Ecología

Cómo hacer ante la crisis climática

2019-07-17

Que el cambio climático es el gran reto al que se enfrentan nuestras sociedades en las...

HÉCTOR TEJERO | Política Exterior

El reto de la ecología política no es ocupar un espacio preexistente, sino articular mayorías sociales y usar la lucha contra el calentamiento global como palanca para promover políticas de redistribución, justicia social y democratización.

Que el cambio climático es el gran reto al que se enfrentan nuestras sociedades en las próximas décadas es algo que ya muy pocos se atreven a poner en duda. Desde el inicio de la revolución industrial a mediados del siglo XVIII se ha tejido un binomio que hoy amenaza con resultar terrible para las condiciones de vida en nuestro planeta: por un lado, la insaciable voracidad de crecer asociada al capitalismo. Por otro, la energía barata, manejable y de alta calidad asociada a los combustibles fósiles –en principio carbón, pero después petróleo y ahora gas natural.

Es la quema de estos combustibles fósiles para obtener energía lo que libera a la atmósfera los llamados gases de efecto invernadero (CO2, CH4, etcétera) que, en última instancia, son los responsables del calentamiento global. Ahora bien, si la quema de combustibles fósiles es la responsable física última del cambio climático, son las dinámicas globales asociadas al desarrollo capitalista y su absoluta dependencia energética de aquellos (el 80% de la energía consumida sigue siendo de origen fósil) el principal escollo a la hora de solventar la crisis climática actual. Por un lado tenemos una matriz económica y social estructuralmente obligada a crecer a cualquier precio, sin importar los límites finitos del planeta. Por otro, nos encontramos la existencia de un lobby fósil formado por empresas petroleras y gasísticas que llevan décadas invirtiendo enormes sumas de dinero para financiar a negacionistas climáticos, venderse como empresas verdes o en tareas de presión para evitar que se tomen incluso las medidas más tibias.

En los últimos dos años, y en especial en los últimos meses, conceptos como “cambio climático” o “calentamiento global” dejan paso a otros como “crisis” o “emergencia climática”. Este énfasis en la importancia y urgencia de descarbonizar nuestras sociedades es buena señal, pero lo realmente necesario es que se empiecen a tomar cuanto antes las medidas políticas y económicas que lo hagan posible. Porque frente a un “no hay nada que hacer” que nunca sabemos si es espíritu de época o excusa fácil, lo cierto es que aún estamos a tiempo de evitar las peores consecuencias del cambio climático.

Para ello hace falta una acción global y local mucho más decidida y ambiciosa que la habida hasta ahora. Así, por ejemplo, en diciembre de 2015 se firmó el Acuerdo de París, en el que la inmensa mayoría de países del mundo se comprometía a reducir sus emisiones para mantener la temperatura global muy por debajo de los 2ºC por encima de la temperatura pre-industrial y hacer esfuerzos para no superar los 1,5ºC. Pero como no se puso ningún mecanismo diplomático global para conseguirlo, la suma de las llamadas contribuciones voluntarias nos llevarán a los 3,5ºC, lo que hizo que muchos se refirieran a dicho acuerdo como un éxito diplomático pero un nuevo fracaso climático. Lo más importante, sin embargo, es entender que los 1,5ºC o 2ºC son cifras arbitrarias: el cambio climático no es un fenómeno de todo o nada, sino que se va agravando más y más al aumentar la temperatura media global. No pasará nada especial si superamos los 2ºC: estaremos en una situación peor que tras superar los 1,5ºC y mejor que la que tendríamos con 3ºC. Por eso la lucha contra el cambio climático siempre tiene sentido. Cada fracción de grado cuenta, cada barril de petróleo no quemado cuenta.

Impactos ecológicos y sociales

Cada vez que escribo sobre las consecuencias del cambio climático busco ejemplos que hayan ocurrido en los últimos tres o cuatro meses. Cada vez resulta más fácil encontrarlos. Desde mayo de 2019, India sufre una ola de calor terrible. El 10 de junio, Nueva Delhi alcanzó los 48ºC, récord histórico para ese mes. Al menos 78 personas murieron por causas directas debido a la ola de calor (la mortalidad indirecta se prevé muchísimo mayor). Los cuatro depósitos que abastecen Chennai –la sexta mayor ciudad del país– se han secado, lo que ha llevado al racionamiento y largas colas para conseguir agua. Desde marzo de 2019, el Medio Oeste americano sufre una serie de inundaciones, las peores desde los años treinta, que han provocado un daño estimado de 3,000 millones de dólares en Estados como Iowa, Nebraska o Missouri. En la última semana de junio, Europa sufría la primera ola de calor de 2019, especialmente fuerte. En Alemania se esperaba que la temperatura superase el récord anterior para junio en unos 2ºC. El problema es que este récord es de 2018. Y esto es solo el principio: si no hacemos nada, las consecuencias serán más intensas y frecuentes a medida que avance el cambio climático.

