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¿Se van los muertos?
Cristina Rivera Garza, The Washington Post Tiempo de residencia es un término que se utiliza en diversos campos para determinar la persistencia de una substancia en un estado de absorción, suspensión o disolución. El tiempo de residencia de las moléculas de agua, por ejemplo, varía bastante dependiendo del medio: una semana en el cuerpo humano, dos semanas en un río, 4,000 años en océanos y mares, y hasta 10,000 años en glaciares y permafrost. Anne Gardulski, profesora en el Departamento de Ciencias de la Tierra y el Océano de la Universidad de Tufts asegura que la sangre humana, compuesta de sales y de sodio, tiene un tiempo de residencia de 260 millones de años. Es muy posible, luego entonces, que los cuerpos de nuestros muertos se encuentren todavía con nosotros no solo en el recuerdo o como metáfora sino de manera radicalmente material en la superficie de la tierra, que incluye tanto el aire como el agua. Es muy posible que, al decir que los sentimos cerca, que siguen a nuestro lado, no estemos expresando un deseo furibundo sino diciendo la verdad más simple y más básica, tal vez también la más atroz: ellos están aquí. Ellas y ellos están aquí con nosotros, bajo nuestros pies, en el aire que respiramos. Este tipo de consideraciones han llevado a Christina Sharpe, profesora en el Departamento de Inglés y especialista en Estudios Negros de la Universidad de York, a reflexionar sobre las consecuencias contemporáneas de la esclavitud y la duración extrema del sufrimiento de las vidas de los africano-americanos en la actualidad. En In the Wake: On Blackness and Being (todavía sin traducción al español), un libro en el que Sharpe interroga una serie de representaciones de la vida de los africanos-americanos tanto en la literatura como en el cine o en la fotografía con el fin de dilucidar las múltiples formas en que la esclavitud continúa marcando la vida contemporánea de estas comunidades, tanto su sujeción como sus posibilidades de resistencia, Sharpe se detiene a considerar en todo su peso el tiempo de residencia de la esclavitud. En una entrevista para la revista Rhizomes. Cultural Studies in Emerging Knowledge, concedida a Selamawit Terrefe, Sharpe confiesa que al preguntarse sobre el destino de los cuerpos de los esclavos negros que fueron arrojados al océano Atlántico durante el llamado Middle Passage tuvo que pensar “en el tiempo de residencia de esos africanos que, cuando fueron arrojados o saltaron al agua, sus cuerpos disolviéndose en varios componentes, como el sodio de su sangre, están todavía con nosotros en ese tiempo de residencia. He estado tratando de pensar en todo eso en términos de cómo entendemos la condición y la duración del sufrimiento negro”. Su conclusión es diáfana y estremecedora: “Incluso esos africanos estuvieron confinados, los que dejaron algo de sus yo anteriores como una huella a ser descubierta en esos cuartos, pasaron luego por la puerta sin retorno y no sobrevivieron la confinación del océano, ellos, como nosotros, están vivos en forma de hidrógeno, en forma de oxígeno; en el carbón, el fósforo, el hierro; en sodio y cloro. Esto es lo que sabemos sobre esos africanos arrojados o aventados al agua durante el Middle Passage; todavía están con nosotros, en el tiempo del despertar que es el tiempo de residencia”. El término wake es multifacético en inglés y se resiste a una traducción directa. Como verbo, su acepción más común, especialmente seguido de la preposición up, es despertar. Pero como sustantivo, el wake puede bien ser la estela que deja tras de sí un barco, y también, de manera figurativa, cualquier secuela o después respecto a una acción. De manera por demás interesante, el wake también designa al velorio, sobre todo entre las comunidades negras en Estados Unidos, ese tiempo de dolor compartido que nos reúne antes del funeral y del entierro para restituir la presencia de los que se van. Así pues, al definir el tiempo de residencia como el tiempo de despertar, Sharpe también lo coloca cerca de la práctica del velatorio y de la huella de toda estela: un tiempo denso, radicalmente compartido, en el que el sufrimiento se vuelve cosa de la comunidad. Es un tiempo de dolor, por supuesto, pero también y por lo mismo un tiempo de la conciencia cuando despierta y se echa a caminar. Es un tiempo que incorpora de manera estructural y estructurante un llamado a la acción colectiva. El calendario tradicional del Día Muertos se celebra el 1 y 2 de noviembre, el día de todos los santos y de los fieles difuntos respectivamente. Sin embargo, las jornadas propuestas para esta conmemoración se extienden y especializan de acuerdo a cambios sociales de peso. Desde el 27 de octubre, por ejemplo, se espera la visita de los espíritus de las mascotas fallecidas. Y el 28 de octubre se dedica a las almas de aquellos que hemos perdido debido a algún accidente o a la violencia —un día que en un país como México, afectado por una guerra mal nombrada que sigue sembrando cadáveres en llanos y pueblos, no puede pasar desapercibido—. Es necesario, como en todas las ofrendas, incluir flores e incienso, alguna fotografía, alimentos y bebidas favoritas, pero este día no hay que olvidar tampoco la sal y agua que les indicarán a los nuestros el camino de regreso y harán patente tanto el amor como la memoria que, en este quehacer colaborativo, se vuelve espacio y tiempo de residencia. Porque eso es el duelo, de eso se trata: una práctica plural que nos convoca para confirmar que siguen con nosotros, no a la manera de deseo imposible o metafórico o realistamágico, sino como la materia que todavía se resquebraja bajo nuestros pies o se desliza como el aire sobre la piel de todo el cuerpo. Extender ese tiempo de residencia es otra manera de preguntarse sobre la duración del sufrimiento de las mujeres y hombres que hemos perdido debido a la violencia de género o la violencia de la guerra. Responderse a esas preguntas, cada cual desde su cada quién y todos juntos, implica ese llamado a la acción que también puede ser una promesa. O un compromiso. Jamileth |
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