Testimonios

Análisis de la crítica marxista de la religión 

2021-07-23

Por ello me ha parecido útil sacar de nuevo a la luz unos pocos folios que escribí...

Antonio Orozco Delciós

La crítica sociológica, psicológica y dialéctica. 

Que el marxismo se disuelve es evidente, por más que los viejos intelectuales marxistas de Occidente se nieguen a cualquier autocrítica y guarden sepulcral silencio. No obstante, quizá hayan de pasar décadas antes de poder decir: «Marx ha muerto». 

Porque Marx es portador no sólo de un mensaje frustrado, sino de una mentalidad compartida en buena parte por el «capitalismo salvaje» y por cualquier materialismo militante. Marx recogió y recubrió con aspecto científico –aunque muy poco resistente a la crítica- la retórica del ateísmo de siempre. Por ello me ha parecido útil sacar de nuevo a la luz unos pocos folios que escribí hace bastantes años (*) después de estudiar la crítica marxista de la religión. No quise escribir más - aunque por aquel entonces el marxismo parecía, incluso a muchos cristianos, el tren de la historia que no debía perderse -, por una razón que conocen mis amigos: el error me aburre. Hoy en los programas de Historia de Filosofía de Bachillerato, en España, uno de los siete u ocho autores de obligado estudio es Karl Marx. En algunas comunidades –no todas-, no aparece ningún autor cristiano. No está de más pues, una aproximación crítica a la crítica marxista de la religión. Expondré, breve y sencillamente:

En coherencia con los postulados rigurosamente materialistas de Karl Marx, su sistema ideológico rechaza necesariamente cualquier valor que trascienda la dimensión espacio temporal en que ha de situarse el ser humano. Pero -más allá de Feuerbach- Marx no considera la religión como un mero «error teórico», sino como tremenda «enajenación» del hombre, consecuencia de la situación de miseria en que se encuentra y que le hace buscar en un «más allá fantástico la esperanza del remedio de sus males» (por supuesto, no serían otros que los de orden material y, en el fondo, económicos). 

«La religión -dice Marx en su Filosofía del Derecho- es el suspiro de la criatura oprimida, la conciencia de un mundo sin corazón, así como ella misma es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo; es decir, algo así como una droga, una evasión de la realidad, un refugio del sentimiento que, por otra parte, según Marx, impide al hombre lanzarse a la conquista del bien temporal de la sociedad, mediante la lucha con las fuerzas opresoras que no serían otras que las del capitalismo. La lucha a muerte con el capitalismo para instaurar la soñada sociedad comunista («último fin» marxista) es el motor de la praxis marxista, su fuerza de arrastre, su mensaje mesiánico.

La religión en el entorno del joven Marx

Pero antes de proceder a una crítica a la crítica marxista de la religión, quizá no sea superfluo referirnos a la vivencia de Karl Marx tuvo de la religión en su infancia y juventud.

Marx nace en una familia de rancio abolengo judío (su abuelo había sido rabino en Tréveris), convertida al luteranismo más que por convicción por la fuerza de las circunstancias. Las discriminaciones y persecuciones de las leyes antisemitas que tenían lugar en la Europa de entonces, hicieron que su padre -de buena posición social, abogado y miembro del tribunal de apelación de Tréveris- se alejara de la sinagoga y acabara por alistarse a una religión vinculada al poder civil. No es de maravillar que la religión se presente a los ojos del joven Marx como un expediente social y fuerza opresora. Cuando Marx era ya públicamente ateo y revolucionario comunista, quiso casarse y tuvo que hacerlo «por la iglesia», debido esta vez a las presiones familiares de la novia. Se le negará más tarde una cátedra en la universidad de Bonn por su profesión de ateísmo.

El escaso vigor metafísico de Marx le impedía analizar con justeza su propia situación y entorno y vio siempre la religión como indisoluble del trono, de la monarquía, del Estado; es decir, unida a sus enemigos. Si él, se encuentra al lado de acá, pone la religión al lado de allá, en la acera de enfrente. De modo que si Marx es comunista y su enemigo el capitalismo, la religión habrá de ser por fuerza capitalista; si él se considera progresista, la. religión será reaccionaria. Como veremos, sus críticas a la religión proceden de simplificaciones casi inauditas. Ya en su tesis de doctorado sobre la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro, presenta la religión como alienación del hombre y una filosofía -la suya- que no se esconde para decirlo: asume la profesión de Prometeo; «en una palabra ¡tengo odio a todos los dioses!». Y Marx, en su filosofía, será fiel a este principio tan poco filosófico que es la visceralidad, el sentimiento; la voluntad, en definitiva, pasará por encima de la razón y le impondrá a ésta postulados que no resisten ni la crítica del sentido común ni la de una filosofía rigurosamente fundada en la realidad de las cosas y de la historia. 

Se hallan en Marx tres argumentos fundamentales con los que pretende haber arruinado los cimientos racionales del fenómeno religioso, calificados respectivamente de «crítica psicológica», «crítica sociológica», y «crítica dialéctica».

LA CRÍTICA SOCIOLÓGICA

Examinemos en primer lugar la crítica más eficaz en las reuniones públicas -la más débil también a la reflexión- que consiste en determinar el papel social de la religión. Ya Feuerbach había sostenido que la idea de Dios es una proyección fantástica que el hombre hace de su propia esencia, esto es, una alienación mental del individuo humano por la cual atribuiría a un ilusorio Ser supremo lo que de «divino» e «infinito» tiene en sí mismo. Marx refrenda, pero también corrige la explicación de Feuerbach a quien reprocha el referir la religión al individuo, cuando en rigor sería un «producto social», reflejo del estado de una sociedad y no de un individuo (como acontecía en Feuerbach).

