Reportajes

Mujeres ante la guerra: ni víctimas ni verdugas

2022-03-08

Decía Mary Kaldor que vivimos “nuevas guerras”: más híbridas,...

Irene Zugasti Hervás | The Washington Post

Los invito a hacer un ejercicio: abran un buscador en internet y tecleen tres palabras: mujer, guerra, y un territorio en conflicto a elegir. Observen las fotografías en pantalla. ¿Qué actitud tienen esas mujeres? ¿Están armadas o uniformadas? ¿Están llorando o heridas? ¿Podrían identificar qué grupo étnico, nacional o religioso les define? ¿Hablan ellas o se les menciona en tercera persona?

Un breve paseo por esas imágenes de Google nos sirve para comprobar dónde se sitúa a las mujeres para el relato de una guerra y la respuesta, no importa qué contienda ni en qué continente, es siempre la misma: se les coloca donde conviene al poder patriarcal, ahí donde su imagen y su vida se ajusten al relato que se quiere contar.

Probablemente hoy piensen en Ucrania. Aunque también podrían ser otros conflictos activos en el mundo como en Yemen, Palestina, Birmania o el Sahara Occidental. Al ser esta guerra la que hoy sacude nuestras vidas y realidades, no puede ser de otra manera: nuestro timeline se ha llenado de mujeres en uniforme militar, portando rifles, pero también de imágenes de dolientes babushkas y mujeres que lloran en tristes y oscuras habitaciones o frente a los restos de hogares hechos trizas.

Estos últimos días he discutido con colegas feministas sobre el problema de asociar la guerra a los hombres y la paz a las mujeres, y caer en un esencialismo que nos hace pacíficas por naturaleza y a ellos, agresores sin remedio. Las mujeres, como escribía Sarah Ruddick, nunca se han ausentado de las guerras, porque han atravesado sus cuerpos y sus vidas, desde las causas más nobles a las más viles. Y si alguien ha encabezado la lucha por la paz esas han sido las mujeres, pero no nos confundamos, no ha sido desde un pacifismo sumiso, sino desde un antimilitarismo militante, crítico, consciente, y a costa a menudo de sus propias vidas.

Advierte Carol Cohn, una brillante investigadora estadounidense sobre género y seguridad, del peligro que entraña caer en la dicotomía de narrar a las mujeres en dos categorías inflexibles: víctimas o agentes de la guerra. Sobre todo, porque en ambos casos, el análisis pasa por un paternalismo en el que ellas no son dueñas de su relato. Y como no siempre “dato mata relato”, podemos explicar esta manipulación de la imagen femenina en la exclusión sistemática de las mujeres de los asuntos exteriores.

Las corresponsalías de guerra han sido tradicionalmente masculinas o así han permanecido en el imaginario, aunque las mujeres siempre han contado la guerra: pioneras como Carmen de Burgos, las fotos de Gerda Taro en la Guerra Civil española, las crónicas de Kate Webb desde Vietnam o las de Marie Colvin en Siria, que en 2012 le costaron la vida. Pero es el poder masculino el que concentra los grandes grupos mediáticos internacionales y es en manos de varones donde se acumula la riqueza de la industria de guerra en cualquier país, incluido España, pese a que bajo la bandera de la diversidad y la inclusión, en Estados Unidos aplaudan hoy el dudoso honor de contar con cuatro CEO mujeres entre sus cinco principales empresas armamentísticas.

Rompiendo con ese binarismo víctima/agente, se ven mujeres en otros muchos roles. Un ejemplo es como llamaban —a menudo de forma peyorativa— camp followers a las mujeres que en las guerras de los siglos XVIII y XIX seguían a los contingentes de soldados para trabajar en cantinas, lavanderías o en enfermería, también para prostituirse o ejercer labores de espionaje y sabotaje entre bandos, llegando incluso a ser prohibidas en algunos conflictos. Rabonas, adelitas o soldaderas, muchas vindicaron su derecho a formar parte de los ejércitos regulares, exigiendo así su “derecho al mal”, que es también una legítima reivindicación feminista. Nunca estuvimos al margen.

Victimizar no es lo mismo que denunciar, desde un papel activo, la violencia y las consecuencias que la guerra tiene en las mujeres. La violencia sexual, la trata y explotación o la tortura han sido y son doctrina de guerra. No obstante, como brillantemente hizo Rita Segato en La guerra contra las mujeres, denunciando los feminicidios en Ciudad Juárez en México, cuando las mujeres se adueñan de su relato, esa victimización deja de ser pasiva y se convierte en una poderosa arma de denuncia y de movilización social. Del mismo modo, el activismo político por la paz o el desarme ha activado a mujeres a quienes se les reservaba un papel condenado al sufrimiento, pero que, mediante la autoorganización, transitaron de una posición pasiva a convertirse en actoras clave en el conflicto, como sucedió con las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina.

Pero cuidado: ser agentes activas de guerra no equivale a apuntalar el relato de los bandos ni plegarse a sus intereses. Les invito a cuestionar los relatos épicos que sexualizan y erotizan a las combatientes, como en las YPG kurdas en la guerra contra el Estado Islámico, que describe Layla Martínez en Pasamontañas, hiyabs y capitalismo baboso. Sospechemos también de aquellos que las embrutecen y presentan su identidad como deshumanizada, grotesca y afeada. Afirma Martínez que las mujeres armadas transgreden y excitan la norma social, en tanto que “usurpan” las armas, pero solo momentáneamente porque las mujeres armadas, politizadas y con una agenda política propia están lejos de ser objeto de deseo.

La militarización necesita al género, construye un orden social y lo refuerza, también para ellos. Quizá toque también hablar de desertores, de objetores y disidentes, de veteranos de guerra arrinconados en una memoria que duele y molesta, ya que, como dice Miguel Lorente, la violencia es un problema de hombres, y es hora de que ellos mismos afronten su papel y dejen de jugar a ser Sun Tzu en Twitter.

Algunas de las imágenes que acompañan este texto fueron tomadas en Donbass, en el este de Ucrania, durante los últimos ocho años de guerra. Entonces este era un conflicto silencioso —o silenciado— con 14,000 personas muertas a sus espaldas. Amnistía Internacional cifraba en dos millones las mujeres y niñas que vivían en la región. Me pregunto qué será de las que ahora atraviesan las fronteras huyendo del horror y de las que se quedan bajo la artillería, cuando se apaguen las llamas y solo quede el silencio, y el trabajo silencioso de reconstruir todo lo que han perdido.

Decía Mary Kaldor que vivimos “nuevas guerras”: más híbridas, más complejas, tecnologizadas y globalizadas, pero sean drones, rifles o misiles, todos traen los mismos resultados. Es necesario que entre el ruido de sables, las mujeres seamos dueñas de nuestro relato, sean victorias o sean derrotas, pero nuestras.
 



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