21 años, cinco hijos, dos chacras tupidas de coca y el ingenio. Entonces llegó el hermano de Rafael, Andrés Avelino, y convenció a su abuela de que le transfiriera el negocio.

“Ella se deshizo de todas sus propiedades y Andrés Avelino se convirtió en un gran exportador de sulfato de cocaína entre los años 19 y 39. Mi familia nunca lo olvidó”, cuenta el abogado. La historia de los Soberón sirve para iluminar, desde lo privado y lo público, lo rápido que se torcieron las cosas cuando entró en juego la prohibición: para 1949, su su tío abuelo Andrés Avelino tuvo que cerrar la fábrica por las presiones estadounidenses y buscaba la manera de contrabandear cocaína. Ese mismo año, Perú creó la Empresa Nacional de Coca (ENACO), un monopolio estatal destinado a atender la demanda legal de la hoja de coca, tanto su uso tradicional como su industrialización. Pero también a acabar con el cultivo.

Soberón sueña con una ENACO fuerte y una coca legal que sea comprendida en el mundo. Con ese objetivo en la mira, en mayo de este año entregó a la presidencia del Consejo de Ministros de Perú una hoja de ruta para reformar la empresa estatal. El monopolio que debía acabar con los sembradíos y gestionar la producción legal está actualmente en bancarrota. En Perú hay unas 52,000 hectáreas cultivadas de coca; de ellas, ENACO solo controla 1,000 y paga mal. Soberón quiere una ENACO que supervise la planta sagrada andina mediante control comunitario en asociación con las organizaciones cocaleras. Imagina una coca orgánica, de calidad y “con paz social”, dice. Como en Bolivia.

El país protege a su coca “ancestral” como “patrimonio cultural, recurso natural” y “factor de cohesión social” en la nueva Constitución de 2009 y su control está a cargo de los gremios cocaleros. Ellos son los que fiscalizan, sancionan, otorgan licencias de cultivo, mensuran los predios con drones y llevan el registro biométrico de los campesinos que comercializan en mercados locales.

Un año antes de sancionar la Constitución, en 2008, Evo Morales expulsó a la DEA del país. El efecto de todo este proceso es una evidencia incómoda: desde entonces se ha puesto freno a la violencia y se ha disminuido la destilación de cocaína. Bolivia incauta más pasta base y cierra más laboratorios de reciclaje de manera pacífica que con “guerra”. Los analistas coinciden en que el control social boliviano destruye más laboratorios y cristalizaderos que antes y también ha hecho bajar el área de cultivo, la producción de cocaína y el contrabando de la hoja. El control social no genera violencia contra los campesinos azotados durante décadas con muertos, cientos de heridos y reiteradas violaciones a los Derechos Humanos.

En 1992 Bolivia llegó a producir 550 toneladas de cocaína. En 2017, su capacidad de producir se había reducido a una cuarta parte, según lo ha reconocido la Embajada estadounidense en La Paz.

Derechos Humanos, desarrollo económico, inversión en infraestructura, sostenibilidad ambiental y sobre todo confianza en la forma indígena de resolver conflictos son algunos de los pilares del sistema. Cuando los campesinos plantan más de lo permitido son castigados por su comunidad. Algo que ha hecho bajar los encarcelamientos notoriamente. Al reducir la oferta ilícita, se fortaleció y diversificó la economía lícita. Y el precio de la hoja se estabilizó al alza.

Para poder concretar ese plan, Bolivia debió abandonar también las convenciones únicas internacionales de drogas en 2011, que volvió a firmar en 2013. Entonces se estabilizaron las hectáreas de coca sembradas, apenas sobre el límite de las 22,000 permitidas por el Gobierno. La coca genera unos 500 millones de dólares anuales, o sea un 1,3% del PIB, la décima del sector agrícola. El caso boliviano es una excepción. A la regla se le llama guerra.

De Nixon a Calderón: narcos más ricos que Bill Gates

El miércoles 17 de junio de 1971, hace exactamente 50 años, el expresidente Richard Nixon apareció recio en la sala de prensa de la Casa Blanca y dijo, en aquel discurso famoso, que el “enemigo número uno” de Estados Unidos era “el abuso de drogas” y lanzó una “ofensiva mundial para lidiar con los problemas de las fuentes de oferta”.