Según Marx, la religión al prometer el paraíso en la otra vida y predicar la paciencia y la resignación en este mundo, aparta al hombre del esfuerzo por mejorar su suerte en la tierra. Por eso, dice, «la verdadera felicidad del pueblo exige la supresión de la religión en cuanto felicidad ilusoria del pueblo»; «ilusoria» por cuanto no cambiaría nada la situación del hombre. De ahí que se tilde al creyente de desertor de esta tierra y a la religión de «reaccionaria», «conservadora», «opuesta al progreso de la humanidad». 

Una vez puestas tales bases, Marx se lanza a desprestigiar toda religión, aunque sus afirmaciones tengan que chocar frontalmente con los datos históricos más verificables. «Los principios sociales del cristianismo -afirma en La sagrada familia, con toda gratuidad- han justificado la esclavitud antigua, glorificando la servidumbre medieval, y cuando llega la ocasión, actualmente, saben justificar el proletariado, aunque con un aire aparentemente contrito. Los principios sociales del cristianismo predican la necesidad de una clase dominante y de una clase dominada... Los principios sociales del cristianismo trasladan al cielo la compensación de todas las infamias, y de este modo justifican la perpetuación de estas infamias sobre la Tierra... como justo castigo del pecado original... (como) tribulaciones impuestas por el Señor. Los principios sociales del cristianismo predican la cobardía, el desprecio de sí mismo, la humillación, la sumisión, la humildad: es decir, las cualidades de la canalla. El proletariado 
que se niega a dejarse tratar como canalla -continúa Marx- necesita todo su coraje, de la propia estimación, de su orgullo, y de su gusto por la independencia más que de su pan. Los principios sociales del cristianismo son cautelosos; el proletariado es revolucionario (K. Marx, La Sainte Famille, trad. Molitor, Oeuv. phil. Costes, t. lll, pp. 84-85).

Cuando se leen párrafos como éste, uno se pregunta si vale la pena seguir ocupándose del marxismo. Sin embargo se siente obligado a ello cuando piensa que el «duende» marxiano sigue subyugando a tantos que todo lo someten a crítica excepto los dogmas materialistas y anticristianos. Aún, ahora, después de la irreversible disolución del marxismo, quedan en el aire acusaciones semejantes (Nietzsche, si cabe, las aumentó). Ninguna afirmación de las que acabamos de transcribir es sostenible si no es la de que el cristianismo predica la humildad –que, por cierto, en cristiano, se define como «andar en verdad»- y la prudencia. Al cristianismo le debemos precisamente la condena de la esclavitud y la progresiva liberación de los esclavos en Occidente. Es en el cristianismo -y no en el marxismo- donde se ha-profundizado en el concepto de libertad personal, individual, de la persona concreta de carne y hueso; y se ha reconocido el valor de la persona (singular) frente a los materialismos -también el marxista- que la pre
sentan como un mero producto de la materia, no más que como un ilustre simio sometido a las necesidades de la especie. En ningún documento cristiano se encontrará la afirmación de que deban existir clases dominadas y dominantes ni justificación alguna de las infamias. Lo que enseña el cristianismo es que el hecho de sobrellevarlas sin odio, por amor a Dios y al prójimo, hallará recompensa en el cielo. El cristianismo enseña que el Señor tolera las infamias que se infieren a los buenos, porque en su omnipotencia sabrá sacar de ellas bienes para éstos; ni las quiere Dios ni manda permanecer con los brazos cruzados: lo que sí hace es prohibir aquellos medios intrínsecamente malos y que, por consiguiente, no pueden justificarse aunque se pusieran para conseguir un buen excelente. El cristianismo exige la valentía de dar la vida -si fuera menester- confesando la verdadera fe. El cristiano no desprecia más que el pecado; ni se desprecia a sí mismo ni puede despreciar a pecador alguno...

Pero a Marx no le parece importar la verdad, sino su verdad. O tal vez no se ha preocupado de mirar un poco más allá de una perspectiva doméstica o «provinciana». Marx se desentiende de si la religión se justifica racionalmente o no, o de la posibilidad de que haya alguna religión revelada por el mismo Dios. Marx ha decretado que Dios no existe; por lo tanto ha de buscarlas raíces del universalísimo fenómeno religioso en las únicas condiciones que reconoce, esto es, en las condiciones materiales de existencia y, más concretamente; en las condiciones económicas. 

Lo primero que cabe objetar a Marx es, por consiguiente, que su argumentación tiene un mal comienzo: el de presuponer -a priori, sin previa indagación- que Dios no existe, sin atender tampoco a los argumentos en favor de la existencia de Dios tal como han sido desarrollados por los más destacados pensadores a lo largo de más de veinte siglos (como veremos más adelante, Marx aludirá a ellos, pero desfigurándolos previamente).

En segundo lugar, cabría señalar que el criterio que guía a Marx en su crítica a la religión es el de la utilidad social. En rigor, Marx no se pregunta si hay Dios, sino si es útil o perjudicial que los hombres crean en Dios; y responde con la segunda alternativa: Marx comete pues varios errores: reduce la religión a un fenómeno social y afirma que es perjudicial para la sociedad.

