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La reina Isabell II, el poder de ser una mujer inspiradora y sus limitaciones


2022-09-14

Por Amanda Taub | The New York Times

LONDRES — Cuando se habla del progreso de las mujeres, hay un relato que dice más o menos así: durante demasiado tiempo, las mujeres se han visto frenadas por los prejuicios personales de individuos equivocados y por la incapacidad de la sociedad de imaginar su potencial para alcanzar logros deslumbrantes. Pero si una mujer extraordinaria lograra abrirse paso y demostrar que los escépticos se equivocan, otras podrían seguir su ejemplo. Y si las mujeres pueden liderar, llegará la igualdad.

Tengo hijas pequeñas y esa narrativa está presente en todos sus libreros, en volúmenes como Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes, un compendio de anécdotas sobre mujeres impresionantes a lo largo de la historia, editadas con esmero para eliminar los obstáculos a los que se enfrentaron y que podrían horrorizar a un una niña de 6 años (es decir: casi todos).

Isabel II nació en el poder; no tuvo que vencer a los contendientes masculinos para conseguir su puesto. Pero por el simple hecho de ser una reina y no un rey, fue fácil insertar su reinado en esa narrativa: una monarca cuya presencia en los salones del poder refutaba sin aspavientos cualquier argumento de que esos lugares debían ser competencia exclusiva de los hombres.

“No ha sido una feminista llamativa o incluso, como ella misma seguramente diría, feminista para nada”, afirma Arianne Chernock, historiadora de la Universidad de Boston que estudia la relación entre la monarquía británica y el movimiento por los derechos de la mujer. “Pero a través de sus hechos, mucho más que con las palabras, creo que ha aportado esta alternativa tan silenciosa a las mujeres desde que se convirtió en reina”.

La reina también nos dio una lección sobre los límites de esas “alternativas silenciosas” como catalizadores de una igualdad más generalizada. Cambiar la opinión de otros es útil. Pero cambiar las sociedades, como demuestra la historia, requiere algo más.

Cambiar opiniones, pero no sistemas

“Si, como muchos ruegan con fervor, el ascenso de la reina Isabel II ayudara a eliminar los últimos resabios de los prejuicios contra las mujeres que aspiran a los puestos más altos, una nueva era para las mujeres estará de hecho al alcance de la mano”, escribió Margaret Thatcher, por entonces una joven candidata que intentaba colarse en la política, en una columna publicada poco después de que Isabel se convirtió en reina, en febrero de 1952: “Se ha demostrado sin lugar a dudas que hay un lugar para las mujeres en la cima del árbol”.

“En resumen”, concluía Thatcher, “me gustaría ver a la mujer con una carrera ejerciendo su responsabilidad con una cómoda seguridad en la época isabelina” (las cursivas son suyas).

Para cuando Thatcher se convirtió en primera ministra en 1979, se había dado a conocer por su férreo desdén a lo que ella denominaba liberación femenina. Pero no era la única en ver a la reina como símbolo del empoderamiento de las mujeres, comentó Chernock.

“Creo que ahora olvidamos cuán radical se consideraba que era la reina”, dijo. “Simplemente porque, en ese contexto de posguerra, se trataba de una mujer a la que todo el mundo decía seguir. Que mandaba”.

En su investigación, descubrió la cobertura estadounidense de mujeres “locas por la reina” que se inspiraban en Isabel. Una psicóloga entrevistada en un artículo de 1953 en Los Angeles Times dijo que su ascenso al trono había dado a las mujeres estadounidenses una “heroína que las hace sentir superiores a los hombres” y que las esposas querrían ahora tener el mismo tipo de autoridad en sus propios matrimonios que Isabel tenía con el príncipe Felipe.

Al buscar más en la historia, Chernock encontró una reacción similar al reinado victoriano. “Cuando la reina Victoria se convirtió en reina en 1837, en verdad ayudó a acelerar la conversación sobre el sufragio femenino”, dijo. “Eso es lo que me parece fascinante de Isabel II y de todas las mujeres que la precedieron, porque el simple hecho de tenerlas en la cima del gobierno abre el espacio para que otras personas piensen en estas posibilidades radicalmente diferentes”.

Pero cambiar la opinión de otros no es lo mismo que cambiar las realidades.

Puede que Victoria haya inspirado el movimiento sufragista, pero las mujeres británicas no consiguieron el voto sino hasta mucho después de su muerte, tras una feroz campaña en la que muchas sufragistas fueron encarceladas, golpeadas, alimentadas a la fuerza y privadas de la custodia de sus hijos (eso no impidió que el Reino Unido invocara sus actitudes supuestamente ilustradas hacia las mujeres como justificación para el dominio imperial opresivo en India y en otros lugares).

Victoria fue venerada y amada en su época, pero su lección de reina ni siquiera fue suficiente para que su propia hija siguiera sus pasos. Según Chernock, en privado Victoria creía que su hija mayor sería mejor gobernante que su hijo mayor, pero nunca intentó desafiar la primogenitura masculina en público.

El reinado de Isabel fue testigo de un contraste similar entre el simbolismo y el efecto. Aunque las mujeres de todo el mundo veían a Isabel como símbolo de que las mujeres podían alcanzar las cimas del poder, en la práctica se ciñó con bastante rigidez a los roles de género tradicionales en cuanto a su comportamiento, su ropa y su imagen pública como esposa y madre.

Jamás acogió públicamente el feminismo y su apoyo a la igualdad de la mujer consistió en gran medida en acciones intrascendentes, como elogiar a las deportistas que triunfaban, incluir a las mujeres en sus listas anuales de reconocimientos y pronunciar uno que otro discurso alabando el potencial de las mujeres.

Dos muertes, una lección

Cuando se difundió la noticia del deterioro de la salud de la reina Isabel, una multitud se reunió frente al Palacio de Buckingham, acurrucada bajo paraguas. Cuando el palacio anunció su muerte a primera hora de la tarde del jueves, algunos de los dolientes reunidos rompieron a cantar, lanzando una rasposa versión a capela de “God Save the Queen” a través del aire húmedo.

Al verlos, me acordé de otro día gris en el que los dolientes se reunieron en Londres: la vigilia en marzo en honor de Sarah Everard, una joven violada y asesinada por un policía londinense.

Ambas reuniones fueron sombrías. Pero en la vigilia por Everard, también había una poderosa corriente de ira que recorría la multitud: contra la violencia masculina que se había tolerado durante tanto tiempo, y contra la expectativa de que las mujeres debían restringir su propia libertad para evitarla. Contra la incapacidad de la policía para proteger la seguridad de las mujeres y su acceso al espacio público.

No hay ninguna razón aparente por la que las dos muertes deban estar hermanadas en mi cabeza. La reina no podría haber protegido a Sarah Everard. Su papel era ceremonial, no político, por lo que no tenía autoridad sobre el manejo de la policía, ni sobre ningún asunto político relacionado. No recuerdo que nadie mencionara a la reina por su nombre o cargo durante esa reunión.

Sin embargo, en mi mente, las dos muertes no se separan: la reina, una brillante proyección de una mujer en el poder. Y Everard, un doloroso recordatorio de lo poco que esa proyección pudo cambiar para las demás.



Jamileth


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