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Un pequeño barco, un mar inmenso y una huida desesperada de Rusia


2023-02-01

Mike Baker | The New York Times

En septiembre, dos hombres salieron de Rusia con la esperanza de que una embarcación pudiera llevarlos a pedir asilo en suelo estadounidense. Su búsqueda de la libertad no salió como habían planificado.

Un día del otoño pasado, una serie de golpes sacudieron la puerta de su departamento. Cuando Maksim se asomó por la mirilla vio a dos soldados uniformados. Eran oficiales de alistamiento militar, lo sabía, que buscaban ampliar hasta el lejano oriente de Rusia el vasto esfuerzo de reclutamiento para la guerra de Ucrania.

El pescador, de 44 años, permaneció inmóvil y en silencio hasta que los oficiales se marcharon. Como sabía que volverían, en la noche Maksim fue a la casa de un amigo, Sergei, que también había recibido esa visita no deseada. Juntos estudiaron mapas en la mesa de la cocina de Sergei, tratando de encontrar una forma de huir del país y de una guerra en la que morían miles de jóvenes rusos. En ese momento, Sergei formuló un plan que, al principio, parecía inviable.

“Propongo que viajemos por mar”, propuso Sergei.

La idea fue el comienzo de un viaje audaz y desalentador en el que los dos hombres partieron en un pequeño barco pesquero con un motor de 60 caballos de potencia para recorrer cientos de kilómetros durante varios días —pasando por guardias fronterizos rusos y atravesando el traicionero mar de Bering— con el fin de solicitar asilo en las costas de Estados Unidos. Fue una búsqueda desesperada de libertad que no salió según lo previsto.

Durante meses, miles de hombres rusos con recelos similares han estado huyendo del país: cruzan la frontera en auto, toman trenes hacia Europa o consiguen vuelos al extranjero. Algunos de los que escapaban del servicio militar viajaron en avión a América Latina, y luego hacia el norte, por lo que más de 35,000 rusos llegaron el año pasado a las fronteras estadounidenses para pedir asilo.

Maksim y Sergei, que pidieron que no se publicaran sus apellidos para proteger a sus familias, no tenían dinero ni lujos para emprender la travesía, ni contaban con mucho apoyo. En la ciudad de Egvekinot, encajonada entre las montañas y el mar de Bering, al borde del círculo polar ártico, parecía que casi todo el mundo era partidario del presidente ruso Vladimir Putin, aunque la prolongada guerra en Ucrania había llamado a más hombres de la localidad para que participen en un conflicto que se libra a miles de kilómetros de distancia.

Con la ayuda de redes privadas virtuales (VPN, por su sigla en inglés) que les permitían eludir la censura de internet y leer noticias más allá de la propaganda nacionalista procedente de Moscú, Sergei y Maksim habían llegado a rechazar la versión del Kremlin sobre la guerra. No estaban dispuestos a unirse a lo que consideraban una invasión injustificada, iniciada por un gobierno al que se oponen con gran vehemencia.

Sin embargo, Maksim no estaba tan seguro de que pudieran sobrevivir a un viaje desde Egvekinot hasta Alaska continental. Entonces, al examinar más a fondo los mapas, se fijaron en la isla de San Lorenzo, parte de Alaska, justo en medio del mar de Bering. El viaje hasta allí no sería tan largo. En sus teléfonos, las imágenes por satélite mostraban que la isla tiene un pueblo y una pista de aterrizaje.

“Podemos hacerlo”, afirmó Maksim.

Tenía un bote de casi 4,8 metros de eslora, un tipo de embarcación más adecuada para pescar en las mansas aguas de la bahía de Kresta. Este viaje los llevaría mucho más lejos: cerca de 483 kilómetros a través de la costa rusa, y luego a mares más turbulentos. Decidieron que esta era su mejor opción, siempre y cuando el tiempo otoñal, a menudo gélido tan al norte, se mantuviera en calma, y siempre y cuando la patrulla fronteriza rusa no los descubriera.

Los riesgos estaban claros. Cabía la posibilidad de que no sobrevivieran. Pero para ellos era un riesgo que valía la pena correr.

Un viaje de ‘pesca’

A los hombres les quedaba poco tiempo.

Con el sol cada vez más bajo en el horizonte, las temperaturas no dejaban de descender y pronto estarían muy por debajo del punto de congelación, demasiado frío para sobrevivir a una travesía por mar. Ya se vislumbraban tormentas que podrían hacer zozobrar su embarcación. Y los equipos de alistamiento militar seguían rondando por la ciudad.

Para el final del día, un lunes de septiembre, los hombres tenían un plan para partir hacia el fin de semana, en cuanto el tiempo ofreciera un periodo de calma. Juntaron su dinero para comprar varios cientos de litros de combustible y llenaron bidones naranjas que empujaban el casco verde oscuro del barco más profundamente en el agua.

Reunieron ropa y material de campamento, café y cigarrillos. Empacaron agua, pollo, huevos, salchichas, pan y papas. Cargaron la unidad GPS y sus teléfonos para navegar por la ruta.

Los padres y hermanos de Maksim —indígenas chukchi— estaban de vacaciones fuera de casa cuando él y Sergei decidieron partir y, con la esperanza de mantener su huida en secreto, decidió no compartir sus planes con ellos. Sergei, de 51 años, dejaba atrás amigos y un negocio de transportes. En Rusia están su madre y sus dos hijas.