Pero aun tomando como criterio de certeza el de la utilidad, no es legítimo negársela a la religión y mucho menos a la religión católica. Cualquier historiador imparcial sabe del enorme influjo del cristianismo en el orden de los más preciados valores que hoy son estimados en la civilización occidental. Sin embargo, insisto, la cuestión primera no es si la religión es útil o no, sino más bien si es verdad o no que hay Dios personal al que el hombre deba corresponder con amorosa adoración. Al estar bien probado que esto es así queda además claro que la religión no puede reducirse a una forma social, puesto que, ante todo, impone una relación personal entre el hombre y Dios. Reconocerse criatura –en dependencia esencial al Creador-, no es humillación alienante, de esclavo que renuncia a su dignidad de persona, sino reconocimiento agradecido de una dignidad incomparable, muy superior a la que tendría si se tratara solamente de un simio evolucionado. El cristiano sabe, además, que ha sido creado a imagen y semeja
nza de Dios, de modo que su trato con el Creador no es el de un siervo, sino el de un hijo amadísimo, abierto a una «amistad» entrañable con el Amor infinito que es Él. Esta relación de filiación gozosísima, le permite comprender, con una profundidad insospechada para el incrédulo, que es en verdad y con fundamento inquebrantable hermano de todos los hombres, hijos de un mismo Padre. Así, toda persona merece un respeto que se diría infinito, aunque se trate de un enemigo, incluso si se llama Karl Marx. Éste, por lo demás, es el único fundamento capaz de crear la conciencia de una verdadera fraternidad universal (la existencia de un Padre común), manifestada en el empeño por la consecución de un orden social en el que impere no sólo la estricta justicia, sino lo que va más allá de todo lo estrictamente debido: el amor «con obras y de verdad». Un cristiano puede dejar incumplidas las exigencias de su fe, pero este hecho no autoriza a negar la «utilidad» de la verdadera religión, su espíritu potenciador del prog
reso hacia formas sociales cada vez más justas y dignas de la persona. Aun desde este parcial punto de vista, debiera entenderse que si se pretende un justo orden social, lejos de combatir la religión, el mejor camino comienza con la invitación a los cristianos a ser cada día más consecuentes con su fe.

Sólo puede acusarse a la religión de «reaccionaria» cuando se pretende que el progreso social no puede lograrse más que por la revolución violenta y bajo la forma del comunismo materialista. El cristianismo - frente al comunismo- defiende la propiedad privada por muy sólidas razones que se fundan precisamente en algo que desconoce el materialismo dialéctico: la dignidad de cada persona humana en singular (no ya del «hombre genérico») y su derecho a disponer en propiedad (no como un préstamo del Estado o de la comunidad política) algo más que su cepillo de dientes: aquellos bienes convenientes para llevar -con los suyos-, una vida conforme a la dignidad que le es propia.

La Iglesia no es «conservadora» ni «progresista»; trasciende estas categorías, porque su fin esencial es sobrenatural: la salvación eterna de los hombres, sin desentenderse, al contrario, de su modo de existir en el mundo. Cumpliendo fielmente su fin hará indirectamente la más eficaz labor en el orden social, despertará la responsabilidad de los fieles con vistas al servicio que han de prestar -desde muy diversas opciones temporales- a sus hermanos del mundo entero.

LA CRÍTICA PSICOLÓGICA 

Los «clásicos» del marxismo (Marx, Engels, Lenin) han buscado también el modo de desprestigiar la religión basándose en argumentos de tipo psicológico. Pretenden haber hallado el origen de la idea de Dios en determinados condicionamientos sociales. Engels se explica de la siguiente manera:

«Toda religión no es más que el reflejo fantástico en el cerebro de los hombres de las potencias externas que dominan su existencia cotidiana, reflejo en el que las potencias terrestres adoptan la forma de potencia supraterrestres. Al comienzo de la historia son primeramente las potencias de la naturaleza las que están sujetas a ese reflejo y las que, al continuarse el desarrollo, adquieren en los diferentes pueblos las personificaciones más diversas y variadas..: Pero ocurre que, enseguida, junto a las potencias naturales, entran en acción asimismo las potencias sociales, potencias que se alzan frente a los hombres y que les son igualmente extrañas y, al principio, igualmente inexplicables, dominándoles con la misma apariencia de necesidad natural que las fuerzas de la naturaleza.,. En una fase más avanzada de la evolución, el conjunto de los atributos naturales y sociales de los numerosos dioses se deposita en un solo Dios todopoderoso y que no es en sí una vez más, otra cosa que el reflejo del hombre abstracto. Así es como nació el monoteísmo que, en la historia, fue el último producto de la filosofía griega vulgar y ya en su ocaso y que halló su encarnación, ya de antes preparada, en el Dios nacional exclusivo de los judíos, Yavé. Bajo esta forma cómoda -continúa Engels-, manejable y susceptible de adaptarse a todo, la religión puede subsistir como forma inmediata, es decir, sentimental, de la actitud de los hombres respecto a las potencias extrañas, naturales y sociales que les dominan, mientras los hombres están bajo la dominación de estas potencias» (Engels, en Anti Dühring, pp. 355-356).

Engels incurre en el error extendido en su tiempo, de admitir sin crítica la hipótesis que establece el politeísmo como anterior o previo al monoteísmo. Una hipótesis que nunca ha sido probada, antes bien parece definitivamente desmentida por las investigaciones iniciadas por el etnólogo y lingüista Wilhelm Schmidt (1864-1954) que han puesto de manifiesto la existencia de un monoteísmo primordial en el conocimiento y veneración de un Ser supremo, fácil de hallar en numerosos pueblos primitivos. Pero la crítica radical que merece la hipótesis sostenida por Engels la haremos un poco más adelante. Veamos antes los matices y las intenciones que cobra el argumento en los textos marxistas.