Nixon se mostró preocupado por los opiáceos que los combatientes en Vietnam requerían como bálsamo para apaciguar la dureza de la guerra. Su intención, dijo, era preservar la salud de los más jóvenes: “El único camino realmente efectivo para terminar con la heroína es terminar con la producción de opio”. Desde entonces, la producción de opio ha crecido como nunca.

Si pretendía mejorar la salud de los estadounidenses, el fracaso de la guerra contra las drogas ha sido estrepitoso. En 1970, las muertes por sobredosis alcanzaban a uno cada 100,000 estadounidenses. A finales del siglo XX, esta incidencia se había multiplicado por 6. Y en 2019 las muertes superaban las 20 cada 100,000. Estados Unidos llega a la epidemia del fentanilo luego de haber invertido durante medio siglo entre un trillón de dólares y 640,000 millones en todo el mundo, según distintas estimaciones.

El movimiento geopolítico “contra las drogas” quiso frenar el uso e incluso Naciones Unidas llegó a ponerse como objetivo terminar con los cultivos en más de 100 años de convenciones internacionales contra las drogas. Siempre fue un fracaso. Entre 2009 y 2017 el uso de sustancias aumentó un tercio: por lo menos 300 millones de personas usan anualmente alguna sustancia de tráfico ilícito. El precio ha bajado sustancialmente desde entonces. Y las muertes por sobredosis o el uso abusivo crecieron exponencialmente.

 Una guerra cara

Solo en Colombia, entre 1996 y 2016 Washington invirtió casi 10,000 millones de dólares, según la organización no gubernamental Oficina de Washington para América Latina (WOLA). Un 71% de ese total se fue a gasto militar directo. En los últimos años, la inversión policiva se ha moderado. Pero no la ha sustituido la enfocada en objetivos económicos o institucionales, que también ha caído. La proporción entre “cañones y mantequilla”, por usar la vieja metáfora macroeconómica de la elección presupuestaria entre dedicar presupuesto a guerra o a desarrollo, se ha emparejado, pero ha sido a costa de una reducción total de la inversión externa.

Uno de los principales objetivos de Estados Unidos fue México. A mediados de los sesenta, el contrabando de cannabis y opiáceos a través de su frontera sur se consolidaba. Los primeros objetivos fueron los campos amapoleros originalmente sembrados para la Guerra Civil estadounidense del siglo XIX. El jugo del opio también fue importante durante las guerras mundiales. Los traficantes se trasladaron a otros Estados mexicanos y el negocio se hizo cada vez más fuerte. En 1975, en una de las primeras acciones de la guerra contra las drogas financiadas por Estados Unidos fuera del país, los sembradíos de marihuana en la Sierra Madre de México empezaron a ser rociados con Paraquat, un peligroso herbicida. Los contrabandistas igual movieron la flor con el agroquímico para traficantes que la vendían en Estados Unidos. Tres años después, la Universidad de Mississippi analizó decenas de muestras confiscadas en California, Arizona y Texas: un tercio presentaban concentraciones elevadas de Paraquat. Usuarios, congresistas, medios y médicos advirtieron del daño pulmonar que podían causar a los consumidores. Tragar apenas media onza (menos de 15 gramos) de Paraquat era básicamente un suicidio, advertía entonces el New York Times.

No fue el único tiro de la guerra que salió por la culata desde el comienzo. Jamaica recibió a la DEA en 1974 para detener el tráfico de marihuana. Aunque el contrabando paró sostenidamente, otros países del Caribe empezaron a cosechar. Entonces en Colombia comenzó la “bonanza marimbera” para abastecer a Estados Unidos, germen de los carteles de Cali y Medellín. Cuando estos clanes cayeron se multiplicaron otros que dieron nacimiento al imperio mexicano.

En 1970, un grupo criminal prácticamente monopolizaba el tránsito global de cocaína y heroína: la mafia corsa, que operó desde 1937 en Marsella. Movían opiáceos de Turquía, vía Francia, y cocaína desde Perú y Chile a Estados Unidos. Fue desmantelada a principios de los setenta en decenas de países. Pero el negocio global no paró, se reconfiguró.

