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Argentina evitó un baño de sangre. Pero, ¿cómo atenuamos la virulencia de la derecha radicalizada?
Ernesto Semán, The Washington Post En Argentina, millones de personas reciben alguna forma de asistencia social de parte del Estado. Los beneficiarios son una fuente constante de imaginación paranoica, blanco de violencia retórica por parte de quienes los señalan como económicamente vagos, socialmente oportunistas y políticamente venales: en su mera existencia perciben las causas del declive de la economía nacional durante los últimos 50 años. Fernando Sabag es uno de los tantos que abraza esa lectura. Semanas antes de gatillar un arma dos veces contra la cabeza de la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, se había paseado por las cámaras de televisión denigrando a los “planeros”, como denominan sus detractores a aquellos cuyos ingresos incluyen planes sociales. (La otra expresión en la poética de la derecha antipopulista vernácula para referirse a este grupo es “chori-planeros”, señalando que reciben planes y comida a cambio de su lealtad política). Sabag no es el único ni el primero con esa mirada, nutrida en años de violencia social y retórica. Hace seis años, uno de los empresarios más importantes del país sugirió que “las chicas de 14 años se embarazan para cobrar un mango”. En 2010, el líder de uno de los partidos de la oposición dudó de la utilidad de esos recursos que “se van por la canaleta de la droga y el juego”. Hace tres años, el empresario más exitoso del momento sugirió que esas personas debían tener empleo y no planes sociales porque el sector privado no los podía mantener, una ocurrencia que habrá dejado perplejos a los que llevan años excluidos de un mercado laboral que ofrece pocos incentivos materiales para ellos. Por fuera de estos grupos, la mirada es compartida por amplios sectores de clase media y media baja. Para todos ellos, el populismo es una forma económica de dilapidar fondos y una forma política de relacionarse de manera corrupta con los fondos públicos. Pero lo que sostiene ese régimen es, en esa visión, una relación viciada entre estos grupos de beneficiarios de planes sociales, los millones que integran la economía informal y los sindicatos por un lado, y el Estado y quien los represente por el otro. Esa representante es, sin ninguna duda, Cristina Fernández de Kirchner. Todo indica, hasta ahora, que Sabag actuó solo y no fue parte de ningún plan ni organización. Decorado con motivos nazis y nórdicos usualmente utilizados por grupos racistas y supremacistas en todo el mundo, disparó a la vicepresidenta y un increíble error hizo que la bala no saliera, salvando la vida de Fernández de Kirchner y el precario equilibrio con la que una sociedad se mantiene siempre unida y siempre al borde de su disolución. La tirria antipopulista contra los líderes revela una preocupación por sus seguidores y esta no es la excepción. Sabag habrá considerado materialmente imposible atentar contra millones de personas. Supuso más factible eliminar a su representante, demonizada por sus detractores, representada repetidamente en guillotinas, cajones funerarios y horcas en marchas opositoras, deshumanizada como solo se hace en la arena pública con las mujeres. Fernández de Kirchner ejerce, sin duda, el liderazgo más relevante en la política argentina de este siglo. Su centralidad se asienta, sobre todo, en un periodo de entre seis y ocho años de los 12 que gobernaron ella y su marido, Néstor Kirchner, entre 2003 y 2015. Es curioso, hoy a la vicepresidenta la aman y la detestan casi la misma cantidad de gente, con la misma intensidad extrema, y por las mismas razones: la memoria del único periodo de prosperidad y empleo sostenido desde la recuperación democrática, de expansión de derechos sociales y de minorías, el acceso a la universidad a centenares de miles de estudiantes de primera generación y la percepción de que, al menos por un instante, el Estado no fue solo una amenaza sino el garante de un orden y, en muchos casos, hasta el defensor de un derecho. Su gobierno no cambió la estructura productiva ni amenazó a la propiedad privada, y muchos de los logros económicos se debilitaron al final de su mandato y se evaporaron durante la gestión de su sucesor, el millonario de derecha Mauricio Macri. Tanto y tan poco ha cifrado la política de un país. Pero esa memoria del pasado reciente se implanta hoy en una realidad muy distinta. Tras la peor parte del confinamiento por la pandemia de COVID-19, el atentado contra Cristina Fernández dejó a Argentina al borde de un baño de sangre, la duda es: ¿cómo atenuar la virulencia de la derecha radicalizada? La coalición peronista que integra Fernández de Kirchner gobierna un país con cuatro de cada 10 personas en situación de pobreza, una inflación que podría llegar este año a 90% y una variedad de juicios por corrupción alentados de forma militante por la oposición. Tras el efecto arrasador del confinamiento y una crisis económica pronunciada, la necesidad de contar con algo de plata en el bolsillo y encontrar un poco de tranquilidad y previsibilidad puede movilizar mucho más que la épica aguerrida en defensa de aquellos años dorados. El hecho de que este atentado no se concretara volvió a poner en manos de la vicepresidenta la posibilidad de decidir el futuro del país. ¿Podrá proveer ahora tranquilidad con la misma contundencia con la que antes logró agitar y canalizar el conflicto? En las horas posteriores al atentado, sus seguidores asumieron, previsiblemente, una posición de superioridad moral. Denunciaron a la oposición y los medios por el clima tenso que alimentó a Sabag, al borde de responsabilizar a la mitad de la población que se opone a Fernández de Kirchner por el intento de asesinato. El discurso beligerante de sus seguidores, además de ser políticamente suicida, aparece dislocado respecto de la tarea menos épica pero más necesaria a la que se dedica su líder, que es la de volcar su apoyo a la actual estrategia del gobierno de ordenar las cuentas y vigilar que los recortes en el gasto público no castiguen a esa mitad ya empobrecida del país. Si Cristina Fernández de Kirchner encauza a las organizaciones que la respaldan a desescalar el discurso más beligerante, el país puede merodear el precipicio sin caer en él. Pero no hay que infatuarse en los humos de la moderación: nada de lo que haga la vicepresidenta va a atenuar la virulencia de la derecha radicalizada, cuya retórica antipopulista es autónoma del resto que este represente y parece anclada en una condena histórica a la forma en la que los sectores populares se integran a la política. En las horas posteriores al atentado, un dirigente de derecha de larga trayectoria manifestaba su preocupación por el carácter vitriólico de su propio sector: “Tenemos hoy más segregacionistas y racistas que en 1945 (cuando Perón llegó al poder), más fusiladores que en 1955 (cuando el golpe de Estado contra Perón fusiló a quienes se sublevaron en su defensa), más antidemocráticos y fascistas que en 1976 (cuando comenzó la última dictadura militar que juró erradicar ‘la amenaza marxista-populista’ del país)”, se lamentaba. Pero una convocatoria amplia y un esfuerzo de parte de Fernández de Kirchner por desarmar la confrontación podría arrinconar a esas retóricas opositoras más violentas. El gobierno tiene la necesidad de ganarse el favor de muchos de los que hoy lo desaprueban sin poder ofrecerles beneficios materiales inmediatos. Como decía un personaje de Flannery O’Connor: “easier to bleed than sweat” (es más fácil sangrar que transpirar). Y si el país radicaliza la distancia entre estos sectores y en el próximo atentado no se traba la bala, habrá mucho para sangrar, con la razón en la mano o sin ella. Rearmar el Estado y atender a las necesidades de paz y protección económica que el sistema político hoy simplemente no expresa, requiere de un trabajo de relojería, de paciencia y negociación. Mucho sudor ahora, para evitar la sangre mañana. Jamileth |
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