Cuando la mente humana cae en la trampa del materialismo, se ciega para toda realidad de rango superior a la materia y todo habrá de explicarlo a partir de realidades materiales, aun lo irreductible a ellas, como la mente, que el marxismo considera como una mera secreción del cerebro. Toda realidad superior habrá de ser negada a priori, pero al mismo tiempo se pretende presentar esa negación como «científica», aunque para ello haya que forzar las experiencias más claras e inmediatas. Es claro que el conocimiento más o menos razonado -según los tiempos y los pueblos- de la existencia de un Ser supremo, de una ley natural, de una dignidad inherente a la persona humana, etcétera, son cosas todas ellas sin sentido en una concepción materialista del universo (y por lo tanto, en el marxismo). La religión entonces -sobre todo si contiene la plenitud de la Verdad- se presenta como principal enemigo. La religión, por el mero hecho de afirmar el respeto debido a la persona en sí -y, en consecuencia, por ejemplo, la defensa de la vida del inocente por encima de la utilidad social, la defensa del derecho a la propiedad privada y la condenación del odio negador de tal dignidad- habrá de ser necesariamente combatida; habrá que luchar ante todo por barrer de la conciencia de los hombres la idea de Dios, de la fraternidad universal (sustituyéndola por la idea de una camaradería vinculante tan sólo con los miembros del Partido), la idea de un más allá de la historia temporal y la vida eterna. Todas estas cosas deben ser negadas -no hay alternativa- si se quiere poner en marcha una revolución que significa lucha de clases -odio a muerte a ciertos hombres-; obediencia incondicional al Partido que, para ser eficaz en la práctica -la utilidad es el único criterio de verdad y bondad-, ha de tener en su poder la posibilidad de disponer de la vida de las personas. Puesto que éste es el camino obligado y proclamado en el marxismo, es también obligado combatir la religión. Esta obligación no es accidental sino sustancial a esa doctrina, aunque bastantes creyentes -ingenuamente- estuvieron persuadidos de que se podía aprovechar «lo positivo» del marxismo y unirse a él para conseguir una sociedad más justa. Ahora bien, la doctrina y la praxis marxista, lo que ha conseguido –también cuando se ha unido a cristianos- ha sido la progresiva desaparición del sentido religioso; ha favorecido siempre la lucha contra la religión; ha introducido donde no la había la lucha de clases, empobreciendo a todos (salvo unos pocos de la clase marxista dominante), impidiendo el desarrollo de los pueblos, anulando el sentido de responsabilidad personal (consecuencia inevitable del colectivismo), eliminando el sentido positivo del trabajo (tratado también como «alineación), en fin, arrasando los valores más preciados de la cultura occidental: el valor de la verdad y –solidario- el valor de la libertad. La caída del muro de Berlín en 1989, ha sido la gran revelación al mundo de lo que es capaz de arrasar un régimen marxista de ochenta años de duración.
Para que el materialismo dialéctico tuviera aceptación, también entre los intelectuales, ha debido presentarse con un ropaje científico. Le era necesario hallar alguna explicación de la constante histórica de la religión en la inmensa mayoría de los hombres de todos los tiempos. La razón había de hallarse en los mismos axiomas marxistas. La «luminosa idea» marxista concibió la identificación de la raíz del sentido religioso con la raíz de la miseria material, económica, que se debería sobre todo al capitalismo. Por eso dice Marx: «Luchar contra la religión es, en consecuencia, luchar indirectamente contra el mundo del cual la religión es arma espiritual» (en Crítica a la filosofía de Derecho de Hegel). Una vez más, Marx vincula intrínsecamente la religión al capitalismo, como aliados incondicionales. Marx no tiene en cuenta que la verdadera religión predica el desprendimiento –que es libertad y señorío- de las cosas de la tierra y que, por otro lado, hay bastantes capitalistas ateos y, por consiguiente, materialistas. Pero Marx nos dice que «la miseria religiosa es, al mismo tiempo, expresión de la miseria real y de la protesta contra esta miseria» (Ibid.). «Expresión» (de la miseria real), porque -según Marx- el hombre que se encuentra en una situación dependiente hipostasía instintivamente el poder material del que depende bajo la forma de divinidad trascendente, y «protesta». Así, el hombre que es desgraciado en esta tierra proyecta su sed de felicidad al otro mundo, y se esfuerza en atenuar su sufrimiento presente imaginándose una felicidad futura. Esta es la interpretación marxista que permite aseverar que una vez suprimida la miseria quedaría suprimido todo poder superior al hombre y su «reflejo fantástico» se desvanecería por sí mismo: el hombre sería para sí mismo, Dios. Engels añade con optimismo: «Este proceso está ya tan adelantado que puede considerarse como terminado» (en Anti-Dühring, p. 380). Pero los datos, como es bien sabido, son tercos.

Cosa curiosa es que el marxismo creyendo que infaliblemente la religión desaparecerá por sí sola al cumplirse las condiciones económico-sociales de la sociedad comunista, hasta el punto de esfumarse del planeta la misma idea de Dios, a pesar de ello, se presenta como activo combatiente contra la religión, tanto en la teoría como en la práctica. En la teoría, puesto que -según Marx- «la crítica de la religión es virtualmente la crítica del valle de lágrimas del que la religión es aureola... La crítica de la religión, por tanto, hace que el hombre piense, actúe, cree su realidad, como un hombre desengañado, dueño de su razón, con el fin de que se mueva a su alrededor, alrededor de sí mismo, su verdadero sol» (en Crítica a la Filosofía del Derecho).

