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Suni Lee hereda el testigo de su amiga Biles
Carlos Arribas | El País
Tokio - En el parque urbano, a la izquierda de la avenida principal de Tokyo Bay, un dédalo de islas artificiales y torres de hormigón, acero y cristal, Mariana Pajón, paisa, arrasa, como desde hace nueve años en el circuito de BMX, las bicis mínimas, los saltos de motocross, rampas verticales, tan verticales como las calles verticales de las comunas de su Medellín, y crestas, y no deja de ganar ni siquiera en las series de cuartos. Campeona en Londres y en Río, es la favorita unos Juegos más, como lo era Simone Biles para ganar en Tokio 2020 sus segundos Juegos en gimnasia, 500 metros más allá, a la izquierda de la avenida, unas horas más tarde del mismo 29 de julio, y Biles, en efecto está allí, inquieta, incapaz de quedarse quieta, saltando pero no volando, porque está en la grada del córner de las asimétricas, y aplaude como una loca al podio, en el que su compañera y amiga, Sunisa Lee, solo 18 años, ocupa el lugar más alto, y se pone firme, Lee, de Saint Paul, Minnesota, qué frío, y también Biles, de Columbus, Ohio, y se llevan la mano derecha al cuore tan grande mientras suena el Star spangled banner, el himno que saluda el quinto triunfo consecutivo en unos Juegos Olímpicos de una gimnasta norteamericana en el concurso completo. Y Lee, hija de padres camboyanos que llegaron a Estados Unidos como niños refugiados de la guerra de Vietnam en 1975, y convive siempre con el drama –el padre se quedó paralítico al caerse de un árbol mientras socorría a un amigo; sus tíos murieron de Covid 19 en 2020-- siempre se lo dice a su jefa, Simone, eres mi heroína.
Y la que iba a ganar hasta que la cabeza le dijo que había en la vida algo más importante que las medallas, y que el mundo la admiraba por eso también, espectadora de sí misma, aplaude a la que ganó. En los últimos cinco Juegos, después del Sidney que coronó a la rumana Simona Amanar, todas las ganadoras han sido estadounidenses.
Y a la derecha de Sunisa Lee, un escaloncito más abajo, sonríe radiante Rebeca Andrade, de Sao Paulo, Brasil, poder latino que hace sonar primero a Bach al órgano de iglesia evangélica, su religión, y luego el funk del Baile de favela de su amigo músico y paulista MC Joao, su vida, memoria de sus orígenes humildes, para su ejercicio de suelo, puro fuego y energía, tanta que se le va el pie fuera del tapiz de muelles en un par de diagonales en las que llega tan alto que quita las telarañas (que no hay, esto es Japón, higiene y limpieza al máximo) del techo de madera del pabellón. Es el ejercicio más arriesgado (5,9 de dificultad). Ninguna de las que pelean por las medallas se atreve con tanto. Las cuatro décimas de penalización por las pisadas que se aventuran hasta el marco azul oscuro del suelo, el castigo al riesgo, le cuestan la victoria a Andrade, la primera latinoamericana que sube a un podio de gimnasia en unos Juegos Olímpicos, y no es campeona por poco más de una décima.
Poder latino ever. Energía, vida, potencia para volar hasta el tejado, problemas para aterrizar sobre un suelo de varias capas de nylon pegadas con velcro sobre una plancha de 14 por 14 metros que esconde tremendos muelles. Capacidad de volver a saltar, un muelle que recupera su posición después de cada golpe, de una gimnasta de 22 años, una tauro de mayo de 1999, que se ha roto tres veces los ligamentos de una rodilla, y nueve meses de recuperación para cada uno, y semanas de depresión y llanto. El último quirófano, otoño de 1999. Biles lloró el día que anunciaron que se retrasaba Tokio un año; Andrade botó de alegría: el retraso le permite recuperarse, ganar los Panamericanos y clasificarse para sus segundos Juegos Olímpicos tras sufrir una mala experiencia en Río. Y llega a donde no llegó la pionera Daiane Santos, campeona mundial en 2003, pero nunca medallista olímpica.
Tercera termina la rusa Angelina Melnikova, la gimnasta que lideró a su equipo en la victoria del martes sobre el equipo de Estados Unidos del que se eclipsó Biles. La española Roxana Popa –magnífico salto, buen suelo, barras regulares y mal equilibrio, temblón e inseguro—se clasifica 22ª.
Andrade comienza marcando el camino con el salto más difícil, el Cheng que tanto ama Biles, y mejor realizado. Y nadie le pasa en las asimétricas, la especialidad de Lee. Y mientras la norteamericana, mariposas en el estómago, nervios casi incontrolables, resiste en la barra de equilibrios, y en el pasillo, Andrade ensaya y memoriza todos los pasos, saltos y cabriolas, volteretas y pasos de lobo que hará más tarde sobre una madera de 10 centímetros de ancho. En el pasillo, perfecta, sobre la barra, no, y allí se desequilibra, y no se cae, pero sale tercera, detrás de la niña rusa Vladislava Urazova, de 16 años, sorprendente primera cuando solo falta el suelo. Necesita arriesgar, y arriesga, y se le escapa el pie. Urazova falla, pero no Lee, de la etnia Hmong, pueblo que vaga errante de China a la Indochina francesa, sometido como carne de cañón del ejército colonial en sus guerras perdidas siempre, y luchadora por que se reconozca su identidad en Estados Unidos. Y el oro que le cuelga del cuello llevará el mensaje a todos los rincones. Y la plata de Andrade, que recuerda que la gimnasia, poder latino también, orgullo, ya no es el fortín de cuatro potencias, brilla como una pequeña luz de esperanza en todas las favelas de Sao Paulo.
Jamileth