Panorama Norteamericano

Alertadores 

2019-10-22

Después ya sólo era una cuestión de presionar: Solomon, Giuliani y Schweizer...

 

Fabrizio Mejía Madrid, Proceso

El juicio político contra el presidente Donald Trump ha puesto a los estadunidenses a preguntarse sobre la verdad. Basta mirar y escuchar lo que CNN y Fox News transmiten para saber que no la tienen fácil: una cadena asegura que la llamada telefónica en la que el presidente condiciona la ayuda a Ucrania a cambio de que le entreguen información comprometedora sobre su contrincante demócrata, Joe Biden, es suficiente para acusarlo de violar la Constitución, mientras que la otra asegura que todo es un montaje de la oposición demócrata rumbo a las elecciones y que hay que investigar las corruptelas de Biden en Ucrania. Para un espectador no experto en Nixon y Clinton resulta complicado tomar partido, porque pareciera que existen dos verdades o quizás dos mentiras. La verdad es difícil de desmenuzar.

Un artículo de Jane Mayer en el New Yorker (4 de octubre) rastrea el origen de la historia de Joe Biden en Ucrania. Su recorrido es sintomático de una cultura, como la norteamericana, revuelta entre el sesgo de sus periodistas, las noticias falsas y una población que espera que la información confirme sus prejuicios.

Lo de Ucrania es una fake new que, de tanto repetirla, afectó las decisiones del propio Trump. Mayer rastrea el origen de la idea de que Joe Biden y su hijo, Hunter, habían lucrado con su influencia en la Casa Blanca para hacer negocios energéticos en Ucrania. Lo encuentra en el Instituto para la Responsabilidad Gubernamental, una supuesta ONG cuyo dueño es el exasesor de Trump, Steve Bannon. El director del instituto, Peter Schweizer, tenía la encomienda de encontrar mugre y basura entre los seguidores de los Clinton y Obamas, “que produjera cobertura de los medios tradicionales e indignara a la base de los conservadores”.

Sin importar las fuentes, el instituto se abocó a esparcir suposiciones sobre la corrupción de Hilary Clinton, basadas en páginas de Wikipedia. En un libro, Schweizer aseguró que existían negocios de Hunter Biden en Ucrania y que una investigación por corrupción en ellos había sido detenida por su papá, siendo vicepresidente de los Estados Unidos. No citaba fuente alguna para la causa, la evidencia ni la investigación. La suposición llegó a oídos del abogado de Trump, Rudolph Giuliani, vía Fox News, que presentó la historia como verdadera a finales de 2018. Hasta aquí, todo es propaganda, pero necesitaban la validación de un medio que no fuera acusado de sesgo partidista. Encontraron a un periodista respetado del Washington Post, y ahora desempleado, John Solomon. Sus columnas en “The Hill” sobre la corrupción de los Biden le fueron presentadas como “evidencia” a Donald Trump.

Después ya sólo era una cuestión de presionar: Solomon, Giuliani y Schweizer aparecieron en Fox News demandando una investigación del Departamento de Justicia contra los Biden. Lograron su cometido cuando el New York Times finalmente retomó la historia como posibilidad. La validación por un medio respetado hizo de una fabricación, un tema a discutir. Pero ya había dado la vuelta sobre sí misma: Trump llamó al nuevo presidente de Ucrania para solicitarle la información que sustentara la mentira. Eso le dio la oportunidad a los demócratas, basados en el dicho de un “alertador”, de emprender un juicio político contra el presidente desde el Congreso.

Hago este resumen de lo investigado por Jane Mayer para pensar sobre algo que nos toca como mexicanos. Lo formulo como una pregunta: ¿Es válido que los medios de periodistas tomen como información válida lo que se abre paso en medios falsificables? ¿Importa la información en sí misma o deberíamos fijarnos de dónde proviene? ¿Importan o no los motivos de quienes lo publican? ¿Deben ceder los medios de periodistas a la presión que generan los institutos, oenegés, las redes?

Es conveniente retomar el debate norteamericano para aclarar el nuestro. Una primera aproximación es la diferencia que ellos mismos hacen entre alertadores y filtradores. Los primeros son personas que le avisan a una autoridad o a la prensa de una ilegalidad que creen que se está cometiendo dentro del gobierno o de una empresa. Los alertadores pertenecen a la organización a la que denuncian y sus motivos provienen de una crisis de conciencia. Los alertadores tienen un propósito ético contra el uso del poder público o la jerarquía para obtener beneficios personales.

