Valores Morales

Búsqueda de la Verdad

2020-10-23

Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más allá de la...

José Ramón Ayllón

            Me decía Susana Tamaro que de pequeña le decían: “¿por qué no vas a jugar en vez de hacer preguntas más grandes que tú?”. Pero ella quería la verdad. Quería la verdad de su vida y en su vida. Quería una verdad que le hiciese comprender también la verdad de todas las demás vidas. Más tarde, cuando creció, le dijeron que la verdad no existía o, mejor dicho, que existían tantas como hombres hay en el mundo, y que buscar la verdad era una pretensión infantil, ingenua e inútil.

a) La duda, la opinión y la certeza

            ¿Qué hace bueno el diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas la decisión de un árbitro y la sentencia de un juez? Sólo esto: la verdad. Por eso, una vida digna sólo se puede sostener sobre el respeto a la verdad. Pero conocer la verdad no es fácil. De hecho, la credibilidad que otorgamos a nuestros propios conocimientos admite tres grados: la duda, la opinión y la certeza. En la duda fluctuamos entre la afirmación y la negación de una determinada proposición. Por encima de la duda está la opinión: adhesión a una proposición sin excluir la posibilidad de que sea falsa. El hombre se ve obligado a opinar porque la limitación de su conocimiento le impide alcanzar a menudo la certeza: puede llover o no llover, puedo morir antes o después de cumplir setenta años. La libertad humana es otro claro factor de incertidumbre: hablar sobre la configuración futura de la sociedad o de nuestra propia vida, es entrar de lleno en el terreno de lo opinable. Lo cual no significa que todas las opiniones valgan lo mismo. Si así fuera, se ha dicho maliciosamente que habría que tener muy en cuenta la opinión de los tontos, pues son mayoría. Séneca aconsejaba que las opiniones no debían ser contadas sino pesadas.

            Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más allá de la opinión. Por tanto, el escepticismo es la postura que niega la capacidad humana para alcanzar la verdad. La palabra procede del griego sképtomai, que significa examinar, observar detenidamente, indagar. En sentido filosófico, escepticismo es la actitud del que reflexiona y concluye que nada se puede afirmar con certeza, por lo que más vale refugiarse en la abstención de todo juicio. Por fortuna, no todo es opinable. Lo que se conoce de forma inequívoca no es opinable sino cierto. Y no se debe tomar lo cierto como opinable, ni viceversa: no puedes opinar que la Tierra es mayor que la Luna, ni asegurar con certeza que la república es la mejor forma de gobierno.

            La certeza se fundamenta en la evidencia, y la evidencia no es otra cosa que la presencia patente de la realidad. La evidencia es mediata cuando no se da en la conclusión sino en los pasos que conducen a ella: no conozco a los padres de Antonio, pero la existencia de Antonio evidencia la de sus padres, la hace necesaria. La existencia de Antonio, al que veo todos los días, es para mí una certeza inmediata; la existencia actual o pasada de sus padres, a los que nunca he visto, también me resulta evidente, pero con una evidencia no directa sino mediata, que me viene por medio de su hijo.

            La condición limitada del hombre hace que la mayoría de sus conocimientos no se realicen de forma inmediata. Son pocos los hombres que han visto las moléculas, los fondos marinos, la estratosfera o Madagascar. La mayoría de los hombres tampoco han visto jamás, ni verán nunca, a Julio César o a Carlomagno. Sin embargo, conocen con certeza la existencia de esas y otras muchas personas y realidades. Su certeza se apoya en un tipo de evidencia mediata: la proporcionada por un conjunto unánime de testigos. En un caso, la comunidad científica; en otro, las imágenes de todos los medios de comunicación; y si se trata de hechos o personajes del pasado, los testimonios elocuentes de la historia y de la arqueología.

            Estas evidencias mediatas se apoyan no en propios razonamientos sino en segundas o terceras personas. Si no admitiéramos su valor, si no creyéramos a nadie, nuestros padres no podrían educarnos, la ciencia no progresaría, no existiría la enseñanza, leer no tendría sentido... Es decir, si sólo concediésemos valor a lo conocido por uno mismo, la vida social, además de estar integrada por individuos ignorantes, sería imposible. Por tanto, es necesario y razonable dar crédito, creer.