Medio siglo después, el sistema de control internacional parece incentivar grupos violentos en todo el mundo: guerrillas, paramilitares, pandillas, políticos, policías y militares, funcionarios corruptos, empresarios y el sistema financiero controlan unas ganancias, estimadas por última vez en 2009 en 84,000 millones de dólares anuales. Una cifra que casi empata las ganancias de Bill Gates al 2016, cuando encabezaba la lista de los hombres más ricos del mundo.

Solo en México, la Fiscalía General estima que hay 37 carteles dedicados al rubro. Varios operan en los países productores y algunos trabajan en todos los continentes; valiéndose de criminales locales inyectan dinero a las economías informales que se fortalecen con cada “golpe al narcotráfico”.

Entre las consecuencias no deseadas del sistema internacional de control, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen (ONUDC) menciona la reproducción de un lucrativo y violento mercado clandestino y reconoce que el énfasis en lo represivo desparramó laboratorios, plantaciones, corrupción y lavado de dinero a nuevas zonas geográficas. A su vez, la presencia de grupos criminales desalienta la inversión y desvía fondos de políticas sociales a sectores militares y policiales. También distorsiona indicadores económicos para la planificación presupuestaria, infla el PIB y deforma el Índice de Desarrollo Humano, advierte el PNUD.

Las cuentas de la guerra contra las drogas no cierran nunca, pero nadie las rinde. Los investigadores académicos advierten sobre la mala calidad de la información que recolectan los países y la falta de acceso a indicadores básicos. Se estima con metodologías fácilmente cuestionadas por sus frágiles supuestos y débiles conclusiones. No hay datos transparentes. Ni auditorías independientes sobre los resultados de la inversión en seguridad o los resultados sociales.

“No es como en otras políticas públicas donde se discute lo más efectivo. En este caso es como que no importa, hay una suerte de ceguera sobre los efectos. Parece casi imposible moverlos de esas lógicas y narrativas después de toda la información del fracaso de las políticas de drogas”, explica la doctora en Derecho Diana Guzmán, subdirectora del centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia.

Para Paul Gootenberg, economista e historiador estadounidense que ha estudiado la cocaína peruana y su evolución como commodity, “hay que ser cuidadoso en medir las consecuencias económicas, muchas estadísticas sobre drogas parecen estar infladas. Es una economía invisible, entonces no sabemos de verdad. Solamente se pueden tomar tendencias”, dice.

La economía imparable de la coca

Gootenberg, autor del libro Andean Cocaine, sostiene que “nada ilustra más dramáticamente los efectos no deseados de la guerra contra las drogas y los desastres para América Latina que la cocaína”. Y el responsable de “dinamizar esta economía ilícita” es Estados Unidos, dice en diálogo con EL PAÍS.

A pesar de las dificultades para medir la industria de la cocaína, las estimaciones de Gootenberg no dejan dudas sobre la tendencia: “Es una industria de escala. Intenté medirla, es como mil veces más grande que la industria legal a principios de los años 20. Entonces Perú producía 10 toneladas de cocaína al año. En los años setenta eran 1,000 y ahora estamos en 2,000 toneladas” a nivel global.

En Perú se estima que 150,000 familias cultivan coca y cosechan 399 millones de dólares. En Colombia, entre 160,000 y 300,000 familias cultivan coca y reciben unos 230 dólares por hectárea.

David Restrepo, director de Desarrollo Rural y Economías Ilícitas del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de Los Andes, explica que el cultivo de coca es capital porque permite un desarrollo que “no permiten otros cultivos”.

Palma, banano, caña, café, nada compite con la coca. Los colombianos han estimado ingresos netos del narcotráfico entre 0,9% y 9,6% del PIB en los últimos 40 años. Las últimas proyecciones muestran que en 2018 los cárteles facturaron casi 4.910 millones de dólares. El PIB del narcotráfico en 2018 habría sido de 1,88%; el del café, 0,8%.

