Editorial

Resignación frente a la muerte

2020-08-13

Por décadas Gobiernos mexicanos que se autodenominaban “revolucionarios”, porque...

Alberto Diaz Cayeros | El País

Los mexicanos estamos indolentes frente a la muerte. Nos hemos acostumbrado. Parecemos tener una mayor tolerancia a la muerte que países menos preparados para enfrentar la pandemia de covid-19. De no ser así de tolerantes, los 50,000 muertos que ya hemos acumulado serían una fuente de indignación y enojo social tal, que obligarían a los Gobiernos federal y estatales a cambiar curso y tomar acciones radicales de compensación social, fortalecimiento del sistema de salud, y medidas de distanciamiento social más contundentes, para evitar la propagación del SARS-CoV-2 y evitar la tragedia de tantas nuevas muertes.

Esta tolerancia ante la muerte no es nueva. Por décadas Gobiernos mexicanos que se autodenominaban “revolucionarios”, porque surgieron de la gran movilización social que buscaba cambiar radicalmente la vida de los mexicanos más pobres, permitieron que murieran millones, la mayor parte niños y niñas indígenas, de hambre o de enfermedades gastrointestinales y respiratorias perfectamente prevenibles. Esa tragedia sólo se volvió de conocimiento generalizado para muchos mexicanos que vivían en el confort de las ciudades más prósperas, al final del siglo XX, cuando el subcomandante Marcos difundió su diagnóstico de las condiciones de vida en Chiapas y de todas las muertes innecesarias que sufrían sus comunidades.

Hoy en día, afortunadamente, son pocos los mexicanos que sufren muertes prevenibles por diarrea, dengue o salmonelosis. Pero para un país con un sistema de salud pública con enorme despliegue territorial y gran capacidad médica, tener todavía una tasa de mortalidad infantil promedio de 13 por cada 1,000 o una mortalidad materna de 33 por cada 100,000 nacidos vivos, sigue siendo un nivel inaceptable para nuestro nivel de desarrollo (dentro de Latinoamérica, Chile, Argentina, Uruguay, Costa Rica y Cuba muestran mejores indicadores).

Durante la era de la guerra al narcotráfico los mexicanos se volvieron tolerantes de la idea de que miles de jóvenes, la mayor parte de ellos hombres en la plenitud laboral, perdieran la vida en enfrentamientos sin sentido como parte de un proceso de violencia, descomposición del tejido social y pérdida de capital humano. México es uno de los pocos países en la historia reciente donde la esperanza de vida al nacer disminuyó para los hombres durante varios años, después de una continua mejoría en ese indicador de desarrollo humano por décadas.

Los mexicanos también nos hemos vuelto insensibles a que hombres de mediana edad pierdan la vida por padecimientos de cirrosis, una lenta muerte anunciada por años de consumo excesivo de alcohol. Toleramos que hombres y mujeres mueran de diabetes, enfermedad producida por una dieta excesivamente alta en azúcar, promovida por la industria alimentaria. Aceptamos como parte de la vida moderna que hombres y mujeres vivan con obesidad e hipertensión, como si esto fuera un síntoma de modernidad y progreso.

No es el fatalismo de nuestra cultura o la noción francamente racista de pensar que los indígenas tienen un sistema de valores distinto en que la vida y la muerte se entrelazan y hay una mayor resignación o indolencia frente a la perdida de la vida. Todos queremos vidas largas y saludables como parte de lo que nos hermana en nuestra humanidad.

La canción y epitafio de José Alfredo Jiménez en realidad lo que revela es un sesgo muy mexicano de valores subyacentes como el machismo y el individualismo, con el arraigo al terruño, en lugar de enfatizar los valores maternales de compasión, solidaridad y cuidado (cura) hacia el otro. El presidente no ha estado a la altura de su responsabilidad histórica, y su ridícula negativa a usar tapabocas o su irresponsable minimización del riesgo de la covid-19 al inicio de la epidemia han tenido un costo real en la falta de coordinación y respuesta oportuna a todos los niveles de Gobierno, costando perdidas irreparables.

En México, hoy por hoy, la vida no vale nada.

Alberto Diaz Cayeros es profesor de la Universidad de Stanford.



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