            ¿Puede tener certeza quien cree? Sabemos que la certeza nace de la evidencia. ¿Qué evidencia se le ofrece al que cree? Sólo una: la de la credibilidad del testigo. El que no ha estado en América cree en los que sí han estado y atestiguan su existencia. El que nunca ha visto a Hitler cree a los que sí lo vieron. Y antes que Hitler, Napoleón, el Cid o Nerón. En todos estos casos es evidente la credibilidad de los testigos. Y entre esos casos debemos incluir los que dan origen a algunas creencias religiosas. Por eso, la fe (creer el testimonio de alguien) es una exigencia racional, y su exclusión es una reducción arbitraria de las posibilidades humanas.

b) La inclinación subjetiva

            Si la verdad es la adecuación entre el entendimiento y la realidad, depende más de lo que son las cosas que del sujeto que las conoce. Ese sentido tienen los versos de Antonio Machado: “¿tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.

            Es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad, reconociéndola como es, de forma parecida a como el guante se adapta a la mano. Pero no siempre sucede así. El subjetivismo surge precisamente cuando la inteligencia prefiere colorear la realidad según sus propios gustos: entonces la verdad ya no se descubre en las cosas sino que se inventa a partir de ellas.

            La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses personales. Con frecuencia, la atracción de la comodidad, de la riqueza, del poder, de la fama, del éxito, del placer o del amor, pueden tener más peso que la propia verdad. Por eso, si suspendo un examen, nunca será por no haberlo estudiado sino por mala suerte o por exigencia excesiva del profesor. Y si el suspendido es un niño, mamá jamás dudará de la capacidad de la criatura: antes pondrá en duda la idoneidad del profesor o del libro de texto, o asegurará que su hijo es listísimo aunque algo vago y despistado.

            El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, induce también a la deformación de cuestiones, incluso a las más graves: el terrorista está convencido de que su causa es justa; la mujer que aborta quiere creer que sólo interrumpe el embarazo; el suicida se quita la vida bajo el peso de problemas no exactamente reales, agigantados por su enfermiza subjetividad; al antiguo defensor de la esclavitud y al moderno racista les conviene pensar que los hombres somos esencialmente desiguales.

            Para que la verdad sea aceptada es preciso que encuentre una persona habituada a reconocer las cosas como son, y el que vive según sus exclusivos intereses suele carecer de la fortaleza necesaria para afrontar las consecuencias de la verdad. Pero al hombre no le resulta fácil hacer o pensar lo que no debe. Por eso, para evitar esa violencia interna, si se vive de espaldas a la verdad se acaba en la autojustificación. La historia humana es una historia plagada de autojustificaciones más o menos pobres. Ya decía Hegel que todo lo malo que ha ocurrido en el mundo, desde Adán, puede justificarse con buenas razones. Al menos, puede intentarse.

c) El peso de la mayoría

            Por su identificación con la realidad, la verdad no consiste en la opinión de la mayoría, ni el el común denominador de las diferentes opiniones. Por eso, elegir como criterio de conducta lo que hace o piensa la mayoría de la gente constituye una pobre elección, y suele ser la coartada de la propia falta de personalidad o del propio interés. Además, invocar la mayoría como criterio de verdad equivale a despreciar la inteligencia. En este sentido, Fromm piensa que el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada.

            Es un gran error confundir la verdad con el hecho puro y simple de que un determinado número de personas acepten o no una proposición. Si se acepta esa identificación entre verdad y consenso social, cerramos el camino a la inteligencia y la sometemos a quienes pueden crear consensos artificiales a través de los medios que tienen a su alcance. Es como decir que ya no existe la verdad, y que se debe considerar como tal aquello que decide quien tiene poder para imponer mayoritariamente su opinión. “Por suerte, la opinión pública todavía no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada”, decía el director de una importante empresa de comunicación.

            Las mentiras se pueden imponer de muchas maneras, y no sólo con la complicidad de los grandes medios de comunicación. Sin ellos, Sócrates fue calumniado hace más de dos mil años: “Sí, atenienses, hay que defenderse y tratar de arrancaros del ánimo, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia que habéis estado escuchando tantos años de mis acusadores. Y bien quisiera conseguirlo, mas la cosa me parece difícil y no me hago ilusiones. Intrigantes, activos, numerosos, hablando de mí con un plan concertado de antemano y de manera persuasiva, os han llenado los oídos de falsedades desde hace ya mucho tiempo, y prosiguen violentamente su campaña de calumnias”[1].

            Sócrates representa la situación del hombre aislado por defender verdades éticas fundamentales. Pertenece a esa clase de hombres apasionados por la verdad e indiferentes a las opiniones cambiantes de la mayoría. Hombres que comprometieron su vida en la solución a este problema radical: ¿es preferible equivocarse con la mayoría o tener razón contra ella?

d) La pregunta de Pilatos

            ¿Qué es la verdad? La famosa pregunta de Pilatos es el gran interrogante de toda la humanidad, porque la vida humana es un laberinto que sólo puede recorrer con seguridad quien conoce sus caminos. Con metáfora parecida al laberinto, se nos sugiere que lo que vemos de la realidad podría ser solamente la primera planta de un enorme edificio con innumerables pisos por encima y bajo tierra. No es mala imagen, pero nos gustaría un poco más de rigor y acudimos a Hawking, uno de los astrofísicos sucesores de Einstein, tristemente famoso por su condena a silla de ruedas por esclerosis múltiple. Pues bien, al final de sus reflexiones, el británico se atrevió a decir que “la ciencia jamás será capaz de responder a la última de las preguntas científicas: por qué el universo se ha tomado la molestia de existir”[2].