La apertura económica de los 90 afectó severamente a los agricultores, que entre 1992 y 2001 perdieron 230,000 empleos. Los carteles de Cali y Medellín comenzaron a sembrar con mayor intensidad en su país y menor en Perú. Mientras el precio del café se desplomaba, la coca subía. Para el campesinado sigue siendo un buen negocio: es estable, tiene bajo costo de capital, genera un flujo de efectivo constante y presenta muy ligeras variaciones de precio comparado con otros commodities.

 Ganancias desiguales

La distribución de las ganancias que deja la cadena de producción de la cocaína es profundamente desigual: un 70% se va al tráfico, y apenas alrededor de un 1,2% se queda en el campesinado. Uno de los argumentos que esgrimen los partidarios de la regulación de su producción es, precisamente, que podría ayudar a reequilibrar este reparto. De esa lógica partieron los cambios tanto en Bolivia como en Perú, pero con poco detalle en evaluaciones rigurosas e independientes sobre los efectos reales que han tenido en la calidad de vida e ingresos de los campesinos.

“La economía cocalera permite invertir en su tierra, su familia, en educarse. Es un camino hacia la clase media rural”, señala Restrepo, que se hizo economista porque quería comprender la violencia de su Cali natal en los 90.

Estos campesinos cosechan casi un millón de toneladas de coca al año que se transforman en más de 1200 toneladas de cocaína de las casi 2000 que esnifa el planeta. El cultivo “es diez veces más” relevante que las producciones legales, estima Restrepo. La fuente de liquidez primaria en varias zonas distorsiona los precios “de activos y del trabajo”, “desnutre otros rubros de la economía”, encarece la mano de obra y quita rentabilidad a otros cultivos.

Francisco Thoumi, otro economista colombiano, tiene 85 años y escribió su primer estudio sobre drogas en 1987 para el BID. Entonces ya vislumbraba que “el capital de Colombia iba a quedar todo untado por el narcotráfico” con “ingresos extraordinariamente concentrados”. “Gran parte del capital semilla de muchas empresas viene del narcotráfico de una u otra forma”, asegura.

Pero no solo Colombia ha quedado untada. El Fondo Monetario Internacional supone que 29,900 millones de dólares en drogas ingresaron a Estados Unidos en 2017. Si hubieran sido transacciones legales serían el 1,3% de todas las importaciones del país. Es la misma suma que Italia destinó el año pasado para impulsar su economía tras las primeras olas de Coronavirus.

En México el salario medio del obrero narco hace diez años era seis veces el mínimo: unos 1650 dólares. Mientras la cadena de transporte y ventas retiene el 99% de las ganancias, los campesinos reciben un 1%, según Naciones Unidas.

Entre 2006 y 2012 México gastó 39,000 millones de dólares en políticas antidrogas. Nueve de cada 10 dólares fueron para salarios de jueces, militares, policías y armamento. El reinaugurado Hospital General de México costó 40 millones: se podrían haber hecho mil hospitales.

Una guerra contra los pobres

En 1973, el Acuerdo Sudamericano de Estupefacientes y Psicotrópicos incorporó las convenciones internacionales antidrogas de 1961 y 1971 a las leyes de cada país para castigar “suministro”, “tenencia”, “facilitación” y producción. El derecho penal embebido en la Doctrina de la Seguridad Nacional que Washington desparramó durante la Guerra Fría fue la herramienta elegida para regular oferta y demanda.

En los años ochenta, la socióloga Rosa del Olmo escribió que su objetivo fue afianzar un “discurso médico-jurídico” de “pánico” apoyado en los medios de comunicación. Desde entonces, el estigma del uso de drogas fue un asunto para la opinión pública. Los medios se dejaron llevar por las agencias policiales “especializadas” recién creadas que publicitaban un “golpe” tras otro a redes de comercialización o transporte y usuarios de “estupefacientes” asociados a todo tipo de peligros para la salud y la comunidad.

Con el tiempo se incrementaron las penas máximas y mínimas y aumentó la población carcelaria como nunca. En Argentina, para 1985, uno de cada cien presos estaba detenido por delitos de drogas. Para el 2000 eran el 27% de su población carcelaria. En siete países latinoamericanos el encarcelamiento trepó más de 100% entre 1992 y 2007, según el Centro de Estudios Drogas y Derechos (CEDD).

