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El ‘límite’ debió haber llegado mucho antes del atentado contra Cristina Fernández de Kirchner


2022-09-06

Noelia Barral Grigera, The Washington Post

El intento de asesinato contra Cristina Fernández de Kirchner, la figura más importante de la política argentina del siglo XXI, fue un cachetazo para una sociedad y una dirigencia que, en los últimos años, asistieron anestesiadas al crecimiento de los discursos de odio como herramienta de la discusión pública. La conmoción fue de tal magnitud que muchas personas reaccionaron azoradas y advirtiendo que el hecho marcó un límite, sin darse cuenta de que, para el momento en que le gatillaron dos veces en la cara a la vicepresidenta, el supuesto límite había quedado atrás hacía muchísimo tiempo.

Las palabras son performativas. Los discursos que circulan en una sociedad crean escenarios posibles que sostienen realidades. El escenario que hizo posible que Fernando Sabag Montiel agarrara su pistola Bersa semiautomática el jueves e intentara asesinar a la vicepresidenta se fue configurando progresivamente. En los últimos años, en la Argentina se fue convirtiendo en moneda corriente que las manifestaciones en contra del gobierno nacional incluyeran amenazas de muerte para sus dirigentes y reclamos específicos de ahorcamiento para Fernández de Kirchner, sin que ninguna autoridad o figura opositora expresara un repudio o siquiera una amonestación para ese tipo de expresiones.

Esto se aceleró en las últimas semanas al calor de la acusación por corrupción en un juicio en el que el fiscal pidió 12 años de cárcel para la dos veces expresidenta. Después de ese alegato, el diputado nacional Francisco Sánchez propuso la pena de muerte para Fernández de Kirchner mientras que su colega Ricardo López Murphy advirtió: “Son ellos o nosotros”. Ambos representan en el Congreso de la Nación a la principal fuerza opositora. Sus dichos no generaron ninguna aclaración ni merecieron repudio de sus compañeros de bancada.

Esa violencia simbólica dio el jueves último el salto enorme, imposible y a la vez consecuentemente lógico de pasar al acto. Porque si te están diciendo desde hace casi 20 años que Fernández de Kirchner es corrupta, chorra, asesina y el cáncer de Argentina, ¿cómo no matarla? Por ese salto del dicho al hecho no hay más culpables que Fernando Sabag Montiel y quienes lo hayan ayudado. Pero los dichos que funcionaron como plataforma para el salto merecen un análisis, una reflexión. Sobre todo si pretendemos que la Argentina continúe honrando su pacto democrático que, desde 1983, reza que la violencia no es más una forma de dirimir diferencias políticas en este país. La violencia simbólica tampoco.

El componente de género es un agregado ineludible en el análisis. La propia vicepresidenta lo advirtió en Sinceramente, el libro que publicó hace tres años. “La condición de mujer siempre fue un agravante. Así como en un homicidio la condición de familiar es un agravante, en un proceso nacional, popular y democrático, la condición de mujer es sumamente agravante(...) Una mujer puede ser una estrella de cine, eso está permitido(...) El problema es cuando querés ser prima donna en el mundo de los hombres, en el mundo del poder, y además, para cambiar las cosas. Ahí te disparan a matar”, escribió preclaramente.

Y, como marca muy atinadamente la periodista y activista feminista Ingrid Beck, “la misoginia actúa como acelerante de la violencia”. Los discursos de odio contra las mujeres y las disidencias sexuales fueron ganando masividad en la Argentina desde 2018, cuando el Congreso por primera vez debatió la legalización del aborto. Se popularizó entonces el término “feminazis” para estigmatizar y denigrar a las activistas feministas. Un operativo de licuación del sentido de las palabras que vino a habilitar la violencia contra las mujeres que reclaman equidad e igualdad. Porque, ¿qué se hace con una nazi sino “matarla”? “Feminazis” que, para sumar capas de simbolismo, siguen a Fernández de Kirchner.

La primera reacción de la dirigencia opositora argentina ante el atentado estuvo a la altura de las circunstancias. El expresidente Mauricio Macri tuiteó apenas 90 minutos después del intento de magnicidio su repudio al episodio, al igual que casi todas las principales figuras de su espacio. Solo la presidenta de su partido, Patricia Bullrich, todavía no lo había condenado hasta el domingo.

El oficialismo, en una Plaza de Mayo llena, señaló: “Nadie es individualmente responsable, pero quienes tuvieron minutos de aire con discursos de odio deberían reflexionar para comprender por qué llegamos a esta situación”.

Este solo reclamo puso en guardia a la oposición. “El hecho violento que puso en riesgo la vida de la vicepresidenta y que mereció el repudio de todas las organizaciones y los dirigentes, está siendo ahora utilizado por el kirchnerismo de forma partidaria para iniciar una cacería de enemigos simbólicos a los que les atribuye, sin ninguna racionalidad, la instigación a ese ataque”, dijo Macri.

Pero la incomodidad del expresidente y su partido por los señalamientos ante los discursos de odio no debería obturar una reflexión necesaria, de cara al futuro, sobre los límites que los actores democráticos están dispuestos a respetar en la discusión política. Sin esa reflexión, la vida de la democracia en la Argentina seguirá en zona de peligro.



Jamileth


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