Del Dicho al Hecho
Lo que sea que esté haciendo Bukele con las maras no se parece a la Tregua de 2012
Roberto Valencia | The Washington Post
Es una noticia cada vez más habitual, pero los salvadoreños nos hemos asesinado menos en 2021. Son seis años al hilo con los asesinatos en retroceso y la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes de El Salvador ya es inferior a la de Brasil, Colombia, México o Puerto Rico, algo inimaginable hace apenas un lustro.
Si se pregunta a un seguidor fanatizado de Nayib Bukele, lo más probable es que responda que se debe al buen hacer del presidente, haciendo a un lado que el descenso arrancó en 2016, tres años antes de su quinquenio. Y si se pregunta a un antibukelista fanatizado, probablemente responderá —igual de convencido y también sin ese contexto— que nos asesinamos menos porque Bukele tiene un contubernio inconfesable con maras (pandillas) como la MS-13 o el Barrio 18.
Entre 2012 y 2014, El Salvador también vivió un par de años con menos sangre que la acostumbrada y fue consecuencia directa de la negociación que el entonces presidente, Mauricio Funes, autorizó con las maras. Un proceso oscuro bautizado como la Tregua, sin el cual cuesta explicar la historia reciente del país.
En aquellos años yo era parte de la Sala Negra de El Faro y viví la Tregua en primerísima línea. No recuerdo antes ni después un período en el que haya sido tan sencillo cuestionar a los líderes pandilleros; a los encarcelados y a los de la libre, como dicen ellos.
Pero la Tregua se rompió a las malas y la sociedad salvadoreña pagó una factura terrorífica: 15 meses (enero de 2015 a marzo de 2016) en los que un país de poco más de seis millones de habitantes promedió 19 cadáveres diarios en las sedes del Instituto de Medicina Legal; más los cientos de personas desaparecidas, un fenómeno endémico en El Salvador.
Hoy hay sectores de oposición interesados en presentar la reducción de la violencia homicida que vivimos como una re edición de aquella tregua. Se habla de “Tregua 2.0”, “Tregua reloaded” y similares, pero lo cierto es que, sea lo que sea que esté pasando entre Bukele y las maras, las diferencias con la Tregua son abismales.
La primera razón es que, en el engranaje de una pandilla, las cárceles y los pandilleros encarcelados son fundamentales, sobre todo en el caso de la Mara Salvatrucha, la más extendida y poderosa. La Tregua de 2012 a 2014, de hecho, inició cuando el presidente Funes avaló trasladar a una treintena de los más insignes ranfleros (líderes) desde la prisión de máxima seguridad a prisiones convencionales.
Penales exclusivos para cada pandilla, televisores en las celdas, visitas a discreción, fiestas… las concesiones del gobierno a los mareros dentro del sistema penitenciario fueron uno de los motores de la Tregua. Salvo el perímetro, las cárceles las controlaban los pandilleros. Al igual que otros periodistas, llegué a tener los números de los celulares de pandilleros encarcelados.
Nada parecido está ocurriendo ahora. Al contrario. La administración Bukele mantuvo e incluso profundizó las medidas represivas iniciadas en 2016 al interior de las cárceles, y se atrevió —en abril de 2020— a encerrar en la misma celda a pandilleros de distintas estructuras, algo también inimaginable hace apenas un lustro.
Como denuncié el pasado agosto, la administración Bukele sigue prohibiendo las visitas de familiares en las cárceles, con la excusa obscena de una pandemia que dice gestionar con solvencia.
Con lo que está ocurriendo en las cárceles salvadoreñas, el trato inhumano a los reos y a sus familias, me cuesta creer que el gobierno esté haciendo a los mareros encarcelados concesiones similares a las que hubo durante la Tregua.
En conversaciones de hace un año con académicos y periodistas que respeto, y que validan la hipótesis de la negociación, estaban convencidos de que el gobierno, para honrar sus “compromisos” con las maras, relajaría las condiciones en las cárceles vía reformas a la Ley Penitenciaria. Sin embargo, han pasado más de nueve meses desde que el bukelismo es mayoría absoluta en la Asamblea Legislativa y ni siquiera se ha puesto el tema sobre la mesa.
La segunda razón es la hondura de la caída en la violencia homicida. Durante la Tregua, las cifras oficiales de asesinatos se desplomaron 60%, pero la tasa más baja que conoció el país fueron los 40 homicidios por cada 100,000 habitantes de 2013, contra los 18 de 2021. Dicho de otra manera: 2,513 homicidios en 2013 contra 1,140 homicidios en 2021.
El arranque de 2022 está siendo aún más esperanzador: El Salvador, el mismo país que soportó 19 homicidios al día en aquellos 15 meses terroríficos de 2015-2016, ha promediado en las primeras seis semanas del año dos homicidios diarios.
Y la tercera. La fase más vigorosa de la Tregua no duró ni 15 meses; después comenzó el desmoronamiento escalonado. Bukele va ya para 33 meses al frente del Ejecutivo y las cifras de violencia homicida no hacen sino menguar.
Dicho todo esto, conviene no perder de vista que, a pesar de que nos asesinamos menos, El Salvador sigue siendo un país muy violento, con cifras de homicidios, feminicidios y desaparecidos intolerablemente elevadas, se miren por donde se miren. Y no hay que olvidar que las maras aún son el poder que impone las reglas en incontables colonias, barrios y cantones.
La hipótesis de una negociación entre el gobierno y las maras —con concesiones de uno y otro lado— sigue siendo válida. Una investigación periodística de El Faro demostró que hay un diálogo abierto entre el gobierno y las maras, al punto de permitir que líderes de la libre entraran en cárceles para reunirse con sus pares.
El diálogo con los mareros está ahí, por más que el poderoso aparato propagandístico del bukelismo niegue y reniegue, pero aún no hay pruebas irrefutables de que el gobierno haya hecho concesiones carcelarias o de otro tipo a la MS-13 a cambio de que dejen de asesinar.
Como en tantos otros temas de su gestión, en este del diálogo con las maras Bukele optó por los movimientos bajo la mesa, sin luz ni taquígrafos, y por atacar a quien destape lo que quiere mantener oculto.
Ojalá el presidente comprendiera que su popularidad y el control casi absoluto que ejerce sobre los tres poderes del Estado son, paradójicamente, el escenario ideal para ensayar una solución negociada e integral al problema enquistado de las maras. Y me refiero a una negociación sobre la mesa, por supuesto.
aranza