También se dio el abuso de la prisión preventiva. En Perú la detención preventiva para cualquier delito es de 24 horas, pero para drogas puede aumentar a 15 días. En México, un detenido por delitos relacionados con drogas puede estar en averiguaciones hasta 80 días luego de una reforma constitucional aprobada para combatir el tráfico y la delincuencia que consagró varias excepciones a las garantías procesales.

El abuso del derecho penal para frenar varios fenómenos que no dejan de crecer se transformó en una desproporcionalidad que analistas jurídicos citan para explicar la sobrepoblación de las hacinadas cárceles latinoamericanas. En América Latina una tercera parte de las personas privadas de libertad están por delitos de drogas.

En varios países las infracciones asociadas con drogas se castigan con penas mínimas mayores que por asesinato. En los 90, Bolivia castigaba con un mínimo de diez años algunas infracciones de drogas y con cinco la violación.

“Los delitos de drogas tienen penas más elevadas cuando el daño concreto es menos fuerte”, explica Guzmán, coautora de “La adicción punitiva: desproporción de las leyes de drogas en América Latina”.

El sistema judicial latinoamericano es selectivo. En 2016, México tenía 211,000 personas privadas de la libertad: seis cada diez estaban por delitos de drogas. El 75% de este grupo, por pequeñas cantidades. Pero de 2007 a 2020 sentenciaron apenas a 44 personas por lavado de activo en el país-sede de los grupos criminales más conocidos. El derecho sobre drogas en la región “no está orientado por razonabilidad y racionalidad sino por criterios peligrosistas que responden a narrativas estigmatizantes”, advierte Guzmán. Es, en esencia, una máquina de perseguir a los más marginados.

Aunque todos los Estados latinoamericanos son tributarios de severos castigos sin evaluación de resultados, Brasil es el alumno con mejor desempeño. En 1992 contaba con 111,000 personas presas, hoy son más de 800,000. Es el tercer país que más encarcela. Y el combate a las drogas lo permite todo: así fue como políticos, policías y medios justificaron la masacre en la favela Jacarezinho Río de Janeiro en mayo. Un operativo policial que terminó con la ejecución de 28 personas. De los asesinados, solo tres tenían orden de captura según Folha de San Pablo.

“Es como un estado de excepción”, dice Luciana Boiteux, doctora y magíster en derecho penal de la Universidad Federal de Río de Janeiro. “Vemos un agravamiento de situaciones cada vez más excepcionales aceptadas en nombre de la guerra contra las drogas. Su discurso, inversión en municiones, armas y aumento de la fuerza policial fortalecen la cultura del exterminio en detrimento del Derecho”, explica.

“No es una guerra contra una sustancia es contra las minorías, los pobres, contra los vulnerables. La intensificación del estado penal punitivo se amplió con las políticas represivas anti drogas”, argumenta la investigadora.

Una de las grandes paradojas latinoamericanas es otorgar el control de personas y flujos ilícitos a instituciones permeables a la violencia y la corrupción. Pero la situación es un callejón sin salida: si la policía no regula “ilegalmente”, el libre mercado entre los traficantes desparrama violencia.

Así ocurrió en Rosario, la principal ciudad de la provincia argentina de Santa Fe. Cuando los socialistas ganaron el gobierno provincial por primera vez a partir de 2007 reformaron la justicia y la fiscalía aumentó su control sobre la policía, a la que se le impusieron nuevas reparticiones y nuevas autoridades políticas escudriñando su desempeño. En la calle, el mercado de drogas crecía con la demanda y la policía se replegaba.

“La regulación del mercado criminal de la policía santafesina se rompió durante 2010. Esa suerte de privatización de la regulación ilegal policial llevó a una competencia criminal severa”, explica Marcelo Saín, responsable de la Policía Judicial de Santa Fe y hasta hace poco ministro de Justicia.

En 2018, Los Monos, una pandilla delincuencial creció como ninguna otra controlando el tráfico de drogas. El silencioso cauce del narcotráfico se hizo audible: practicaron el sicariato y atacaron residencias de magistrados y sedes judiciales. Nunca antes estos grupos habían atacado al Estado.