            ¿Eso significa que moriremos en nuestra ignorancia? Pascal reconoce que apenas sabemos lo que es un cuerpo vivo; menos aún lo que es un espíritu; y no tenemos la menor idea de cómo pueden unirse ambas incógnitas formando un sólo ser, aunque eso somos los hombres. Otro matemático y filósofo como Pascal, Husserl, afirma que la ciencia nada tiene que decir sobre la angustia de nuestra vida, pues excluye por principio las cuestiones más candentes para los hombres de nuestra desdichada época: las cuestiones sobre el sentido o sinsentido de la existencia humana.

            Fuera de la materia también hay algo más, como una tercera realidad. Lo mismo que el arqueólogo sabe que las ruinas son huellas de espléndidas civilizaciones, cualquier hombre puede interpretar toda la realidad como una huella: la de un artista anterior y exterior a su obra. En ese momento empieza a filosofar. El historiador puede preguntarse quién pulió el sílex o escribió la Odisea. El que filosofa se pregunta algo mucho más decisivo: quién ha diseñado el universo.

            No sabemos muy bien quiénes somos ni quién ha diseñado un mundo a la medida del hombre, pero sospechamos que detrás de esa ignorancia se esconde el fundamento de lo real. Los grandes pensadores de todos los tiempos han sido personas obsesionadas por esa curiosidad. Todas sus soluciones han sido siempre provisionales, pero han nacido de la experiencia dolorosa de la gran ausencia. Pues al salir al mundo y contemplarlo, se les ha hecho patente lo que Descartes llamaba el sello del Artista.

            La ciencia nació para explicar racionalmente el mundo, pero descubrió con sorpresa que la explicación racional del mundo conduce muy lejos. Así surgió la filosofía, para explicar lo que hay más allá de lo que vemos. Con otras palabras: cuando la ciencia se asomó a las profundidades de la realidad material, descubrió que la realidad material no era toda la realidad: había algo más. Ese algo más se esconde dentro y fuera de la materia. Dentro de todos los seres aparecen dos cualidades inmateriales: el orden y la finalidad. Pero es el ser humano quien acapara en su interioridad el mayor número de aspectos inmateriales: sensaciones y sentimientos, razonamientos y elecciones libres, responsabilidad y autoconciencia. El cuerpo humano es estudiado por la Medicina y la Biología, pero la interioridad humana exige una ciencia diferente. Fueron los griegos quienes se plantearon por primera vez estas cuestiones de alcance metafísico.

            Así, el intento de comprensión del laberinto nos lleva a Dios. El tema de Dios quizá no esté de moda, y quizá no sea políticamente correcto. Pero es que Dios tampoco es un tema, y está muy por encima de las trivialidades de la espuma política. La razón humana llega a Dios en la medida en que pregunta por el fundamento último de lo real. En esa misma medida podemos afirmar, como Kant, que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de una acuarela al pintor, detrás de una página escrita al escritor. Esto lo expresa de forma magnífica San Agustín:

            “Pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso. Pregunta a la magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros, al sol (dueño fulgurante del día) y a la luna (señora esplendente y temperante de la noche). Pregunta a los animales que se mueven en el agua, a los que moran en la tierra y a los que vuelan en el aire. Pregunta a los espíritus, que no ves, y a los cuerpos, que te entran por los ojos. Pregunta al mundo visible, que necesita de gobierno, y al invisible, que es quien gobierna. Pregúntales a todos, y todos te responderán: míranos; somos hermosos. Su hermosura es una confesión. ¿Quién hizo, en efecto, estas hermosuras mudables sino el que es la hermosura sin mudanza?”.

            La pregunta de Pilatos era retórica y no esperaba respuesta. Por eso no la recibió. Pero si el gobernador romano se hubiera tomado la molestia de informarse un poco más sobre el acusado, quizá hubiera temblado al saber que aquel judío llamado Jesucristo ya se había pronunciado al respecto con una afirmación jamás oída a ningún hombre: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

___________________________________________

[1] cf. Platón, Apología de Sócrates.

[2] cf. Hawking, S, Breve historia del Tiempo.



JMRS
Utilidades Para Usted de El Periódico de México