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Dina Boluarte no entendió el mandato que recibió y estamos pagando las consecuencias


2023-01-26

Diego Salazar, The Washington Post

La presidenta de Perú, Dina Boluarte, quien asumió el poder el 7 de diciembre de 2022, horas después de que su antecesor intentara perpetrar un golpe de Estado, entendió mal desde un inicio el mandato que recibió.

Ese día, cuando juró la presidencia delante del Congreso de la República y ante un país que horas antes había sobrevivido a uno de los eventos más traumáticos que puede experimentar una democracia, Boluarte dijo que asumía el cargo “desde este momento hasta el 26 de julio de 2026”.

Si bien el mandato para el que fueron elegidos el expresidente Pedro Castillo y ella, como primera y única vicepresidenta, concluía en 2026, no había nadie en su sano juicio en el país que pudiera pensar que eso fuera posible. Esa, sin duda, fue la primera señal de alarma. La hasta entonces vicepresidenta, que debía haber seguido con la atención de un futbolista en el banquillo de suplentes las incidencias del partido, demostraba en su primer discurso como cabeza del Ejecutivo que no entendía para qué estaba siendo convocada.

No se trata de una mera corazonada o una conclusión fácil hecha en retrospectiva. Ya entonces existían datos de sobra para saber que la inmensa mayoría de las y los peruanos no iba a aceptar un gobierno liderado por ella hasta 2026. A finales de octubre del año pasado, dos encuestas distintas preguntaron a la ciudadanía por posibles salidas a la crisis política que venía atravesando el país.

En la primera, realizada por IPSOS, la opción “Que la vicepresidenta Dina Boluarte reemplace a Pedro Castillo en la presidencia y ella y el actual Congreso continúen hasta el 2026” era elegida únicamente por 10% de los encuestados. En la segunda, del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), ante la pregunta “¿Qué cree que sería lo más conveniente para el país?”, solo 3% respondía “Que Pedro Castillo deje el gobierno y que Dina Boluarte asuma la presidencia”. El IEP venía haciendo esa pregunta desde febrero de 2022 y en ningún momento la opción Boluarte pasó de 4%. Es decir, si atendemos a los resultados de ambos estudios de opinión, nadie en el Perú contemplaba un Ejecutivo liderado por la entonces vicepresidenta como una solución para nuestros problemas.

Pese a ello, ya casi con la banda presidencial encima, Boluarte decidió que su mandato era ese. A partir de ahí sabemos lo que ha venido ocurriendo.

La calle ha respondido exigiendo la renuncia de la presidenta y un adelanto exprés de elecciones. Boluarte y el Congreso, con la desconexión que caracteriza a nuestros líderes políticos, no han sido capaces de atajar esas y otras demandas a tiempo, y las protestas, aisladas en un primer momento, han ido creciendo en número, intensidad y violencia.

Es innegable a estas alturas que, junto a aquellos que protestan de forma legítima y trasladan a la calle su frustración porque sienten, de manera justa e incontestable, que hay un Estado y un gobierno que no los escucha, hay no pocos elementos radicales que vienen desplegando un nivel de violencia inaceptable: intentos de toma de aeropuertos, la quema de oficinas públicas, la quema de la vivienda de un congresista, la muerte de un policía quemado vivo, además de bloqueos de carreteras en distintos puntos del país que empiezan a producir desabasto y que, en algunas localidades, están provocando enfrentamientos entre manifestantes y vecinos o trabajadores.

Ante esto, el gobierno liderado por la presidenta Boluarte ha reaccionado, desde el inicio y sin mostrar el más mínimo espíritu de enmienda, con una violencia igual de inaceptable en un estado de Derecho. Según la Defensoría del Pueblo, hasta el 24 de enero, habían muerto 46 civiles en enfrentamientos con la fuerza del orden, la mayoría por impacto de bala. 17 de ellos en un solo día, durante las manifestaciones del 9 de enero en Juliaca.

