Pura Demagogia
No solo compran zapatos: hasta leen
Antonio Ortuño, El País
Asomarse al contenido de los discursos de ciertos funcionarios y políticos nacionales es un ejercicio que tiene bastante de masoquista. Veamos algunos ejemplos. Uno puede aferrarse a la idea de que es un humano más o menos común, que se afana para sobrevivir y quizá para sostener a los suyos, que mira con ansiedad al presente y con azoro el futuro y que, apenas puede, y eso porque no vinimos al mundo nomás a padecer ansiedades y azoros, se da el gusto de echarse un café o trago con los amigos, de agenciarse unos pantalones, faldas o zapatos nuevos o incluso de hacerse con algún librito por ahí para tener un rato de solaz. Pero válganos Dios: allí están nuestros funcionarios y políticos (y esa parte de las redes sociales que, por convicción o porque así se los mandan, repiten y amplifican sus jeremiadas) para reprobar tantos dispendios y para echarnos en cara nuestra mezquindad, nuestro egoísmo y nuestra pertenencia (voluntaria o no, lo mismo da) a la peor calaña de pillos concebibles: los malditos conservadores.
Leer por el simple gusto de hacerlo, por ejemplo, le parece al encargado del programa de los libros de texto gratuito, Marx Arriaga, un rasgo de frivolidad inaceptable. Él piensa que se lee para alimentar la conciencia revolucionaria, transformar la sociedad y nutrir el alma colectiva del pueblo. Ya si además el texto de marras nos da placer estético, intelectual o emotivo, pues allá nosotros. Lo importante para él no es eso, por supuesto, sino prepararse para la revolución con el librito sostenido como un catecismo, a la manera de los personajes de un mural épico (que, por cierto, suelen portar también otros implementos, tales como herramientas o, mejor aún, armas…). Uno, inconsciente que es, podría pensar que la lectura sirve, justo, para individualizarnos, para darnos unas perspectivas más hondas y complejas del mundo a nuestro alrededor y que la lectura por placer serviría más para ese fin que las lecturas que don Marx tanto pondera, que son colectivas, sí, y, por definición, más o menos forzosas. Como las de que se producen en la educación básica, en el templo, en las reuniones de partido… Lecturas que tienen una interpretación ortodoxa incluida, claro, y de las que no se permite disentir, porque acaba uno tachado de hereje, de disidente o, ya en la de malas, tronando el examen…
Otro al que le parece mal la gente que se da gustitos ocasionales es al mismísimo presidente Andrés Manuel López Obrador, quien, recordemos, dedicó varios días de su incombustible rueda de prensa matinal, tras las elecciones de mitad de periodo del pasado junio, a quejarse de las clases medias nacionales. El mandatario, bastante molesto por la baja votación comparativa que recibió su movimiento y sus aliados de parte de ese sector, reclamó que sus integrantes son “individualistas, aspiracionistas que quieren parecerse a los de arriba, sin escrúpulos morales de ninguna índole”. Antes, en mayo, ya había hecho un reclamo parecido: “Si ya tenemos zapatos, ¿para qué más? Si ya se tiene la ropa indispensable, solo eso”. López Obrador, me parece que muy sintomáticamente, considera que la compra de ropa y los zapatos (productos que, junto a tecnologías más bien modestas, como los teléfonos celulares, que no es que sean equiparables a los yates, suelen ser los “lujos” de la clase media) pueden ser considerados como emblemas del derroche y el despilfarro.
Curioso gobierno, que no logra ordenar ni administrar lo que le toca (como muestran bien el desastre de la gestión de la pandemia, de la seguridad, de la economía) pero porfía en meterse en lo que no le corresponde, como las lecturas o los gastos personales de los ciudadanos. Un gobierno que, a juzgar por la baja participación en la forzada consulta popular del domingo 1 de agosto, tendrá que esforzarse más para recobrar esa base masiva de apoyo que aseguraba tener. Y que parece dudoso que lo consiga hostilizando tan gratuita y tontamente a la clase media que lo llevó al poder.
Jamileth
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