La actitud ante la religión en el mundo marxista es inequívoca, inalterable en la teoría y de hecho inalterada: «El marxismo es el materialismo, dice Lenin. Por este mismo título, es implacablemente hostil a la religión, como lo era el materialismo de los enciclopedistas del siglo XVIII o el materialismo de Feuerbach... Pero el materialismo dialéctico va más lejos que los enciclopedistas o que Feuerbach... Debemos combatir la religión. Esto es el abecé de todo materialismo; por tanto, del marxismo. Pero el marxismo va más lejos. Dice: es necesario saber luchar contra la religión, y para esto es necesario explicar, en el sentido materialista, las fuentes de la fe y de la religión de las masas». La actitud está clara, la intención también; y los métodos, para el que conozca la moral marxista son muy previsibles. 

Lenin insiste en hacer crítica de la religión apoyándose en razones de tipo psicológico: «La religión es un aspecto de la opresión espiritual que siempre y en cualquier parte pesa sobre las masas agobiadas por el trabajo perpetuo en provecho de los demás, por la miseria y la soledad. La fe en una vida mejor en el más allá nace asimismo de la impotencia de las clases explotadas en lucha contra los explotadores y tan inevitablemente como -de la impotencia del salvaje en lucha contra la naturaleza, nace la creencia en las divinidades, en los diablos, en los milagros, etc. Olvidar que la opresión religiosa de la humanidad sólo es reflejo de la opresión económica en el seno de la sociedad sería dar prueba de mediocridad burguesa» (Lenin, De la religión). Podría replicarse: ¿y qué prueba esa calificación -mediocridad burguesa- sobre la verdad o falsedad del discurso precedente? 

En resumen, según el marxismo, la idea de Dios es la proyección en un ser fantástico de las fuerzas físicas y sociales que dominan al hombre, de modo que la idea desaparecerá en el momento en que se llegue a un dominio tal de la naturaleza - la ensoñada sociedad comunista - que ya sea inútil la idea de Dios.

La primera observación que cabe hacer a esta hipótesis indemostrable es que el origen psicológico de una idea no permite emitir el menor juicio sobre su objetividad, es decir, sobre su correspondencia a la realidad que pretende representar. El origen y la objetividad de una idea constituyen dos problemas diferentes y deben tratarse por separado. Cuando en la mente surge una idea, poco importa saber cómo se formó para calificarla de verdadera o falsa. Sólo hay una especie de ideas cuyo origen tiene valor de comprobación; son las ideas puramente empíricas, es decir, las que se obtienen directamente de la experiencia sensible. Al reflexionar sobre lo que se ha percibido, la experiencia es simultáneamente fuente y garantía de la autenticidad de la idea. En los demás casos no hay relación necesaria entre su génesis y su verdad. Por tanto, el origen de la idea de Dios -Ser que no se encuentra en el ámbito de nuestra experiencia sensible- no es un dato relevante en vistas a probar su objetividad. De hecho se sabe que la idea de Dios se halla en hombres de todo tiempo, de toda cultura, de toda condición social, económica, etc. A unos les llega por tradición, a otros por intuición, a otros, por vía de rigurosa demostración racional. Cierto que puede influir en la génesis de la idea de Dios el sentimiento de dependencia y también el miedo. En rigor todo «lo que es» puede ser punto de partida para concluir en la existencia del Creador de todas las cosas. También, por supuesto, la experiencia del amor y de la bondad, el espectáculo de la naturaleza; también la materia, con su evidente insuficiencia para fundar toda la realidad conocida. Pero lo decisivo, insistimos, no es escudriñar las raíces vitales de la idea de Dios, sino averiguar si esta idea puede y debe ser admitida en el orden de la razón y servir al juicio afirmativo «Dios es».

Por otra parte cabe subrayar -como hace Ocáriz- que «es universalmente experimentable que la religión no es sólo ni principalmente un "consuelo" ante las miserias terrenas; hasta el punto que, por fidelidad a la religión, millones de hombres han aceptado libremente muchas "miserias", incluida la muerte, que se habrían ahorrado con sólo renunciar a la religión» (Ocáriz, F, Marxismo, ed. Palabra, p. 58) . Y tampoco faltan abundantes ejemplos de «víctimas de la opresión capitalista» que lejos de buscar refugio en la religión como consuelo de sus desdichas, se alejan de ella tristemente. El marxismo, con Marx, violenta las experiencias más claras con tal de que cuadren en sus postulados materialistas y revolucionarios.

Finalmente, baste referirnos al hecho, históricamente comprobable, de que el cristiano tiene su origen en una Persona, Jesucristo, que probó con milagros sin cuento que verdaderamente era el Hijo de Dios. Con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección ha venido a ser fundamento inconmovible de la fe en el único Dios.

Digamos en descargo de Marx que no conoció de hecho más que superficialmente el fenómeno religioso, a través de las deformaciones que presentaba la sociedad luterana de la Alemania del siglo XIX. 

Hegel se consideró a sí mismo el momento culminante de la Filosofía, su acabamiento. En Hegel, Dios era más un mito que otra cosa; lo que él llamaba Absoluto era algo en continuo devenir, que contenía en sí el ser y la nada, la eternidad y el tiempo. El Absoluto de Hegel no tenía nada que ver con el Dios cristiano –a pesar de algunas apariencias- y ya es lugar común que el «secreto» del sistema hegeliano es el ateísmo. Marx cometió la enorme equivocación de pensar que haciendo la crítica de la religión lutero-hegeliana criticaba la religión en sí. Desconocía toda la cultura religiosa anterior a Hegel y su ignorancia del tema explica la puerilidad de sus argumentaciones antirreligiosas. «Descubrir que el Dios de Hegel es una proyección fantástica del ser humano, no es en absoluto una crítica al verdadero Dios, al que puede llegar la razón humana bien empleada, precisamente a partir de la realidad del mundo, y conocido más perfectamente por la fe sobrenatural» (Ocáriz, F., El marxismo, p. 56).
Sus alusiones a los argumentos tradicionales demostrativos de la existencia de Dios, muestran que ni siquiera roza el fondo de la cuestión, al mismo tiempo que manifiesta la ignorancia y errores científicos difundidos en su tiempo. Marx piensa, por ejemplo, que «un duro golpe ha sido dado a la creación por la geognosia, es decir, por la ciencia que ha presentado la formación de la tierra, el devenir de la tierra como un fenómeno de generación espontánea. La generación espontánea es –dice - la única refutación práctica de la teoría de la creación». Si esto fuera así, podríamos estar bien tranquilos los creyentes. Marx no sabía seguramente que insignes pensadores cristianos habían considerado, muchos siglos atrás, la posibilidad de que la hipótesis de la generación espontánea -creencia antigua de la India, Babilonia y Egipto- fuera cierta. Y sin embargo, no vieron en ella una dificultad para admitir y demostrar la existencia de Dios, pues bien hubiera podido ser que la generación espontánea fuera un querer divino.