“La política otorga el manejo de la seguridad a la burocracia especializada de la policía. Y también el consentimiento para que lo haga ilegalmente. Lo llamo doble pacto: el pacto político-policial y el pacto policial-criminal. Uno contiene al otro”. El Estado “permite funcionar esos mercados apropiándose de una parte de la rentabilidad a cambio de que haya una convivencia pacífica del mundo criminal”, explica Saín.

“La gobernabilidad ilegal de la policía, cuando es pacífica, es mucho menos reprochable que la ilegalidad policial con violencia criminal”, remata.

El caso de Rosario es un ejemplo a escala de lo que ocurre con el control internacional del narcotráfico, que busca golpes de efecto y crea sus propias narrativas mientras parece indiferente a las dinámicas criminales que dice combatir. La economista María Padilla, que investiga para la Universidad de Tennessee, encontró que capturados los líderes narcos la violencia se disparaba y un año después seguía en niveles altos en territorios con organizaciones criminales. La estrategia de capturar capos “no implica una reducción en la violencia”, concluye. Padilla estima que el 17% de los 11.626 homicidios en México desde 2007 a 2010 son consecuencia del descabezamiento de organizaciones.

Cecilia López Pozos es docente en la Universidad Estatal de Tlaxcala, en el Altiplano mexicano. La ciudad era un tranquilo enclave laberíntico con reminiscencias precolombinas y coloniales hasta que aparecieron cuerpos desmembrados en las afueras.

“Estamos en estado de guerra. Lo veía en los 90 en Colombia y me decía: pero cómo, no entiendo, ¿y el Gobierno qué hace? Ahora lo entiendo”, se lamenta. La docente ha entrevistado a un centenar de jóvenes cooptados por la primera parte de la cadena del crimen organizado. Asaltan trailers, roban materiales, huachicolean y hacen de halcones. Cobran 250 dólares por noche en vela. Una cifra imposible en la economía formal.

López también monitorea el impacto de esta violencia en las familias. Habla de un trauma social comunitario. Desde el comienzo de los secuestros, la intervención armada del Estado y la disputa por el tráfico, Tlaxcala vive a la defensiva. “El miedo sistemático del narcotráfico como estrategia de control y sometimiento hace que estemos a la defensiva y manejemos violencia”, opina. Dice que el sostén comunitario y familiar de base indígena se resquebraja porque todos temen a todos. La perspectiva para los jóvenes es la migración o la delincuencia, asegura.

La guerra “contra las drogas” es un éxito

El expresidente mexicano Felipe Calderón prometió, como todos los presidentes, que la “guerra” era para que la droga no llegara a “sus hijos”. Pero desde 2007, un año después de que declarase la guerra total contra el narco, la esperanza de vida en México comenzó a declinar y el homicidio se convirtió en la principal causa de muerte de personas entre 0 y 24 años en el país. Una tendencia que Colombia repite mucho más cruda: allí mueren 153 jóvenes de 20 a 24 años por cada 100,000 habitantes. Uno de los indicadores más crueles son los 30,000 niños que perdieron a uno o sus dos padres y quedaron huérfanos hasta 2010 en México, según números válidos para la OEA.

Mientras las series de Netlfix endiosan criminales, el promedio de informalidad laboral en América Latina trepa al 67,5% para los jóvenes. Seducidos por el dinero rápido y luego encarcelados, son los más entre los incontables desaparecidos. Amnistía Internacional dice que la tortura en México está fuera de control. Entre 2000 y 2005 México computaba entre 200 y 300 denuncias formales por este crimen. Entre 2006 y 2014 hubo 11.608 quejas por malos tratos y torturas.

La crisis en México y Centroamérica desparramó la violencia en el continente desde 2006, dando liquidez a unos 70,000 integrantes de pandillas en siete países, desapareciendo a 60,000 personas en México, desplazando 346.945 mexicanos entre 2006 y 2019 y promoviendo una escalada de ejecuciones que, solo en el sexenio de Calderón se habría cobrado entre 47 y 100 mil vidas.