Por contraste, la filtración tiene como objetivo hacer avanzar una ambición política, denigrando la honra de los opositores. Puede ser, incluso, que lo que se filtra no sea ilegal pero sí vergonzoso. Como escribe Allison Stanger en su reciente libro para ayudar al debate estadunidense, Whistleblowers: “Hay secretos que no constituyen malas conductas pero que pueden destruir una carrera pública”. Y concluye: “Los alertadores apelan a la ley y a la Constitución para que cese el abuso de poder que han creído descubrir”.

Esa es una diferencia sustancial con un simple filtrador que sólo quiere ver destruido y avergonzado a su contrincante. Si bien los alertadores traicionan a la organización de la que son parte, prefieren seguir leales a sus convicciones, actuar con base en su propia conciencia. Los que filtran, apuntan hacia su propio beneficio político o personal y no buscan, como sí lo hacen los alertadores, que se establezcan protocolos claros para impedir las ilegalidades o las conductas abusivas. En general, los filtradores descubren un secreto para demeritar, mientras que los alertadores piden justicia, reformas legales, cambios de comportamientos. Por lo tanto, no toda filtración es alertadora.

Lo que sigue es pensar en qué es la información como bien público. No todo secreto develado sirve al debate público. Los medios han descuidado la verdad como valor para sustituirla por la velocidad y lo “viral”. Ser los primeros en reportar algo se ha convertido en algo más importante que verificarlo y no ignorar lo “viral”, aunque sea dudoso, se equipara con tener un sesgo. Así, todas las semanas vemos en México lo que le ocurrió al New York Times con Ucrania: los medios respetados acaban por hablar de alguna mugre que surgió de la tenebra de una fábrica de desprestigios. Toman una filtración como una alerta, se suman a lo que todo mundo está compartiendo, a la tendencia inflada, a la suposición, a la especulación infinita. Lo más escuchado es una especie de advertencia sobre lo que todavía no sucede: “No vaya a ser como cuando Calderón o cuando Peña Nieto”. Esa sospecha, basada en fuentes interesadas, no aporta nada al bien público de la información. La sospecha no es lo mismo que la crítica.

Un argumento muy socorrido es el de que todos los medios son iguales, o sea que todos están de alguna forma condicionados por los intereses privados de sus dueños. De ello se sigue que toda información es potencialmente falsa. Y si todo es falso, nada es falso. Esa homogeneidad que se le quiere dar a los medios no alcanzaría a diferenciar, volviendo al ejemplo del juicio contra Trump, al Instituto de Steve Bannon, de Fox News, y éste del New York Times. Veamos: el primero está creado para sólo desentrañar mugre contra sus opositores, sin importar si es verificable o no; en el segundo, se trata de una cadena de televisión creada específicamente para confirmarle a los conservadores sus prejuicios, creencias y puntos de vista; el tercero es un diario prestigioso que, si bien tiene un sesgo, no es esa su principal característica.

Los dos primeros no llegan muy lejos sin la ayuda del prestigio del diario neoyorquino porque carecen de las formas de validación cultural que sólo dan casi dos siglos de existencia y una historia rica en “alertadores”, investigaciones periodísticas y escritores. Sin el New York Times los delirios antiinmigrantes de Bannon y la vulgaridad de Fox News –cuyos conductores de noticias se refieren a los políticos demócratas con apodos– se quedarían donde están, en lo más bajo del pozo de la información privatizada.

Creo que importa si la información se origina desde un medio falsificable, aunque sea verdadera. El rasero debiera estar en si contribuye o no al debate público o sólo ayuda a enturbiar los términos del mismo. No toda filtración es alertadora y la corrupción en una definición general, es usar un bien público en beneficio de uno particular. Las informaciones que surgen como un arma de los dueños de los medios, antes de pensarse como verdaderas o falsas, debieran tomarse como formas de usar el bien público de la información con fines privados.

¿Quién puede definir esto? Supongo que los medios prestigiados como el New York Times, antes de que cayera en el juego de la presión mediática. ¿Cuál es esa presión? Es tratar de demostrar que no se tiene sesgo político cuando se informa –cosa que no existe más que en un mundo platónico– dándole voz a las filtraciones de los opositores, repartiendo golpes contra izquierda y derecha, uno cada día –la neutralidad como distribución equitativa de la vergüenza–, y navegando en la actual confusión entre “el poder”, así en general, y “este poder”. Tan no sirve esa presión que su resultado fue que un presidente que hacía un programa de televisión acabó llamando a un comediante de la televisión ucraniana para preguntarle por la verdad.



regina
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