Mensajería

Convivir con la muerte 

2021-08-13

Las armas no callan con las armas. Las balas no se silencian con las bombas. No se puede hacer la...

Marcelindo de Andrés | Juan Pablo Ledesma

A veces ser hombre duele y cuesta.

Quizás estas líneas no impedirán una sola muerte. Pero las dedico a esos que ya no están con nosotros: soldados o víctimas, no importa. Porque me siento tan hermano de los que matan como de quienes mueren.

Toda guerra termina, es verdad. Pero no es suficiente motivo de consolación. A veces ser hombre duele y cuesta. Uno sueña con fábulas y cuentos infantiles, donde todo es color de rosa. La gente no muere y, al final, el malo se vuelve bueno. Pero la historia real no es así. Unos matan y otros mueren; unos atacan y otros defienden. Y unos y otros creen interpretar el papel de buenos. 

Preferiría hablar de las estrellas que no disparan o del agua que es mansa y pacífica. ¿No es noble el aire que no mata? Y sin embargo siguen cayendo seres vivos, siguen muriendo personas. Son nuestros. Somos nosotros. Algo nuestro se va con ellos. Y lo peor es que nunca podremos señalar y apuntar y descargar nuestra condena sobre ninguno, porque todos somos buenos y malos; porque donde haya un hombre habrá algún rincón de injusticia y de mal como de bondad y de justicia. 

Triste realidad la de la guerra. Nos hemos acostumbrado a vivir inmersos en ella. Y solamente nos duele cuando las bombas, en vez de explotar en países lejanos, nos estallan en los tímpanos. ¿Por qué el mundo necesita las guerras? ¿Por qué es necesario que mueran las personas, los niños, los ancianos, las mujeres, los soldados? ¿Por qué no mueren las armas? 

Y una y otra vez la historia se repite. El hombre sigue cayendo no una, ni dos, sino mil veces en la misma piedra. No le basta con firmar su historia con sangre. Leemos el testamento de cualquier guerra: prisioneros, deportados, refugiados, miedo, violencia, separaciones, exterminios... Cementerios militares abarrotados de jóvenes soldados, familias destruidas, monumentos, pueblos y ciudades devastadas. ¿Por qué se puede llegar a tal grado de envilecimiento? ¿Por qué, acabada la guerra, no se sacan las debidas consecuencias y lecciones?

Hemos tenido grandes maestros. Gandhi decía que la no violencia era la norma y alimento de su vida, el aire que respiraba. Para Martin Luther King la violencia no conducía a nada. Llegó a decir: “La vieja filosofía del ojo por ojo, acaba dejando a todos ciegos”. El Papa Benedicto XV, definió la Primera Guerra mundial como “inútil masacre”. Recordar Hiroshima es aborrecer la guerra nuclear. Medio siglo después de la rendición del Japón en la Segunda Guerra mundial, Juan Pablo II sigue definiendo la guerra como “un suicidio de la humanidad”, porque siempre será una derrota tanto para los vencedores como para los vencidos.

La guerra no ha desaparecido. Violencia, terrorismo y ataques armados estallan cada día, en cualquier ángulo de nuestro planeta. Niños y viejos, impresionados por las horribles y tremendas imágenes que todos los días penetran los hogares por medio de la televisión, acaban acostumbrándose. No podemos aceptarlo. Es innoble, injusto y muy peligroso. No podemos entrenar a nuestras conciencias en el arte de las armas. ¡Nunca más a la guerra! ¡Nunca!

Y sin embargo, aún hay quien prepara la guerra. ¿Cómo es posible? 

En su mensaje de paz, del 1 de enero de 1999, escribía Juan Pablo II a todo el mundo. “Una de las formas más dramáticas de discriminación consiste en negar a grupos étnicos y minorías nacionales el derecho fundamental a existir como tales. Esto ocurre cuando se intenta su supresión o deportación, o también cuando se pretende debilitar su identidad étnica hasta hacerlos irreconocibles. ¿Se puede permanecer en silencio ante crímenes tan graves contra la humanidad? Ningún esfuerzo ha de considerarse excesivo cuando se trata de poner término a semejantes aberraciones, indignas de la persona humana”. 

Las armas no callan con las armas. Las balas no se silencian con las bombas. No se puede hacer la guerra bajo pretexto de operación bélica. Están en juego muchas vidas.

Un proverbio kirundi, lleno de sabiduría, dice lo siguiente: “Cuando hay una tormenta, no digas al rayo que parta a tus enemigos, pues con ellos también perecerían tus amigos”. Todo crimen mancha de sangre a amigos y enemigos y todos acaban siendo víctimas. 

Pío XII, al final de la segunda guerra mundial, se hacía esta pregunta: “Cuando un pueblo es expulsado por la fuerza, ¿quién tendría el valor de prometer seguridad al resto del mundo en el contexto de una paz duradera?”. 



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