Las consecuencias del calentamiento global varían de manera considerable según cada región geográfica. En algunos sitios implicarán aumentos del nivel del mar y huracanes más potentes; en otros, sequías y olas de calor, y en otras regiones fuertes inundaciones. No es este el espacio para hacer una breve exposición del museo de horrores climáticos que podría traer el siglo XXI, así que me limitaré a dejar claras dos ideas. En primer lugar, el cambio climático es tremendamente injusto: proporcionalmente, los principales responsables son los países más desarrollados y, dentro de cada país, los más ricos. Sin embargo, sus consecuencias las sufren sobre todo los países más pobres y, por supuesto, mucho más las clases populares que las élites de cada país.

En segundo lugar, el impacto del cambio climático viene mediado por las características concretas de las sociedades a las que afecta. El principal riesgo del cambio climático es que actúa como un multiplicador e intensificador de conflictos preexistentes. Por eso nuestras sociedades no solo deben transformarse para mitigar las causas del cambio climático, sino para ser capaces de minimizar el coste social de los acontecimientos climáticos extremos: que las sequías no arriesguen la seguridad alimentaria local y global, que los huracanes no supongan miles de muertos o desplazados permanentes, o que las olas de calor se asocien a mortandades mucho menores.

La transición ecológica es política

Afrontar la amenaza que supone el cambio climático pasa irremediablemente por una transición ecológica que descarbonice nuestra matriz energética y productiva, que reduzca nuestro consumo energético neto y que afronte las consecuencias que nos esperan. Es decir, sea por mitigarlo, por adaptarnos a él o por sufrir las consecuencias de no hacerlo, el cambio climático transformará por completo la sociedad en que vivimos. Lo que está en disputa ahora mismo es el sentido, ritmo y alcance de dichos cambios. Es decir, a quién beneficiarán y quién asumirá los costes. Si la transición ecológica será una palanca para una mayor justicia social y democratización o si, por el contrario, profundizará la tendencia global a una mayor desigualdad y regímenes más autoritarios. Por eso, y frente a las tentativas tecnocráticas, es necesario repetir que la transición ecológica es, ante todo, una batalla política –imbricada, eso sí, en un reto técnico de enormes dimensiones–.

En este sentido, uno de los grandes problemas de la transición ecológica es que, sobre todo durante las últimas décadas del siglo XX, el aumento del nivel de vida de las élites globales, pero también de grandes sectores de las clases medias y trabajadoras del planeta, se produjo a costa de intensificar la crisis ecológica. Deshacer esta contradicción entre calidad de vida a corto plazo de la inmensa mayoría y las condiciones naturales que las sustentan a medio y largo plazo es el gran reto de una transición ecológica socialmente justa. Y esto es así no solo por un motivo ético fundamental. Para todos aquellos que vivimos en democracias parlamentarias, lograr una transición ecológica socialmente justa implica ser capaces de articular amplias mayorías que la defiendan y exijan frente a los intereses del lobby fósil. Esta mayoría, necesariamente mestiza y polifónica, deberá ser capaz de desplazar el sentido común de la época, ganar elecciones que permitan conquistar y retener posiciones institucionales y contar con suficiente capacidad de movilización en la calle.

A esta especie de magma social, sin duda contradictorio y complejo, se le ha llamado en otros lugares “pueblo del clima”. Su construcción es la tarea fundamental de la ecología política durante la próxima década. Sobra decir que las formas organizativas y culturales concretas en las que se exprese dicho pueblo dependerán de la coyuntura institucional y política concreta de cada sitio. En este sentido podríamos comentar dos avances significativos que han ocurrido en el último año: el Green New Deal en Estados Unidos y la llamada “ola verde” en Europa.

‘Green New Deal’ y “ola verde”

El Green New Deal, quizás uno de los términos de 2018, ha conseguido imponerse en EU como la respuesta al cambio climático dentro del campo progresista. En sus versiones más ambiciosas supondría la descarbonización de la economía estadounidense en apenas una década. Pero el Green New Deal no es tanto un programa político detallado como una idea-fuerza, un concepto general aún en disputa que pretende resolver la contradicción antes mencionada a través de un “nuevo pacto verde” que inicie una transición ecológica socialmente justa en el marco del capitalismo, tratando de embridar sus tendencias más destructivas.

