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Cómo fue que la selección de Brasil se politizó


2022-12-12

Por Micael Zaramella | The New York Times

SÃO PAULO, Brasil — Cuando llegó el momento, Neymar no apareció por ninguna parte. Brasil necesitaba marcar un penalti el viernes para seguir en el Mundial, pero Neymar estaba en la línea de medio campo, con los ojos cerrados. Cuando su compañero falló el penal y Brasil quedó fuera del torneo en cuartos de final, Neymar se tiró al suelo con desesperanza. El talismán del equipo, la estrella indiscutible del fútbol brasileño, había sucumbido ante la derrota. La noticia del fracaso ya estaba dando la vuelta al mundo.

Al menos, Neymar está acostumbrado a estar en los titulares. El chico maravilla que se convirtió en el jugador más caro del mundo se había elevado a la categoría de icono futbolístico por su estilo libertino, sus habilidades deslumbrantes y su apariencia llamativa. Sin embargo, a últimas fechas se ha hecho famoso por algo más: una personificación de la unión entre la selección nacional y la política de extrema derecha de Jair Bolsonaro, el presidente saliente de Brasil.

Neymar no ha sido tímido sobre su postura. Para las elecciones presidenciales de octubre, publicó un video en el que expresaba su apoyo hacia Bolsonaro y lo enfatizó más tarde cuando dijo: “Los valores que transmite el presidente son muy similares a los míos”. A pesar de toda su energía inconformista, Neymar en realidad sigue una tendencia. En 2018, varios nombres destacados del fútbol brasileño, las leyendas Ronaldinho y Rivaldo entre ellos, anunciaron su respaldo para Bolsonaro. Por su parte, los partidarios de Bolsonaro comenzaron a portar la camiseta amarillo brillante de la selección nacional en manifestaciones, con lo cual reivindican uno de los símbolos más significativos de la nación.

Los progresistas han intentado rescatar la camiseta de la apropiación bolsonarista, luciéndola en sus propios mítines. Pero el daño está hecho: según un estudio reciente, uno de cada cinco brasileños no llevaría la camiseta por razones políticas. La selección de fútbol, alguna vez el orgullo nacional, se ha convertido en un emblema de polarización. Tras la sorprendente eliminación del equipo en cuartos de final, a manos de Croacia, se ha perdido la oportunidad de que el país se uniera como lo ha hecho antes: en la alegría por un campeonato.

No es la primera vez que la política acapara el fútbol, sobre todo la derecha. Por ejemplo, en la década de 1930, el dictador Getúlio Vargas construyó estadios monumentales para albergar tanto partidos de fútbol como mítines masivos. Ambos escenarios se consideraban dos caras de la misma moneda: medios para atraer a las masas a apoyar al régimen.

Décadas más tarde, la dictadura militar que estuvo en el poder de 1964 a 1985 intentó hacer algo similar. Cuando los militares dieron el golpe de Estado, la selección brasileña era una de las mejores del mundo. Con estrellas como Pelé y Garrincha a la cabeza, había ganado las dos últimas Copas del Mundo con un fútbol centellante y dinámico. Los militares no escatimaron esfuerzos para vincularse con la selección —por ejemplo, inaugurando nuevos estadios con los jugadores y las autoridades militares hombro a hombro— con la esperanza de que la veneración generalizada hacia el equipo se transmitiera al régimen.

También interfirió. En vísperas del Mundial de 1970, se corrió el rumor de que el presidente garantizó la destitución del entrenador, un izquierdista que había hablado abiertamente de los encarcelamientos políticos, las torturas y los asesinatos perpetrados por el régimen. Eso no impidió que el equipo ganara la competencia en México ese año. El triunfo fue una gran victoria de relaciones públicas para el gobierno: las imágenes del presidente celebrando con los jugadores inundaron el país, al igual que las declaraciones de simpatía del equipo jubiloso. El éxito de la selección se presentó como evidencia de que el camino que había tomado el régimen era el correcto. En este ambiente de euforia, incluso los militantes de izquierda apoyaron al equipo.