 EU, a favor de legalizar

La dificultad de avanzar hacia la progresiva despenalización y regulación de uso en América Latina contrasta fuertemente con el incremento progresivo pero decidido que se ha visto entre los votantes de EU, particularmente en torno a la marihuana. La encuestadora Gallup mantiene la serie más larga sobre aprobación de su legalización: hace medio siglo, apenas un 12% de la ciudadanía del país estaba a favor. Hoy son más de dos tercios. Mientras, las demandas de (una parte de) esa misma ciudadanía ayudan a sostener la guerra contra las drogas hacia el sur; guerra que también alimenta las posiciones más conservadoras en estas mismas latitudes..

Los datos de consumo también muestran un aumento, particularmente entre las personas mayores de 26 años: hasta 1 millón de iniciados en 2019, desde medio millón en años anteriores. Pero no está claro si el incremento es real o, de hecho, obedece a la emergencia de consumos que antes se mantenían ocultos pero ahora se normalizan (y por tanto declaran en encuestas).

Hay una visión seminal en América Latina que vive del viejo “dile no a las drogas” de la campaña iniciada por Nixon. “En cincuenta años no solamente aumentó el tráfico sino la cantidad de gente dedicada a dar respuestas de la droga que siempre cuestionan cualquier cambio”, explica José Miguel Insluza, senador chileno y ex secretario general de la OEA.

Durante su período (2005-2015) ocurrió uno de los debates más relevantes para las políticas de drogas. En la Cumbre de Cartagena de 2012 los presidentes del hemisferio coincidieron en que el narcotráfico “a comienzo de los setenta era manejable pero entonces pasó a ser completamente inmanejable”, recuerda.

Además de mantener una visión anacrónica e irreal del problema, los acuerdos internacionales atan las manos a gobiernos reformistas, ya que “aumentan los niveles de represión y disminuyen el diálogo interno sobre políticas alternativas, posibilidades y la flexibilidad para que los gobiernos enfrenten sus propios retos”, explica la abogada Guzmán.

Thoumi, el economista colombiano, integró la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes de Naciones Unidas desde 2012 hasta el año pasado y ha dedicado casi la mitad de su vida a comprender esta economía informal, pero a la hora de tratar de aventurar soluciones echa mano de la sociología. Dice que la prohibición es parte de un “sistema obsoleto”. Y pone el foco en “una gran cantidad de problemas sociales: desempleo, crisis económica, mala educación y otra cantidad de frustraciones que crean vulnerabilidad”.

“Para que Colombia deje de producir cocaína tiene que tener un estado con presencia verdadera donde el campesinado, los consumidores de drogas, los traficantes, los gremios de la sociedad, donde todo el mundo colabore y diga: mire tenemos que armar una sociedad razonable. Tenemos que aceptar que con los recursos que hay se puede vivir bien”, dice.

El abogado peruano Ricardo Soberón cree que los países latinoamericanos “deben decirle al mundo: paguen por el café, el cacao, la yerba mate a un precio equis, más uno por la cocaína o la marihuana que no producimos, más otro por el cambio climático y también por términos de comercio justo. Si no, seguiremos exportando cocaína de altísima calidad. El derecho penal no sirve, no previene, no disuade”, señala.

Gootenberg, por su parte, entiende “que hay un consenso político creciente de que la guerra contra las drogas ha fracasado, pero cuál es la alternativa no está claro”.

El economista colombiano David Restrepo apela a una ironía amarga: “La guerra contra las drogas en Colombia ha sido un gran éxito”, dice. “No para el país, sino para ciertos intereses y formas de pensar la sociedad”. El narcotráfico, explica, “ha fortalecido una economía de guerra que permite sacarle provecho tanto a la economía como al discurso político”. Le sirve a todos los que prefieren desviar la mirada de las raíces del problema: “Es un discurso vendedor en una sociedad desigual y conflictiva. Da unos lugares comunes, unas explicaciones fáciles, unos chivos expiatorios muy claros para ignorar los reclamos de política social y no tener que pensar en reformas agrarias, en construir infraestructura social donde nunca han integrado al país”.



Jamileth