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Cómo Elon Musk destruyó Twitter y cómo salvarlo


2023-01-02

Editorial | The Washington Post

¿No que mucha libertad de expresión? 

A Elon Musk le tomó menos de dos meses convertir a Twitter en exactamente lo que él mismo condenaba: una plaza pública con un dictador como regente, donde la política se promulga y se hace cumplir en función de los caprichos y rencores políticos, o, en este caso, personales.

Hasta el momento de escribir este artículo, Elon Musk sigue a cargo de Twitter, pero una encuesta que él mismo realizó preguntando si debería renunciar como jefe de Twitter arrojó una sólida mayoría de sí. Independientemente de lo que decida, Twitter seguiría siendo de su propiedad, y el imperativo de la empresa sería el mismo: reactivar Twitter como foro y como empresa estableciendo reglas básicas que apliquen para todos, haciéndolas cumplir de manera justa e informando a la comunidad cuándo y cómo sucede. Es decir, todo lo contrario a lo que ha hecho Musk.

Si hay algo que aprender de la era de Musk en Twitter es que el absolutismo de la libertad de expresión que él afirmó defender es insostenible como regla de oro. Aquellos que manejan sitios de redes sociales inevitablemente encontrarán algo que no les guste en su plataforma. Tal vez porque representa una amenaza para el bienestar físico de alguien; tal vez los anunciantes no quieren que sus marcas aparezcan ahí; tal vez algo le molesta a quien esté a cargo. Hay formas justas y confiables de lidiar con esta realidad y luego está lo que hizo Elon Musk.

La primera semana de diciembre, el multimillonario suspendió las cuentas de varios periodistas estadounidenses, incluidos periodistas de The Washington Post. Dijo que básicamente habían publicado “las coordenadas de un asesinato” para él y su familia, algo de lo que no se encontró evidencia. Al parecer, le molestó que una cuenta tuiteara datos públicos sobre su avión privado, por lo que se sacó una política de la manga para prohibir esa práctica y usó esa misma política para justificar la suspensión de los reporteros que lo criticaron. Eventualmente, les restableció las cuentas.

También le suspendió la cuenta a usuarios que estaban alentando a otros usuarios a unirse a la competencia; de repente, la “promoción gratuita”, también iba en contra de las reglas.

Twitter es tanto una empresa privada como una plaza pública. Quien sea el propietario tiene la prerrogativa legal de gobernar a su antojo, pero también tiene la responsabilidad ética de lograr un equilibrio entre proteger la libertad de expresión y la seguridad de los usuarios. Musk se ha burlado de la empresa, preocupándose por la libertad de expresión y la seguridad solo cuando le conviene.

Esto no solo es una falla ética sino también un desastre para la empresa. Los anunciantes han huido de Twitter. Los periodistas son de los usuarios más importantes de la plataforma y ahora están considerando abandonarla porque no pueden informar honesta y abiertamente sobre uno de los hombres más ricos del mundo sin correr el riesgo de ser desterrados.

Si lo que se busca es reconstruir Twitter, es injusto que se establezcan reglas perfectas e inmutables que rijan lo que los usuarios pueden decir y cómo pueden decirlo. Los conservadores pueden querer más libertad de expresión; los progresistas menos, pero pueden discrepar de buena fe sobre los límites. Ninguna política será lo suficientemente completa para cubrir todos los posibles escenarios en el ámbito tan vasto de la interacción humana. La decisión de Twitter de prohibir al entonces presidente Donald Trump de su plataforma en la era pre-Musk fue una excepción a su política de “interés público”, en la que los líderes mundiales tenían más libertad para infringir las reglas que los usuarios habituales, basándose no solo en el contenido de sus tuits sino también en el contexto de la insurrección del 6 de enero de 2021 en el Capitolio de Estados Unidos.

Lo importante es que los propietarios de redes sociales intenten elaborar y hacer cumplir sus reglas de manera justa, o al menos lo intenten. Es probable que comentan errores, dado que administran miles de millones de usuarios que dicen miles de millones de cosas sin sentido todos los días, pero lo que importa es que estén preparados para hacerlo bien, en conjunto, y de acuerdo con los compromisos públicos que han hecho.

Eso puede empezar con algo tan simple como que las plataformas se comprometan a ser transparentes, de modo que, por ejemplo, las conversaciones que se den entre las agencias gubernamentales y la red social en cuestión se realicen a través de los canales adecuados y que las respuestas a las solicitudes sean consistentes con los estándares existentes.

Es difícil culpar a estas empresas por no haber implementado políticas irrefutables para abordar a un presidente que incitaba a la insurrección armada, pero se les puede culpar por carecer de procedimientos sobre cómo manejar situaciones a las que sus reglas no se adaptan tan bien. Debe quedar claro qué equipos están involucrados en qué punto de la conversación y dónde se supone que deben buscar orientación, ya sea para políticas similares o valores declarados de la empresa.

La moderación de contenidos ha evolucionado más allá del binario “bájalo o déjalo arriba” para incluir intervenciones como etiquetas que agregan contexto a las publicaciones, indicaciones que instan a los usuarios a reconsiderarlas y algoritmos que reducen la difusión de dichas publicaciones. Las plataformas deben explicar cuándo se emplearán estas tácticas: a qué escala, para qué tipo de contenido y, lo más importante, con qué fin. Eso significa dos cosas: que las empresas deberían estudiar y publicar el impacto de sus decisiones de moderación de contenido, y que deberían poder armonizar ese impacto con sus objetivos establecidos.

Si no se implementan restricciones que reconozcan la realidad de estira y afloja de la libertad de expresión en internet, y sin un proceso confiable para aplicar las reglas, no habrá nada que guíe a estas plataformas si están tratando de hacer lo correcto, y nada que las limite si no.
 



aranza


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