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Roger Federer fue la perfección en el tenis. Es hora de agradecérselo.
María Jesús Zevallos El anuncio de que el tenista suizo Roger Federer se retirará de las canchas profesionales no fue ningún shock para las y los fanáticos del tenis mundial. En su partido más reciente, los cuartos de final de Wimbledon 2021, perdió contra el polaco Hubert Huckracks en sets consecutivos. Ese día, el césped de la cancha central se veía gigante y Federer se veía pequeño. Su juego era el de un buen tenista profesional. Y cuando has visto la perfección, lo común —así sea dentro de lo extraordinario, como lo es ser un atleta de élite profesional— tiene la habilidad de romperte el corazón. La primera vez que lo vi jugar fue en un partido del Campeonato de Basilea, Suiza, de 1998, contra el estadounidense y cuarto sembrado del campeonato, Andre Agassi. Federer, quien había sido recogebolas en ese campeonato unos años antes, había recibido una invitación a jugar el torneo. Agassi, todavía con un poco de cabello, buscaba mantener por un tiempo más el reinado del tenis estadounidense dentro de la Asociación de Tenistas Profesionales. En Federer se podía ver ya, a sus 17 años, un tenis limpio, un tenista bastante entendido con su juego pero poco experimentado. Era difícil para mí entender, en ese momento, que Federer se convertiría en algo más, algo que incentivaría a quienes jamás han tocado una raqueta a ver un partido, y a aquellos que ya lo habíamos hecho a pensar en lo que era posible en una cancha de tenis. La segunda vez que vi un partido de Federer yo tenía 17 años, pero él ya no tenía ni edad ni ciudadanía. Ya se había convertido en eterno, en ciudadano del mundo. En perfección. Era 2004 y había llegado hace un semestre a jugar tenis a una pequeña universidad en Georgia, Estados Unidos. Me senté a ver, con otras muchachas del equipo, a la vieja guardia reñirse con la nueva era del tenis. Agassi, con entonces 34 años y 18 de carrera, estaba jugando lo que todos sabíamos que serían sus últimos partidos, sus últimos puntos. Federer, por otro lado, era la nueva esperanza, quien mantendría esta nueva era del juego. La gracia y perfección de su técnica era tan precisa, los golpes fundamentales del tenis parecían haber llegado con Federer a su máxima expresión. La rotación de sus hombros, cintura y piernas era exactamente lo que debe dominar cualquier tenista. Era la primera vez que lo veía ejecutado con tal destreza en un partido profesional. Su gran ventaja parecía estar en entender todos los espacios que existen entre las líneas blancas. Su percepción de la cancha era tan perfecta que no importaba cuán imposible se viera una pelota, él ya estaba en el ángulo, esperándola. Un tipo de refugio donde él parecía tener poder absoluto. Era casi una patria, el espacio donde él podía ser —y fue— rey. Con sus cabellos largos y la fuerza de su intención en cada golpe, Federer se había convertido en lo que todos queríamos ser en el tenis, o en lo que todos queríamos que el tenis se convirtiera. Es casi como lo que imagino sería ver a un increíblemente habilidoso jugador del antecesor al tenis moderno, el jeu de paume, que se originó en las zonas rurales de Francia entre los siglos 12 y 13 y que, con la introducción de la raqueta en el siglo 15, se convirtió en el juego que en algunas partes del mundo se llama real tennis. Su cancha cerrada busca emular los inconvenientes físicos de aquellos espacios donde se inició, en medio de mercados y calles abiertas. Las pelotas, hechas por los mismos jugadores, pueden rebotar desde cualquier lugar. No hay líneas, solo obstáculos. Imagino a Federer saltando a golpear bolas inalcanzables que rebotan en las ventanas de los comercios, ganándole a un toldo. Porque ver a Federer jugar es como ver al inventor del tenis enseñándote todo lo que el juego puede ser. A eso hay que agregarle una competitividad alta, y una disposición calmada y concentrada 100% en la tarea en las manos: ganar el punto. (Tal que, en al menos una ocasión, se preparó para el siguiente punto después de haber ganado un partido sin haberse dado cuenta). Porque el tenis se gana un punto a la vez. Es decir, lo único que importa es el presente, el aquí y ahora. Es un concepto que no entendí hasta aquella segunda vez que vi a Federer jugar. Parecía que todo y nada importaba a la vez. Federer le ha atribuido su actitud, al igual que su técnica, a su antiguo entrenador, el australiano Peter Carter, quien falleció en un accidente de tránsito en Sudáfrica en 2002. En una entrevista con CNN, Federer explicó que la muerte de Carter hizo despertar en él una necesidad de no ser un “talento desperdiciado”. Eso es lo que todos hemos visto, apreciado y sentido con el tenis de Federer. La máxima expresión de un talento no desperdiciado. Los llantos de Federer en esa entrevista son los mismos que hemos presenciado en momentos cuando no gana un gran campeonato o un gran partido. Y haya jugado como haya jugado, todos sentimos lo que él: si un talento como Federer pierde, podemos perder todos. En el documental Al descubierto: Punto de break, el tenista estadounidense Mardy Fish habla sobre su lucha contra un severo desorden de ansiedad. De acuerdo con Fish, el momento en el que ya no pudo mantener sus “malos pensamientos” y su reacción física ante ellos fue cuando tuvo que retirarse de los octavos de final del U.S. Open para cuidar su salud. Su competencia, ese día, habría sido Federer. En el documental el exnúmero uno del mundo, Andy Roddick, dice de Federer que no está celoso de su éxito, sino de la “facilidad con la que puede navegar ser el mejor de todos los tiempos”. Esa ha sido nuestra suerte. Federer, por 24 años, ha hecho exactamente lo que debía hacer: perfeccionar su juego, no ser un talento desperdiciado. Poder llegar a ser todo lo que su habilidad en el tenis lo deja ser. Es también por eso que no ha tenido que ser nada más, tanto para los fans del tenis como para los que él atrajo al tour. No fue un interlocutor de cambio en la salud mental como Fish (o recientemente la tenista japonesa Naomi Osaka), no se tuvo que preocupar por la injusticia racial ni de género. Federer no es un hombre del pueblo, no está en las calles marchando, no es un héroe fuera de las canchas. Es el héroe de la cancha. El 23 de septiembre, Federer jugará su último campeonato, la Laver Cup. Por última vez, veremos lo que el juego puede llegar a ser. El tenis como arte, no solo por la belleza de sus movimientos, sino porque nos lleva hacia una perspectiva que jamás nos hubiésemos imaginado, o que tal vez nos imaginamos pero no pensamos que podía ser real. Es un sueño cercano, una gloria familiar. Roger Federer y su perfección, su arte, le pertenece al mundo y a la historia. Y es hora de agradecerle por haber sido lo que fue: un hombre que no desperdició su talento. aranza |
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