Marx, Engels, y en general los que no han estudiado el tema, piensan que las pruebas tradicionales de la existencia de Dios se basan en la presunta necesidad de explicar el comienzo del universo; que el punto de partida de la demostración está en el «comienzo» del universo, como si el dilema fuera: «¿ha sido creado el mundo por Dios o existe desde la eternidad?». Sin embargo, Tomás de Aquino, el que –en la línea de la mejor tradición de los clásicos- ha mostrado con mayor rigor los caminos para llegar a la demostración racional de la existencia de Dios, no tuvo inconveniente en afirmar que racionalmente no se puede demostrar que el mundo no sea eterno. Para Santo Tomás, sabemos que el universo no es eterno sólo por la fe, no por la filosofía racional. Sin embargo, el santo de Aquino, demuestra rigurosamente la existencia de Dios partiendo de la insuficiencia actual del mundo para justificar su propia existencia, prescindiendo del tema del comienzo. Es decir, la prueba remonta directamente a las causas que actualmente se requieren -no a las que en el comienzo fueron requeridas- para fundar su existencia. Porque no ya el comienzo del universo, sino el comienzo y la conservación de cada uno de los entes, por insignificante que sea, postulan la existencia de una Causa primera, trascendente al mundo, omnipotente, creadora y conservadora de todas las cosas que de algún modo son.

El marxismo, se declara antimetafísico; huye, en consecuencia, del uso de la razón para continuar con un discurso riguroso la experiencia sensible, se ciega a sí mismo para comprender tales cosas, y al tiempo se desautoriza para una crítica válida de lo que acríticamente -a priori- ha querido negar.

LA CRÍTICA DIALÉCTICA A LA RELIGIÓN

Finalmente, veamos una tercera vía que recorre el marxismo para concluir en la negación de Dios y de la religión; se ha denominado «crítica dialéctica», quizá la más necesaria para el marxista desde el punto de vista lógico, dados los presupuestos ideológicos de los que parte en la construcción de su sistema.

El marxismo cree que la religión debe ser suprimida atendiendo a la naturaleza misma de la religión, que viene calificada de «alienación». Palabra ambigua, ciertamente, en los diversos textos y contextos marxistas, pero, para lo que hace al caso, quiere significar lo opuesto a autonomía, libertad, independencia. Se presume que el hombre religioso renuncia al dominio de los propios actos y pone en manos de un ser «otro», ajeno, extraño, el dominio absoluto de la propia vida. En otras palabras, la «alienación religiosa» consiste -según Marx- en poner en Dios -un ser «fantástico y extraño» forjado por el hombre- el fundamento y la razón de la propia vida. De esta manera -entiende el marxismo- el hombre pierde su independencia, porque «un ser no se considera independiente más que cuando es su propio amo y no es su propio amo más que cuando a sí mismo debe su existencia. Un hombre que vive por la gracia de otro se considera dependiente [nada más cierto y obvio, podríamos añadir]. Pero yo vivo -continúa el marxista- completamente por la gracia de otro cuando no solamente le debo el sostenimiento de mi vida sino que, además, es él quien ha creado mi vida, quien es la fuente de mi vida y mi vida tiene necesariamente una razón fuera de ella ya que no es mi propia creación». A todo esto añade Engels: «La religión es el acto por el cual el hombre se vacía a sí mismo; por esencia, la religión vacía al hombre y a la naturaleza de todo su contenido, transfiere este contenido al fantasma de un Dios en el más allá...». Esta es la afirmación más grave del marxismo, la que presenta mayor alcance; es la crítica a la esencia misma de la religión, presentada como negadora de la esencia humana. La negación de Dios es, en el marxismo condición necesaria de la afirmación del hombre [coincidencia plena con el existencialismo de J. P. Sartre]. 

Una vez más vemos hasta qué punto llega la oposición marxismo-cristianismo. El marxismo se presenta como un «humanismo» (en el fondo, como una mística de salvación), con un sí incondicional al hombre. Es preciso recordar ahora que el «hombre» que cuenta en el mundo marxista no es el hombre singular, sino «el hombre genérico», es decir, en fin de cuentas, ese ente tan difícil de señalar con el dedo que es la «colectividad», a la que el hombre singular ha de someter y sacrificar su vida hasta el holocusto. El marxismo -no se olvide-- no viene a afirmarme a mí al otro, ni a éste ni a aquel «proletario» en concreto, sino, en rigor, a una abstracción, al hombre en general (que poco tiene que ver con el de carne y hueso), puesto que el hombre soñado por el marxismo es un hombre sin alma (sin alma inmortal y estrictamente espiritual y por lo tanto portadora de valores eternos, de derechos inalienables).
En su crítica dialéctica, Marx y Engels son deudores de los materialistas de su época. «La cuestión de saber si hay o no un Dios -había escrito A. Lévy, traduciendo él pensamiento de Feuerbach-, la oposición entre el deísmo y el ateísmo, pertenecen al siglo XVIII y XVII no al XIX». Se niega por tanto el mismo planteamiento de la cuestión; se rechaza la misma pregunta. Marx asegurará, por su parte, que, en efecto, en el soñado mundo comunista las condiciones (socio-económicas) serán tales que ni siquiera se planteará la cuestión de la existencia de Dios. De ahí, seguramente, el poco interés que tuvieron él y los materialistas de su tiempo, en examinar las pruebas que han ido surgiendo a lo largo de la historia sobre la existencia de Dios. No las pudieron entender porque no les prestaron atención alguna; no las tomaron en serio.