A la vez que se desarrolla mediante medidas concretas, estamos ante un dispositivo político que, por referirse a la época del New Deal de Franklin D. Roosevelt, con fuertes resonancias positivas en la conciencia norteamericana, sería potencialmente capaz de atraer tanto a votantes demócratas como a republicanos moderados. Aunque es un término con ya casi una década, su proyección en los últimos meses se ha debido a la sinergia establecida entre el empuje de los nuevos movimientos de jóvenes contra el cambio climático en EU –como el Sunrise Movement– y la potencia mediática de una neoyorquina de origen puertorriqueño, Alexandria Ocasio-Cortez, la congresista más joven de la historia de EU.

Con independencia de lo que ocurra en 2020, lo cierto es que, con el Green New Deal como punta de lanza, la izquierda del Partido Demócrata ha conseguido poner el cambio climático en el centro de la agenda política, algo impensable hace apenas un par de años. La mayoría de los candidatos a las primarias demócratas se han visto obligados a firmar compromisos de no aceptar donaciones del lobby fósil, a posicionarse respecto al Green New Deal y a presentar programas de transición ecológica más o menos detallados. Incluso uno de ellos, el gobernador de Washington, Jay Inslee, se ha presentado como un candidato climático, con la intención de empujar el debate durante las primarias.

El otro fenómeno llamativo en la ecología política del último año es la denominada “ola verde”: la mejora de los resultados electorales locales o generales de los partidos ecologistas en algunos países europeos como Bélgica o Luxemburgo, y en las elecciones europeas de mayo de 2019 (donde el grupo de Los Verdes se ha convertido en el cuarto del Parlamento Europeo). Destaca Alemania, donde tras grandes progresos en elecciones regionales como Baviera o Hesse en 2018, así como buenos resultados de las europeas, Los Verdes lideran, por primera vez en su historia, las encuestas de intención de voto en las elecciones federales. En el crecimiento de Die Grüne hay varios fenómenos que merece la pena remarcar: su desproporcionada capacidad de captar votos jóvenes (casi un tercio de quienes votaron por primera vez en las elecciones europeas optaron por los verdes); su carácter transversal (aproximadamente la misma proporción de sus votantes viene del centro-izquierda que del centro-derecha); y la combinación de su carácter verde con una oposición frontal a la ultraderecha.

Otro fenómeno a destacar en Europa es la conformación de gobiernos en torno a agendas de transición ecológica, como ha ocurrido en Finlandia y Dinamarca tras sus últimas elecciones. En el primer caso, después de unos comicios muy polarizados por la cuestión climática y con la extrema derecha en segundo lugar –a 7.666 votos de los socialdemócratas–, se formó un gobierno de coalición de cinco partidos (de liberales centristas hacia la izquierda, pasando por los verdes) que se ha propuesto emisiones netas nulas en 2035, un objetivo muy ñambicioso. En Dinamarca encontramos un caso parecido, aunque en este caso será el partido socialdemócrata quien gobierne en solitario con el apoyo de varios partidos a su izquierda, en un pacto que incluye una ley climática que se compromete a reducir un 70% las emisiones para 2030. Curiosamente, mientras en Finlandia el partido verde ha crecido ligeramente en las últimas elecciones (de un 8% a un 11%), en Dinamarca tanto Alternativet (partido verde) como la Alianza Rojiverde (ecosocialistas) han caído ligeramente.

El fenómeno Ocasio-Cortez, la idea del Green New Deal y los resultados de los verdes europeos sugieren que algo se mueve en la ecología política global. En los últimos meses se habla, sobre todo después de los resultados de las europeas del 26 de mayo, de “ocupar el espacio verde”, es decir, de cómo conseguir atraer el espacio sociodemográfico que ocupan los verdes en Europa (votante joven, urbano, con alto nivel de formación y, en general, de renta media).

Siguiendo a Stuart Hall, para quien la política no era un ejercicio de representar mayorías sino de crearlas, el principal reto de la ecología política no sería ocupar ningún espacio preexistente o, peor aún, pintar de verde los viejos programas poscomunistas. De lo que se trata es de ser capaces de articular mayorías sociales en torno a la lucha contra el cambio climático y usar la transición ecológica como palanca para políticas de redistribución, justicia social y democratización.

Del mismo modo, no hay que calcar términos o estrategias que hayan funcionado en otros países, sino aterrizarlas en cada contexto, identificando las políticas específicas, los valores, afectos, miedos, deseos y fracturas sociales sobre las que esas mayorías se pueden construir. Es lo que intentó Más Madrid en las últimas elecciones autonómicas y municipales: no tener un capítulo verde del programa, sino poner una transición ecológica socialmente justa en el centro de la propuesta política y comunicativa, como un motor que puede reducir la desigualdad y reequilibrar nuestra región. Comparados con otras partes del país y a pesar de haber sido insuficientes para desarrollar nuestra agenda, los resultados avalan que esta estrategia tiene futuro.



Jamileth