Summum de la Justicia

El Ejército mexicano está bajo sospecha en el caso Ayotzinapa

2021-10-06

Se suma la negativa de la Secretaría de la Defensa Nacional, entre 2014 y 2018, para que...

Ricardo Raphael, The Washington Post

Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación mexicano y presidente de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa (COVAJ), el 1 de octubre hizo pública una pieza muy sensible de información y con ello quebró la reserva de ley impuesta para dichas investigaciones.

Se trata de una transcripción que consigna conversaciones sostenidas entre el viernes 26 de septiembre y el sábado 4 de octubre de 2014 por dos presuntos responsables de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Habrían sido obtenidas mediante escuchas secretas por personal adscrito al Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional.

La primera de ellas muestra un intercambio de instrucciones entre Francisco Salgado Valladares, subdirector de la Policía municipal de Iguala, Guerrero, y el líder de la plaza de la organización criminal Guerreros Unidos, Gildardo López Astudillo. Ahí, el primero instruye al segundo para que entregue a los jóvenes normalistas, presuntamente para asesinarlos. La segunda refiere a una fosa probablemente ubicada en las afueras de Iguala, en una colonia semirural conocida como Pueblo Viejo, en la cual habrían sido ocultados los restos de los estudiantes desaparecidos.Por esta razón, el antiguo Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) —el cual ahora forma parte de la COVAJ— reclamó ese mismo día, también públicamente, la divulgación de dicha información. En un comunicado, sus integrantes expresaron rechazo “a continuar por este camino que expone la investigación y sus avances, además de alertar a los presuntos perpetradores”.

En efecto, la divulgación ilegal de estas trascripciones podría significar la comisión del delito de obstrucción de justicia y también implicaría responsabilidades para los servidores públicos involucrados. Sería ingenuo suponer que el subsecretario Encinas no fue consciente de la violación a las leyes y los acuerdos tomados en el seno de la COVAJ. Cabe por tanto especular sobre un posible razonamiento político cuya relevancia fue superior al cálculo de las consecuencias de la divulgación.

Una semana antes de la publicación de las transcripciones, el 24 de septiembre, durante la reunión a puerta cerrada que sostuvieron los padres y las madres de los normalistas desaparecidos con el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, uno de ellos agradeció al mandatario por su disposición para que se investigara a fondo la tragedia de Ayotzinapa. Pero al mismo tiempo recriminó tanto al secretario de la Defensa, Luis Crescencio Sandoval, como al fiscal general, Alejandro Gertz Manero, por desatender el compromiso presidencial.

Ese señalamiento no era nuevo. Desde enero de este año las familias de los desaparecidos habían reclamado, en el seno de la COVAJ, que el Ejército continuase dosificando información clave para la investigación. María Elena Guerrero, una de las madres, refirió que “la institución militar no ha estado a la altura de la voluntad del presidente de esclarecer el caso”.

Sin embargo, a diferencia de otros momentos, la reiteración de este señalamiento tensó la reunión con el presidente. Fue en ese contexto, de acuerdo con fuentes que estuvieron en ese lugar, que Encinas habría hecho una declaración que enrareció el ambiente: dijo que pronto se haría pública información clave del caso con el objeto de evitar “extorsiones” inaceptables.

¿Quién podía estar extorsionando a la COVAJ, al subsecretario o al presidente? ¿Los familiares de las víctimas y sus abogados? ¿O el mando militar que escondió estas intercepciones secretas durante casi siete años? La publicación de las trascripciones confirmó lo que María Elena Guerrero había denunciado meses atrás: que el Ejército no tenía voluntad plena para colaborar con la investigación.

Probablemente, para atender la demanda de las víctimas, el titular de la COVAJ vulneró la secrecía que exige toda investigación. Sin embargo, al hacerlo destapó otros asuntos que se volvieron problemáticos. El material referido fue obtenido, cabe presumir, sin orden judicial. El hecho indica también que el espionaje ilegal podría haber sido una práctica general del Ejército sobre los principales mandos de la organización Guerreros Unidos y otras autoridades.

Si el Ejército conocía de estos hechos querría decir que, en septiembre de 2014, el mando militar tenía información —hoy pública— sobre las actividades ilegales en la zona, entre las que destacaban el cultivo masivo de amapola y su trasiego hacia los Estados Unidos. También hace suponer que el Ejército ya estaba enterado de las centenas de desapariciones y asesinatos ocurridos durante los meses previos y posteriores a la desaparición de los normalistas en Iguala. Conocería también de la existencia de fosas clandestinas y hornos crematorios ilegales, así como de la corrupción en la que incurrieron autoridades municipales, estatales y federales.

Peor aún, la actuación elusiva del mando militar conduce a suponer que las Fuerzas Armadas podrían haber sido parte de la misma red criminal de complicidades, porque de otra manera no se explicaría el ocultamiento de datos clave para la investigación, como el paradero de los estudiantes y las conversaciones celebradas la misma noche de su desaparición.
En cualquier país que aprecie el respeto por las leyes, esta actuación errática y sospechosa de los mandos militares ameritaría emprender una investigación, distinta a la del Caso Ayotzinapa, sobre el papel jugado por las Fuerzas Armadas en los alrededores de Iguala desde que esa zona se convirtió en una plataforma privilegiada para el trasiego de amapola.


 



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