«Niego a Dios -continuaba A. Lévy- quiere decir para mí: niego la negación del hombre; a la posición fantástica, ilusoria del hombre, sustituye la posición sensible, real, cuya consecuencia obligada es la posición política y social del hombre. La cuestión de la existencia o de la no-existencia de Dios es precisamente en mí la cuestión de la no-existencia o de la existencia del hombre». También el contemporáneo de Marx -sociólogo francés- P. J. Proudhon, se expresa en términos semejantes: «yo digo: el primer deber del hombre inteligente y libre consiste en expulsar constantemente de su espíritu y de su conciencia la idea de Dios. Ya que Dios, si existe, es esencialmente hostil a nuestra naturaleza... Alcanzaremos la ciencia a pesar suyo; la sociedad, a pesar suyo: cada progreso nuestro es una victoria en la que aplastamos a la divinidad». 

Marx concluirá que la fe en Dios priva al hombre de la conciencia de su grandeza y le esclaviza; que la liberación exige la muerte de Dios. Dios o el hombre, he aquí el dilema que pone también el existencialismo ateo; hay que escoger entre los dos. «El ateísmo -dice Marx- es la negación de Dios y, mediante esta negación de Dios, plantea la existencia del hombre». Y así Marx ya puede decir que el hombre es para sí mismo «el verdadero sol», y hacerse eco de la tremenda afirmación de Feuerbach: «homo homini Deus», el hombre es Dios para el hombre; el hombre es el Ser supremo.

No es difícil descubrir la debilidad de la más «profunda» de las críticas marxistas a la religión. El ateísmo marxista ha sido construido sobre la base de considerar resuelto el problema de entrada. El marxismo cree que no hay Dios. El cristiano, en cambio, puede encontrarse poseyendo la fe como un don, pero luego se preguntará: ¿es posible demostrar racionalmente la existencia de Dios? Y comprobará que sí. El marxismo, en cambio, partirá de que «Dios no existe» y, cuando pretenda convencer a los demás de la hipótesis construirá una caricatura de la religión y dirá: eso que veis ahí no puede ser verdad. Toda la fuerza psicológica del argumento dialéctico está en presentar un falso dilema: o Dios o el hombre, sobre la base de una caricatura de Dios en la que resulta de todo punto irreconocible: un Dios hostil, negador del hombre, nunca afirmado, al menos en la tradición judeo-cristiana. Es evidente que si Dios existe el hombre depende enteramente de Dios y le debe su vida entera. El marxismo supone que la condición creatural atenta a la dignidad, libertad y autonomía humanas; son origen de inevitable alienación o enajenamiento.
Mucho cabría oponer a esa crítica que se nos ofrece de la religión. En primer lugar cabría decir que ningún hombre de fe cristiana se siente enajenado cuando se dirige a Dios. Vivir en Dios y para Dios no es vivir «fuera de sí», en o para un ser extraño que trata de anularme. Dios es justamente el Ser que me permite ser, que me hace ser, que crea y conserva –por tanto ¡defiende!- mi personalidad y mi libertad; es el Ser que me es más cercano, el que me es «más íntimo a mí que yo mismo». Huir de él sería -entonces sí- huir de mí mismo, puesto que si Dios no es yo, es en efecto fundamento y «fuente» de mi ser. Y si Él me ha creado, Él es el primer interesado -el primero, antes que yo mismo- en mi realización, en que yo alcance la plenitud de mis posibilidades humanas, el primer defensor de mis derechos irrenunciables ante los demás. Todas estas certezas están incluidas en la noción de hombre como criatura de Dios. La Sagrada Escritura se goza afirmando el respeto con que Dios trata a la criatura: «cum magna reverencia disponis nos» (Sab., 12, 18), Dios nos gobierna con un respeto infinito. Cierto que Dios ha de «juzgar» a todos los hombres, premiar a los buenos, castigar a los malos. Pero no sería «justo» juzgar a Dios como si no tuviera derecho a ser Él mismo infinitamente «justo», cuando se está hablando en el contexto, de instaurar en la tierra la « justicia» social. Lo que sucede, sin embargo, es que en el «sistema» marxista la virtud no tiene cabida. En consecuencia tampoco se contempla la justicia como necesaria virtud perfectiva de la persona singular, sino como bandera.

El gran dilema marxista –Dios o yo- sólo tendría sentido en la absurda hipótesis del «homo homini Deus», que el hombre hubiera de ser Dios para el hombre. Pero si al margen del «hombre genérico» o clectivo, atendemos al hombre singular y concreto, ¿a qué hombre divinizamos? ¿A César, a Hitler, a Stalin...? ¿a todos? El problema se embrolla solo, nos encontraríamos en una pluralidad inconmensurable de dioses. Serían demasiados. Afortunadamente sólo cabe -por definición- un «Ser supremo». ¿Quién va a ser el sujeto de esa soberanía? Es fácil decir «el proletariado». Pero ¿quién es el «proletariado»?, ¿tiene nombre y apellidos?, ¿tiene conciencia?, ¿tiene sabiduría infinita?, ¿tiene el arte de la justicia perfecta? Muchos otros interrogantes --infinitos interrogantes- se abrirían en tal hipótesis.

