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Hablemos de las crudas verdades de la reina Isabel y el imperio británico
Karen Attiah, The Washington Post La muerte de la reina Isabel II, la monarca con más años de servicio del Reino Unido, está causando una batalla campal mundial alrededor de una pregunta crucial: ¿cómo hablamos con honestidad sobre los servidores leales del poderoso e históricamente brutal imperio británico? ¿Mi respuesta? Hay que decir la verdad en voz alta, con firmeza y sin vacilación. No dudar en usar un micrófono si se necesita decirlo aun más alto para los que están más atrás escuchen con claridad. Tras el fallecimiento de la reina, la propaganda, la fantasía y la ignorancia están intentando solapar el registro histórico del Reino Unido y la experiencia vivida por africanos, asiáticos, irlandeses, habitantes del Medio Oriente y otros. En la imaginación del norte global, la reina es un símbolo de decoro y estabilidad en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero para las poblaciones de los lugares que el Reino Unido invadió, dividió y colonizó durante siglos, la abuela de 96 años —y el resto de la familia real— evocan sentimientos complejos, por decir lo mínimo. Hay quienes sienten reverencia por la familia real, así como por el Reino Unido en general. Créanme, existen muchas mujeres negras por toda la diáspora africana que amaban a la princesa Diana. Nunca olvidaré la pena ajena que sentí cuando la compañera de estudios de mi padre, proveniente de Ghana, nos mostró fotos de su viaje turístico al palacio de Buckingham, durante una visita que hicimos a su casa en Acra. “Ellos nos gobernaron”, afirmó. “Por ende, ¡somos británicos!”. Pero para muchos, los británicos —y por extensión la reina— siguen siendo culpables de los crímenes históricos de la nación. Uju Anya, una profesora nigeriana de la Universidad Carnegie Mellon, fue objeto de intensos ataques tras tuitear el jueves: “Escuché la noticia de que la monarca líder de un imperio ladrón, violador y genocida está muriendo. Espero que su dolor sea insoportable”. Esas son palabras crueles y llenas de odio hacia la reina, pero no deberían sorprendernos, al menos no a nadie que realmente haya lidiado con la agonía generacional de familias, como la de Anya, que han sufrido masacres y desplazamientos a manos de los británicos. Los defensores de la reina, por supuesto, tienen una respuesta para eso. Sugieren que Isabel II fue algo así como una “libertadora”, ya que la descolonización ocurrió durante su reinado y que, por ende, la gente “liberada” debería estar agradecida. Nuevamente, el registro histórico es crucial: cuando Isabel II ascendió al trono, en 1952, heredó un Reino Unido con un control debilitado del poder mundial. Las rebeliones cobraban fuerza en sus colonias. El drenaje económico de los conflictos, junto con los crecientes movimientos independentistas en África y la India, prácticamente obligaron al Reino Unido a retirarse. Sin embargo, incluso en ese entonces, el Reino Unido bajo el mandato de Isabel II no solo dejó ir a sus preciadas colonias. De 1952 a 1963, las fuerzas británicas aplastaron la rebelión del Mau Mau en Kenia, y obligaron a entre 160,000 y 320,000 kenianos a vivir en campos de concentración. Las tribus de Kenia están demandando al gobierno británico en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por tortura y robo de tierras. Los monárquicos también alegarán que, como monarca constitucional y simbólica, la reina Isabel II tuvo poca responsabilidad por los males que acaecieron durante su largo reinado. Pero los símbolos importan. Isabel II asumió de manera voluntaria el papel de representar el poder y la riqueza británica. De forma voluntaria se adornó con joyas saqueadas de antiguas colonias. Su imagen está en las monedas y billetes de muchas viejas colonias; al liderar la Mancomunidad Británica de Naciones, asumió de forma voluntaria el papel simbólico y condescendiente de la “madre blanca” de los pueblos con pieles más oscuras del antiguo imperio. Todo esto mientras, según se informó, le prohibió a los “inmigrantes de color o extranjeros” desempeñar funciones clericales reales hasta la década de 1960. Aún así, algunos dicen que no deberíamos hablar mal del Reino Unido en este momento. Que al pasado hay que dejarlo atrás. Que deberíamos olvidarnos de eso. La cruda realidad es que el Reino Unido deliberadamente quiso ocultar sus crímenes de los países recién independizados; en 1961, destruyó miles de documentos de la era colonial para no “avergonzar al gobierno de Su Majestad”. Yo también soy prueba viviente de que el pasado está presente. Mi madre, quien nació en la Nigeria previa a la independencia, recuerda haber tenido que celebrar el “Día del Imperio”, en el que marchaba en los estadios y cantaba “God Save the Queen” (“Dios salve a la reina”). Varios años después de la independencia de Nigeria, en 1960, el Reino Unido apoyó a las fuerzas nigerianas para aplastar los esfuerzos de secesión de Biafra. Alrededor de un millón de miembros de la etnia Igbo fueron asesinados o forzados a morir de hambre. Mi abuelo, quien fue uno de los funcionarios financieros principales de Biafra, fue obligado a huir del país con mi madre y mis hermanos. No debería ser necesario el fallecimiento de un monarca para sacar a la luz esta historia colonial, pero esta es nuestra realidad. El imaginario de relaciones públicas de una abuela anciana dedicada a sus corgis, y la “hollywoodificación” de la familia real, funcionan muy bien para mitigar los cuestionamientos sobre el imperio. Cuando surge la oportunidad de sacar a la luz la verdad, hay que aprovecharla. Porque, además, los monárquicos se equivocan en más de una manera: esta conversación también es sobre el futuro. La hagiografía de la reina Isabel II y el decadente imperio británico oculta la verdad no solo sobre el Reino Unido, sino también sobre nuestro orden mundial actual, el cual está construido sobre esa historia. Podemos decir la verdad sobre esa historia e incluso tomarnos un momento para desearle lo mejor al espíritu de la reina y a su familia durante esta transición. Pero luego debemos seguir con la labor: desmantelar los vestigios actuales del imperio racista y colonial que Isabel II representó de forma muy diligente. aranza |
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