Ese fue el punto más álgido del uso que le dio la dictadura a la selección nacional. En la década de 1980, la democratización gradual del país vino acompañada de una transformación del perfil del equipo, el cual contaba con jugadores de tendencia izquierdista como Sócrates y Zico. Con el fin de la dictadura en 1985 —seguido de una nueva Constitución en 1988 y elecciones generales al año siguiente— la selección dejó de ser un reflejo del régimen militar o de la derecha política en términos más generales. La población en general celebró las victorias en los Mundiales de 1994 y 2002. El fútbol era de todos.

Sin embargo, en 2013, eso empezó a cambiar. Cuando estallaron las revueltas populares, los grupos de derecha intentaron diferenciarse de los manifestantes de izquierda cubriéndose con la bandera brasileña y usando la camiseta de la selección nacional. Los “verde-amarelo”, como llegaron a ser conocidos, en su mayoría protestaban contra la corrupción y atacaban al Partido de los Trabajadores, de centro-izquierda, al que pertenecía la presidenta Dilma Rousseff. En la Copa Confederaciones de ese año, cuya sede fue Brasil, miles de aficionados abuchearon a Rousseff.

Fue una señal de lo que estaba por venir. En las protestas que llevaron a la destitución de Rousseff en 2016, los manifestantes vestidos con la camiseta amarilla pidieron la intervención militar y se tomaron selfis con agentes de la policía militar. Cuando Bolsonaro comenzó su campaña presidencial en 2018, la selección de fútbol ya estaba firmemente asociada a una agenda de derecha.

Durante su mandato, se volvieron inseparables cuando sus simpatizantes tomaron las calles para exigir el cierre del Supremo Tribunal, el levantamiento de las restricciones pandémicas y el fin del voto electrónico. En estas concentraciones, la camiseta nacional compartió el espacio con símbolos de la extrema derecha como banderas neonazis, pancartas con consignas antidemocráticas e incluso antorchas tiki.

¿Y el equipo? Aunque varios futbolistas fueron activos al darle la bienvenida a Bolsonaro a la presidencia, no estaba claro cuál era la posición política de la escuadra. Dio la impresión de que la Copa América de 2021 —de la cual Brasil fue una sede controvertida después de que Colombia y Argentina se negaron a albergarla, al alegar inquietudes en torno a la pandemia— puso las cosas en su sitio. Tras una reunión, el equipo decidió seguir adelante con la competencia, pero enfatizó que no se trataba de una decisión “política”. Para muchos, este consentimiento parecía demostrar que el equipo nacional en esencia se había dejado influir por Bolsonaro.

Eso no es del todo justo. A lo largo de los cuatro años de gobierno de Bolsonaro, el apoyo explícito al presidente desde dentro de la plantilla fue poco común. Algunos jugadores, como Richarlison, delantero del Tottenham, se expresaron en contra de la politización del equipo. Paulinho, un joven y prometedor delantero, incluso declaró su apoyo para el rival de Bolsonaro en las elecciones, Luiz Inácio Lula da Silva. Por supuesto, la mayoría de los jugadores prefiere mantener un perfil bajo.

No obstante, como todo el mundo sabe, una selección nacional es mucho más que la suma de los jugadores individuales que la componen: es un símbolo. En Brasil, el enredo entre el deporte y la política ha producido algo extraño: una selección nacional que se asocia casi en su totalidad con un proyecto político divisivo y ahora, tras la ajustada victoria de Lula en octubre, con un político derrotado.

Las cosas tal vez no sigan ese curso. En Catar, Richarlison ofreció el momento más memorable, con su asombroso gol contra Serbia; Neymar, tras perderse dos partidos por una lesión, no pudo levantar al equipo hacia el triunfo. En casa, hay sentimientos encontrados. La actuación del equipo, que osciló entre lo sublime y lo aburrido, generó falsas expectativas.

Tras la dolorosa derrota, sigue abierta la pregunta en torno a qué es —y para quién es— la selección brasileña.



Jamileth


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