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Cuál es el encanto de un negocio que discrimina racialmente a sus clientes


2022-08-08

Marco Avilés | The Washington Post

Marco Avilés escribe sobre racismo en América Latina. Es autor de ‘No soy tu cholo’ y ‘De dónde venimos los cholos’. Actualmente estudia un doctorado en la Universidad de Pennsylvania.

Tres mujeres afrodescendientes reservaron una mesa en el reconocido restaurante Manko, en París, de comida peruana y parte de la familia de negocios del cocinero Gastón Acurio, hoy también popular por ejercer un mal disimulado plan de discriminación racial sobre su clientela. Era mediados julio de 2022 y, para entonces, varias reseñas en Google describían al local como un espacio propio del Estados Unidos del Jim Crow o la Lima de finales de siglo: la gente no blanca no ingresaba o, si lo hacía, muchas veces la pasaba abiertamente mal según esos testimonios. Comer en Manko no era solo una experiencia gastronómica sino una de privilegio o de violencia racial.

Esa noche, el vigilante no dejó que las clientes afrodescendientes ingresaran al local. Una de ellas registró toda la experiencia en un video en TikTok y, en minutos, medios de todo el mundo hablaban del racismo de ese restaurante parisino de comida peruana. Ante el escándalo, Manko despidió al portero, publicó un comunicado y hasta el mismo Acurio lamentó el hecho, en una clásica secuencia comunicacional (denuncia viral-comunicado para salvar la reputación-la vida continúa) que nunca o casi nunca toca el corazón del problema: un restaurante discrimina a sus clientes no solo porque su portero o gerente es racista, sino porque, de forma “inocente” o pasiva, la clientela target avala esa experiencia de “exclusividad”.

El video muestra que, mientras las tres mujeres discuten con el vigilante exigiendo que las deje entrar, el resto de comensales ingresa al local sin querer atender a la escena dolorosa que transcurre en la vereda. El cliché que organiza la industria del turismo y la alta cocina (no vendemos productos sino experiencias) es bastante honesto: las empresas suelen diseñar con obsesión museográfica cada detalle del tiempo que vivirás en sus espacios, de manera que cada sentimiento o sensación suele responder a un estímulo previamente calibrado, desde los sabores de los platos hasta la iluminación de los baños.

El problema que evidencian muchos restaurantes es que las experiencias de “exclusividad” que ofrecen a sus “exclusivos” clientes supone la puesta en práctica de mecanismos de depuración demográfica, bajo la triste convención de que una persona blanca con dinero es el target y el estándar que debe modular la experiencia. Según el portero de Manko, él solo seguía órdenes de la gerencia. “Me dijeron sencillamente: ‘No dejes entrar muchos africanos’”, explicó en una entrevista con el medio BFMTv. La depuración racial de la clientela parecía ser parte de la experiencia que ofrecía ese restaurante.

A principios de siglo en el Cusco, una de las capitales del turismo mundial, algunas discotecas depuraban a sus clientes locales cobrándoles por entrar. Es decir, mientras los extranjeros ingresaban gratis, los peruanos debían pagar por ese derecho. El dilema de quién era extranjero y quién no se resolvía muchas veces al ojo. Blanco = turista = bienvenido. Marrón = local = no deseado. Mediante esta operación segregativa, las empresas diseñaban una burbuja artificial de cosmopolitismo blanco en una ciudad bastante diversa y eminentemente indígena. Propietarios, empleados y clientes formaban parte de ese sistema de diversión que operó más o menos bien hasta que la ciudadanía local lo denunció y llamó la atención de las autoridades.

La historia de aquellas discotecas y del restaurante Manko, al igual que las experiencias que cada quien ha de conocer de primera mano, permiten cuestionar el sentido común de lo que se suele entender como discriminación racial. El portero que no te deja entrar a un local, el dueño que dispone que a su negocio solo entra cierta gente, son situaciones condenables que, sin embargo, abonan a la idea de que la discriminación racial es ese hecho extraordinario que debe ser enfrentado sancionando a la persona responsable o cerrando un local.

Pero a estas alturas y, como dirían los epidemiólogos, la evidencia muestra que la discriminación racial es más bien un comportamiento ordinario, recurrente, normalizado, obviado, disculpado y hasta deseado en la sociedad. En el caso de muchos restaurantes, la discriminación involucra a la clientela que demanda o celebra esa pantanosa sensación de “exclusividad”. Durante los días en que el caso de Manko era tendencia, mi hermana me contó que un día, tomando una copa con amigos en el “exclusivo” bar del Country Club Lima, alguien en su grupo se molestó con la bulla que llegaba desde otra mesa. Tras una lectura de ropa, piel y acento, esta persona enfadada concluyó que aquellas otras personas “bulliciosas” no eran clientes habituales de bar y dijo: “Esto se soluciona aumentando los precios en la carta”.

¿Cómo se afronta esa dimensión del racismo y la discrimación que, de forma específica, involucra al cliente que desea y demanda segregación? Esta semana, el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de Ciudad de México (Copred) anunció que investigará a Sonora Grill, una cadena de comida denunciada de forma anónima por segregar a sus clientes atendiéndolos en salones apartados según el color de su piel. Aunque el hecho no ha sido probado, muchas personas y medios de comunicación lo encontraron verosímil y le dieron circulación. En su comunicado, el Copred adelantaba que, de confirmarse el caso, el restaurante podría ser obligado a dar una “disculpa pública, cursos de sensibilización a todo su personal, así como la revisión de la normativa, para que se ajuste a los principios y estándares legales de derechos humanos en esta Ciudad”. Lo más interesante de este mensaje es esa forma superficial de entender la discriminación: precisamente, como ese accidente cometido por trabajadores que probablemente ignoran que está mal segregar a las personas por su color de piel. El comunicado disipa el peso total del problema al quitar de la ecuación a los propietarios y, por supuesto, a la clientela.

¿Cuán responsables son los clientes que voluntariamente o involuntariamente contribuyen a la puesta en escena de un local que ofrece “exclusividad”? Esta pregunta no debería tomarse como una forma de eximir a los culpables directos de un caso de discriminación (los propietarios, los empleados), sino como una invitación a poner en el paisaje a todos los elementos. Los restaurantes que ofrecen explícita o implícitamente “exclusividad” tendrían que asumir, idealmente, que esa encantadora experiencia se construye muchas veces con segregación. En lugar de asumirnos como seres inocentes y pasivos, los clientes tendríamos que encarar la incomodidad de saber que esa puesta en escena se monta para nadie más que para nosotros.



aranza


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