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Lamento de una viuda ucraniana: “Se llevaron a mi gran amor”
Por ERIKA KINETZ OZERA, Ucrania (AP) — Tetiana Boikiv vio desde el sótano cómo soldados rusos interrogaban a quien ella considera su “gran, gran amor”. Se lo llevaron y no volvió a verlo. Las atrocidades en la vecina Bucha, que enfocaron la atención del mundo, son solo parte de la violencia que sufren los ucranianos a manos de los rusos en pueblos como el de Boikiv, media hora al norte. Es con frecuencia una violencia sistémica, no circunstancial, pensada e implementada por estructuras de comando de las fuerzas armadas rusas, según comprobó una investigación de la Associated Press y la serie de PBS “Frontline”. Se instruyó a los efectivos rusos que acabasen con cualquier vestigio de “resistencia nacionalista”, de acuerdo con planes de combate rusos obtenidos por el centro de estudios Royal United Services Institute de Londres. Esas operaciones de limpieza --zachistka, en ruso-- cobraron otra dimensión al diluirse la distinción entre civiles y combatientes. Resulta muy fácil para cualquiera que tenga un teléfono informar la ubicación de las unidades rusas y muchos civiles lo hacen. En sus esfuerzos por suprimir la resistencia ucraniana, los soldados rusos a veces la emprenden contra civiles que no han hecho nada. Fiscales ucranianos dicen que juzgarán todos los atropellos cometidos durante la guerra, pero les está costando investigar más 40,000 posibles crímenes de guerra. Por ello, Boikiv se vio obligada a tratar de averiguar ella misma qué pasó con su marido, Mykola Moroz, a quien sus amigos le decían Kolia. Se conocieron en un jardín botánico, durante una salida para solteros organizada por una iglesia. Boikiv, apodada Tania, se había radicado en Ozera pocos meses antes de la invasión rusa para iniciar una nueva vida con Kolia. Kolia se levantaba temprano para llevarle a Boikiv flores frescas que recogía en el campo. Cuando estaban separados, le enviaba fotos de flores con el teléfono. Le gustaba coleccionar cosas pequeñas, lindas: piedras, estampillas, tarjetas postales, pedazos de vidrio. Se turnaban para cocinar. Su pastel de manzanas era mejor que el de ella. “Una vez Kolia me dijo, ‘Tania, ¿qué sentido tiene vivir solo? Solo cuando tienes a alguien puedes ser feliz’”, relató ella. Cuando los rusos se fueron, se corrió la voz de que un sacerdote de Zdvyzhivka tenía fotos de gente de la zona que había sido asesinada. El padre Vasyl Bentsa quiso documentar los cadáveres de cinco individuos desconocidos encontrados en el patio trasero de una de las casas más elegantes del pueblo. Por ello les tomó fotos antes de hacerlos enterrar cerca de un bosque. Boikiv se reunió con él. Comenzó a revisar las fotos y al llegar a la tercera, se puso pálida. Era Kolia, ensangrentado, pero entero. Tenía los puños cerrados y su cuerpo en una posición fetal. Las coyunturas de sus piernas en posiciones extrañas. Un ojo hinchado y el cráneo destrozado. “¡Mi Kolia! ¡Kolia!”, gritó. El padre Bentsa le dijo que la policía había exhumado el cadáver de Kolia y los otros individuos de una fosa común seis días antes. Pero no sabía dónde estaba. Kolia había sido secuestrado un día después de que los ucranianos destruyesen un depósito de municiones ruso. La precisión del disparo fue tal que los rusos estaban convencidos de que las fuerzas ucranianas habían recibido información detallada de su ubicación de parte del servicio de inteligencia ucraniano, de un drone o de un civil que los espiaba. Registros de una torre telefónica obtenidos por la AP indican que Kolia hizo su última llamada el 25 de febrero, por lo que es muy improbable que él haya pasado la información. Pero los rusos se lo llevaron de todos modos. La búsqueda de Boikiv empezó en la morgue de Bucha. El nombre de Kolia no figuraba en la lista de personas enterradas allí. Frente al cementerio había tres camiones refrigerados estacionados. Boikiv y una amiga revisaron todos los cadáveres allí apilados. Decenas de ellos. Pero no encontraron a Kolia. A los pocos días se enteró de que habían llegado dos cadáveres no identificados desde Zdvyzhivka. Cuando Boikiv regresó a Bucha, los cadáveres estaban apilados, envueltos en bolsas, en un camión refrigerado a punto de partir hacia una localidad vecina. Boikiev empezó a llorar y amenazó con treparse a los cadáveres. No iba a permitir que Kolia se le fuese. El conductor le hizo lugar en la cabina. Cuando el camión llegó a destino y fue descargado, Boikiv revisó los cuerpos de Zdvyzhivka. Se encontraban en muy mal estado. Le abrió la boca a uno y observó sus dientes, pero no era él. Hasta que divisó lo que parecían los zaptos de Kolia que asomaban de una bolsa parcialmente abierta. Reconoció a su marido por la forma de su cráneo, su barba y sus dientes. “Se llevaron a mi gran amor”, murmuró. Lo único que le queda ahora es ver que se haga justicia. El único documento oficial que tenía Boikiv era un pedacito de papel que decía que su marido había muerto tras recibir varios disparos el 25 de marzo del 2022. Boikiv dudaba que los proyectiles lo hubiesen matado. Hizo una declaración ante las autoridades ucranianas, pero no volvió a saber nada del tema. Y nadie le pidió que identificase a los soldados rusos que se llevaron a su marido. No se siente optimista de que los responsables de la muerte de su marido sean identificados y castigados. Pero, de todos modos, no cree que eso sea muy relevante. “No me lo devolverán”, expresó. Se sentó en su casa, con una luz tenue, junto a la cama que debía compartir con Kolia, cerca del pozo de agua que él había cavado y las pequeñas mariposas de plástico azules y blancas que Kolia había pegado a la pared. “Sé que todo está en manos de Dios”, expresó. “Y llegará el momento en que la gente pague por esto. El día del juicio los espera”. aranza |
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