Ante las críticas, Boluarte y su gobierno han respondido, de forma inexplicable, redoblando la apuesta, satanizando la protesta en su conjunto y con actuaciones tan cuestionables como la llevada a cabo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, una de las instituciones educativas más importantes del país, que amaneció el sábado 21 de enero tomada por centenares de policías. Ese día, los efectivos policiales no solo tumbaron con una tanqueta la puerta de la universidad, que alojaba a manifestantes que habían llegado a Lima desde otras regiones del país, sino que irrumpieron en viviendas universitarias, detuvieron a casi 200 personas, a muchas de las cuales obligaron a tumbarse en el piso y vejaron. Dos días después, la Policía tuvo que liberar a todos los detenidos por no tener ninguna evidencia en su contra.

Ante los múltiples cuestionamientos a la actuación de las fuerzas del orden, la presidenta y su primer ministro han señalado que la Policía ha tenido una “conducta inmaculada” durante las protestas en Lima y han defendido “el inmenso sacrificio y profesionalismo de la policía nacional y nuestras fuerzas armadas”. De forma igualmente inexplicable, Boluarte ha señalado en repetidas ocasiones que “no se está entendiendo” la razón de las protestas. Cuestionada acerca del adelanto de elecciones que exige una mayoría de los ciudadanos, la presidenta, una y otra vez, se ha limitado a señalar que esto queda fuera de sus competencias, que el gobierno ya presentó una propuesta y la pelota se encuentra en la cancha del Congreso. El parlamento, como viene siendo habitual, sigue enfrascado en luchas internas que nada tienen que ver con los reclamos ciudadanos y exhibe con orgullo 88% de desaprobación ciudadana.

Ante la insatisfacción, el caos y la violencia, la respuesta ofrecida por el gobierno Boluarte —y sus aliados de ocasión en el Congreso— ha sido más violencia y un gesto de perplejidad ante la creciente crisis del país. La presidenta y sus allegados no parecen entender que, su inacción política, ese ponerse de lado ante los reclamos de una ciudadanía cada vez más decepcionada y a la vez asumir que no puede ofrecer más respuesta que la policial, solo consigue que los extremos ganen adeptos.

Por un lado, tenemos a quienes, ante la violencia en las manifestaciones, parecen estar dispuestos a que “el orden” sea restablecido a cualquier precio. Incluso si esto supone, como hemos visto, que la Policía dispare a mansalva. Siempre y cuando, claro, esas balas pasen lejos de ellos. Y, por otro, tenemos a aquellos que no tienen el más mínimo empacho en cabalgar a lomos de los muertos para sacar adelante una agenda —hoy es una asamblea constituyente, mañana quién sabe— que en circunstancias relativamente normales no tendrían cómo defender exitosamente en una elección popular.

En un ambiente tan polarizado como el actual y ante la falta de propuestas políticas que inviten a buscar soluciones fuera de escenarios maximalistas, los extremos se hacen más y más atractivos a quienes buscan que el caos sea domado o que sus reclamos sean escuchados.

Como resultado, lo que tenemos es un país donde el consenso democrático, la idea de que discrepar, llegar a acuerdos a veces insatisfactorios para todos y conducir los asuntos que competen a la sociedad a través de las instituciones —el Ejecutivo, el parlamento, el Tribunal Constitucional, etc— que nos hemos dado para ello, está quebrándose de forma irreparable.

Por supuesto, la degradación de nuestra democracia y polarización de nuestra vida política no ha empezado en este mes y medio que lleva la presidenta Boluarte al mando del gobierno, pero su renuncia a escuchar a la ciudadanía y actuar políticamente en consecuencia amenaza con terminar de romper aquello que empezamos a construir en el año 2000, a la caída de la dictadura de Alberto Fujimori.

Ese, lastimosamente, parece que será su legado. Y lo peor es que, al igual que ocurre con el mandato que recibió en diciembre y los reclamos que llegan desde la calle, sigue sin comprenderlo.
 



aranza


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