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Mantenerse fieles al querer de Dios y seríamos en verdad felices.


2022-11-18

Por: Diego Elizalde y César Ornelas

Imaginémonos al hombre que, de niños, todos deseábamos ser. Aquél que tenía una bodega inmensa repleta hasta los más pequeños rincones de objetos valiosísimos. Todos ellos, grandes y pequeños, brillaban hasta encandilar nuestros ojos, pues nos daba la impresión de que eran de oro, y realmente lo eran.

Pensemos, también, que el dueño de estas grandes riquezas tenía una especial habilidad en los negocios. Año tras año lograba aumentar su fortuna y tenía poco espacio para conservar tan gran cantidad de capital que poseía. Sabía de los bandidos de aquella región y temía que le tomaran por sorpresa la futura herencia para sus siete hijos y tres hijas.

Consideremos de igual forma que este hombre era «íntegro y recto, temeroso de Dios y alejado del mal» (Job. 1, 8). Gozaba de buena fama y poseía una «hacienda con siete mil ovejas, y tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientas asnas» (1, 2). Y solía banquetear con cada uno de sus hijos semana tras semana. En todo le iba bien y prosperaba ante cualquier dificultad que se le presentase. Hasta que lo perdió todo. Todo menos su vida. Este hombre era Job.

Al igual que él, Allen Stanford, un banquero tejano multimillonario, lo tenía todo. Él llegó a ser nombrado como uno de los hombres más ricos de América. Ahora está en prisión por estafar 7,000 millones de dólares bajo participaciones de depósitos fraudulentos.

Si Dios hubiera podido darle un consejo, muy seguramente le hubiera dicho: «vomita las riquezas que te tragaste» e inmediatamente se las hubiera «arrancado de su vientre» (cf. 20, 15). Esto, para evitar que fuera condenado con 110 años de cárcel desde el año 2009.

Y aquí la pregunta es, ¿puede la persona más rica del mundo maldecir a Dios después de haberlo perdido todo? Job experimentó esta desgracia aun siendo inocente. Perdió a su ganado y a sus servidores, sus hijos murieron y cayó en una gran tristeza.

Como en toda historia, tenía que haber un Adversario (cf. 1,6-12). Este fue el autor de todas las iniquidades sucedidas en su vida, pues se presentó un día ante Dios para recibir el permiso de tocar sus posesiones, y buscar que Job lo maldijera en la cara. Quería que después de hacerlo caer en la miseria, se probara que era considerado como justo sólo por el simple hecho de ser bendecido con toda clase de bienes.

El padecer alguna enfermedad, la pérdida de un amigo o de un familiar cercano, nos debería llevar a todos, a decir como Job: «si aceptamos de Dios lo bueno, ¿no aceptaremos también lo malo?» (2, 10). Sólo así nos mantendríamos fieles al querer de Dios y seríamos en verdad felices.

Fue tan grande su sufrimiento que llegó a maldecir el día en que nació (3, 3-6). Soportó en carne propia una «úlcera maligna, desde la planta de los pies hasta la cabeza» (2, 7). Sumido en la desgracia se hizo acompañar de sus tres amigos: Elifaz, Bildad, y Sofar. Ellos deseaban expresarle sus condolencias y tratar de consolarlo con su amistad. Ellos, al verlo de lejos, no lo reconocieron, lloraron junto con él y compartieron su sufrimiento estando a su lado (cf. 2, 12).

¿Será que la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad las permite Dios? En efecto, fue Dios quien consintió probar a Job, y en él, a cada uno de nosotros cada vez que gozamos o sufrimos. Fue Dios quien convocó a sus hijos. Presume a su servidor Job e incita a que el Adversario le haga su propuesta, misma que Dios permite (cf. 1, 8-12).

«¿Reservará Dios el castigo para sus hijos?» (21, 19). Hoy, ante la pandemia, nos volvemos a hacer esta misma pregunta. Las madres lloran la muerte de sus hijos, amigos cercanos han sido contagiados y hasta pudo haber sido que nosotros hayamos contraído el Covid-19.

De este gran mal, Dios sabe siempre sacar abundantes bienes. No son pocos los que piensan que, al sufrir, Dios los abandona y los rechaza. Muchos se quejan y se enfrentan día tras día contra Dios que tan sólo busca lo mejor para ellos en orden de su salvación. Este puede ser nuestro caso. La respuesta es que, aun cuando se sufre o se goza, hay maravillas que nos superan e ignoramos (cf. 42, 3).

Ojalá que, al ver pasar nuestra vida, sepamos vislumbrar esos milagros tan cotidianos, como son: la familia, los amigos, las experiencias de triunfo y todo aquello que va formando parte de nuestra historia. Que sepamos reconocer como Job: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó: bendito sea el nombre del Señor» (1, 21), pues « ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde su alma?» (Lc. 9, 25).

Sigamos el ejemplo de San Jerónimo, que dedicó gran parte de su vida al asiduo estudio y reflexión de la Biblia. Que también nosotros hojeemos la Biblia cada día de manera personal o comunitaria, siempre con la noble intención de escuchar la voz de Dios para este siglo XXI.
 



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