Testimonios

Un varón de Dios para estos tiempos grises sin grandeza

2019-08-19

Armas de guerra superiores a las del pueblo de Dios. Conocimiento exacto del terreno y sus...

Por Antonio Borda

Moisés no entró en la tierra prometida porque ya Dios lo quería junto a Él. Sus años fueron ciento veinte de los cuales más de la mitad los pasó conduciendo un pueblo de cerviz dura, ingrato e inconstante en el amor. A través de Moisés Dios hizo maravillas que todavía hoy la humanidad no ha olvidado pero que a profeta tan grande le costaron fatigas, dolores y perplejidades sin nombre.

Pero Josué fue el personaje. Con su padre espiritual en los Cielos, el conductor del pueblo elegido para llevarlo por la aridez de años de desierto, el hombre de los grandes milagros y el aliado incondicional de Dios, Josué entraría, conquistaría y repartiría entre las tribus la tierra prometida a Abraham hacía ya más de seiscientos años. Definitivamente ni los cálculos ni los tiempos de los hombres son los mismos de Dios.

Josué la estalagmita Moisés la estalactita. Y Tierra y Cielo quedaron unidos por torrentes de gracias que presagiaban la Redención que habríamos de esperar otros cientos de años más. Porque -ya lo sabemos- un siglo es como una fracción de segundo para nuestro Dios maravilloso y perfecto.

La lucha de Josué -el primero de los jueces- fue el flagelo para aquellos pueblos paganos, decadentes, soberbios y opulentos al lado de los cuales los Israelitas parecían saltamontes: ciudades amuralladas y amedrentadoras imposibles de conquistar.

Armas de guerra superiores a las del pueblo de Dios. Conocimiento exacto del terreno y sus accidentes geográficos. Depósitos de agua y reservas de comida en las despensas. ¿A qué precio nos dará Dios estas tierras? Se debieron preguntar los más cobardes. Pero Josué tenía a Moisés allá arriba y confiaba en su asistencia.

Al son de trompetas ungidas por la fe Josué dio las vueltas que le ordenó el Señor alrededor de Jericó y al séptimo día las herméticas murallas se vinieron al suelo. ¿Qué pensarían y comentarían entre ellos los habitantes de Jericó medio sorprendidos o muertos de la risa? ¿Qué hacen esos locos dando vueltas alrededor de nuestra inexpugnable muralla llevando esa misteriosa caja en hombros y soplando trompetas? Entonces, los muros de piedra dura se fueron al piso y los israelitas en armas -prefigurando la recuperación de Jerusalén por los cruzados, arrasaron la ciudad más fuerte de la región. Con ella en manos de Dios, los otros pueblos Cananeos sintieron que estaban peleando con un Dios superior al de sus diabólicos ídolos.

En una batalla Josué detuvo al sol para prolongar el combate y Dios le dio la victoria. Cinco reyes paganos aliaron sus ejércitos contra los hijos de Dios y fueron derrotados estruendosamente. Murieron de estos enemigos muchos más de los que los Israelitas pasaron a espada: Una lluvia de ángeles convertidos en granizo duro cayó sobre los réprobos y los diezmó.

Pero Josué cargó con el peso de las traiciones, las imprudencias, los miedos y los desánimos frecuentes de su pueblo. Baste leer con detenimiento y entusiasmo el libro de Josué en la Biblia para comprender que Dios en su momento descarga con fuerza y poder sobre los hombros de su varón de confianza y "polo a tierra", la justicia reivindicatoria que hace sufrir pero que salva a todos. Josué como Moisés también fue una prefigura de nuestro Salvador.

¡Cómo estamos necesitando ahora un Josué más, y un libro entero que cuente su epopeya! Serán los cimientos férreos del Reino de María que ya comenzó su aurora, porque también habrá un Moisés protegiendo la magna obra que él llevó a cabo a través de un desierto de indiferencias y odios ocultos pero radicales, algunos de ellos en las propias filas del pueblo que un día sacó de la más oprobiosa esclavitud, porque hubo otros israelitas en Egipto que nunca perdieron la esperanza.



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