Por lo demás, si el hombre no es criatura de Dios, ¿de quién es criatura? El marxismo responde: el hombre se crea a sí mismo mediante el trabajo. Pero ahí hay un círculo vicioso evidente. Nadie da lo que no tiene. Un «ser» que todavía «no es» no puede «darse el ser». Sólo cabe acudir a una serie indefinida de padres hasta llegar al simio o cosa parecida. Este sería el fundamento de la «dignidad» humana. Frente a la dignidad de los hijos de Dios se pretende alzar la dignidad de los hijos de la materia. Pero ¿a qué puede obligar tal dignidad? El respeto que puede merecer la persona humana no es mucho mayor que el respeto que merece un simio, en el supuesto materialista. La única función del simio es servir a la especie; carece de valor y dignidad singulares; sólo puede valer en función de la especie. Exactamente es lo que ha acontecido y acontece en el mundo comunista. La persona singular, en rigor, no cuenta; por ello puede ser torturada, eliminada o enclaustrada en un hospital psiquiátrico para disidentes, por inocente que sea, en beneficio del «hombre genérico», es decir, de la colectividad que, en la sociedad comunista, no tendría otra misión que satisfacer sus necesidades materiales (vivir, pues, como perfectos burgueses) y perpetuarse en la historia. Eso es todo, en la soñada sociedad comunista. No convence el comunista cuando habla de «dignidad» para decretar que Dios no debe existir. Como tampoco ha de concedérsele el derecho de invocar la «libertad», cuando profesa una fe ciega en el «materialismo dialéctico», que incluye la fe en el determinismo universal, es decir, la negación de la libertad tanto en el sentido llano como en el filosófico de la palabra.

En resumen, las interpretaciones que el marxismo nos ofrece de la religión -esta es la ventaja y la debilidad de las mismas- permiten soslayar el valor de las pruebas de la existencia de Dios, es decir, de los argumentos y testimonios aducidos por los creyentes, a los cuales el marxismo desacredita por adelantado y, por así decir, le anula definiéndole peyorativamente como «reaccionario». Lenin se expresa de este modo: «Religión, iglesias modernas, organizaciones religiosas de todas clases, el marxismo las considera como órganos de la reacción burguesa al servicio de la explotación y del embrutecimiento de la clase obrera... Cualquier defensa, aun la más refinada, la de mejor intención, toda justificación de la idea de Dios, se reduce a justificar la reacción. Es significativo lo que dice Roger Verneaux, después de estudiar las críticas a la religión formuladas por el marxismo: «Observemos solamente que en ningún sitio se ve en los escritores ateos el más mínimo estudio sobre el sentido del Evangelio ni la menor crítica del testimonio (del verdadero testimonio cristiano). Como consecuencia, estimamos que las bases de nuestra fe no están ni mucho menos quebrantadas, puesto que ni siquiera han sido atacadas» (R. Verneaux Lecciones sobre ateismo contemporáneo, Gredos, Madrid, 1971, p. 106).

Epílogo

El marxismo –tributario de Hegel, su «Izquierda hegeliana»- se ha presentado con las atribuciones de un mesianismo profético. Éste ha sido uno de sus grandes errores y causa de su disolución como ideología omnicomprensiva. Hegel creyó que su sistema filosófico era tan perfecto que con él había llegado el fin de la Historia. Su prestigio era inmenso; fue un genio de la época romántica. «A veces se reunían trescientas personas venidas de toda Alemania para escuchar sus improvisadas respuestas. Sus discípulos le preguntaban: «¿Maestro, y después de usted, qué?». «Después de mí –sentenció el maestro- ¡la locura!». En Hegel la modernidad llegó a su cumbre, pero a la vez comenzó su crisis. El hegelismo como tal, pronto se disolvió. Sucede que la historia no está escrita, nunca estará realmente escrita, cerrada, porque existe un factor de novedad imprevisible: la libertad, con el que no puede contar ningún determinismo, sea idealista de la Derecha, sea de la Izquierda (materialista) hegeliana, como Karl Marx. La vida sigue y la verdad como la libertad no se dejan apresar por sistema alguno, por ninguna ideología. La libertad y la verdad –estrechamente solidarias- no son una producción del hombre sino el gran don del Creador y -más tarde o más temprano-, la mente humana se da cuenta de que todo lo valioso que posee o puede poseer tiene su origen en un don que no puede haberse dado a sí mismo. Por lo mismo se ha dicho que el hombre no es que «tenga» religión, sino que «es» religión. Y siendo así, sucede como cuando se aplasta con el pie una cámara de aire o se aprieta un globo con la mano: la cubierta puede ceder en un punto más o menos grueso, pero la cámara se ensancha por otro lado. Se puede aplastar la religión en la Unión Soviética. Parece que se ha terminado, no se oye su clamor. Se cae el muro y el sentido religioso resurge de forma insospechada. Europa se descristianiza (aunque vive a expensas de los valores cristianos), y a la vez países de África, de América, de Asía, de Oceanía, manifiestan una vitalidad religiosa inesperada. Un Papa achacoso, cuya voz apenas es audible con un gran megafonía, cuyo pulso tiembla de Parkinson y con la cadera machacada, es el líder mundial con mayor capacidad de convocatoria entre la gente joven...



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