Los hombres estaban nerviosos, pero recibieron una dosis de optimismo tras ver un video en la plataforma de mensajería Telegram. En una rueda de prensa celebrada esa semana, un reportero había preguntado a la secretaria de prensa de la Casa Blanca sobre la política estadounidense con respecto a las personas que huían de Rusia.

“Cualquiera que busque refugio por persecución, sin importar su nacionalidad, puede solicitar asilo en Estados Unidos y su petición será juzgada de manera individual”, respondió la portavoz, Karine Jean-Pierre.

El jueves, cuando solo se vislumbraban algunas nubes en el cielo, los hombres se reunieron en la costa llena de guijarros. Les dijeron a sus amigos que iban a “pescar” y luego se adentraron en el agua, sin saber si volverían algún día ni si encontrarían un nuevo hogar.

Problemas con el bote y guardias fronterizos

La primera etapa de la ruta era conocida: solo un par de horas a través de la bahía hasta Konergino, donde nació Maksim y donde podrían alojarse con algunos de sus amigos.

Tras pasar la noche y repostar, partieron de nuevo por la mañana, siguiendo la costa hacia el este durante más de 161 kilómetros. Con el mar en calma, siguieron adelante, pero su progreso se vio obstaculizado por la embarcación, que fallaba cada dos horas, lo que los obligó a reparar el motor y ajustar los conductos de combustible. Empezaron a preocuparse por la posibilidad de que el bote no aguantara el resto del viaje.

Llegaron a la comunidad de Enmelen a las 05:00 p. m. y alquilaron habitaciones a los lugareños. Pero se enfrentaron a un nuevo problema: había llegado un sistema de tormentas, con vientos que azotaban las laderas desarboladas y revolvían el mar. Cuando se despertaron a la mañana siguiente, el mar seguía demasiado agitado. Lo mismo ocurrió al día siguiente.

Pero la tormenta finalmente pasó, y los hombres volvieron a partir, siguiendo el rastro de las borrascas hacia el este. El mar agitado estaba mucho más picado que antes, y las olas rociaban el costado del barco de Sergei. El pequeño parabrisas apenas los protegía de los elementos.

En poco tiempo, el agua llenó la base de la embarcación y la bomba de achique zumbaba constantemente mientras intentaba mantener el ritmo.

También desconfiaban de las ciudades situadas más adelante, en el extremo oriental de la península de Chukchi, donde estaban apostados muchos guardias fronterizos rusos. Los hombres habían puesto sus celulares en modo avión, con la esperanza de no ser rastreados. También apagaron el teléfono satelital. A medida que se acercaban a zonas más pobladas, se adentraron en aguas más profundas, con la esperanza de que les bastara con mantenerse a dos kilómetros de la costa.

Debatieron sobre la mejor estrategia: Maksim quería alejarse aún más para evitar ser detectado. Sergei, ya empapado y menos confiado, intentó detenerlo. Quería permanecer en aguas más tranquilas.

Ya que el sol estaba a punto de ocultarse, empezaron a buscar un lugar apartado de la intemperie donde poder amarrar la embarcación. Encontraron una cala, echaron el ancla y se amarraron a una roca de la orilla. Allí descubrieron una cabaña abandonada, con la pintura descascarada y las tablas deterioradas. Decidieron armar una tienda en su interior.

En el mar de Bering

A la mañana siguiente, Maksim se despertó temprano y subió a la ladera de una colina con unos binoculares para ver si había patrullas fronterizas y si el tiempo estaba lo bastante despejado para proceder a la parte más difícil del viaje: cruzar el mar de Bering.

Bajó hasta el campamento para informar a su compañero.

“El mar está en calma”, le dijo.

Cocinaron un poco de pollo, prepararon té y se pusieron en marcha; apuntaron su unidad GPS hacia la isla de San Lorenzo.

A medida que se alejaban de la costa rusa, Maksim no dejaba de mirar hacia atrás en busca de helicópteros o botes patrulla. Sin duda, su barco no tenía la velocidad suficiente para dejarlos atrás.

Les quedaban cerca de 80 kilómetros por recorrer, pasaron junto a morsas y vieron cómo una orca los siguió durante parte de la travesía. Entonces la marea empezó a subir de nuevo; el bote se sacudía entre las marejadas, como si estuvieran conduciendo una moto por las montañas.

A veces parecía como si estuvieran en una zanja, pues el agua subía por ambos lados. Al subir las marejadas, el motor de la embarcación zumbaba, forzado al límite de su capacidad. Las crestas de las olas rompían sobre el casco, empapándolos.

Entonces, en el pico de una de las marejadas, Sergei se levantó y gritó: “¡La isla!”.

“¿Dónde?”, gritó Maksim. Él no podía ver a tanta distancia.

“Vas directo hacia ella”, respondió Sergei.

La isla estaba bañada por el resplandor anaranjado del crepúsculo. Un grupo de aldeanos en vehículos todoterreno los había visto y se acercaba a la orilla.

Maksim se volvió hacia Sergei: “No nos van a disparar, ¿verdad?”.

Una libertad esquiva

Maksim aceleró a fondo la embarcación al acercarse a la orilla, y luego apagó el motor cuando llegaron a suelo estadounidense por primera vez.

Cuando los hombres salieron de la embarcación, abrieron las aplicaciones de traducción de sus celulares y escribieron un mensaje para los que venían a recibirlos: “No queremos guerra. Queremos asilo político”.

Pronto se corrió la voz por la comunidad de Gambell, Alaska, hogar de casi 600 personas, casi todas nativas de Alaska. Mientras algunos utilizaban un tractor para arrastrar el bote por encima de la línea de la marea, otros llevaban a los hombres a la comisaría local. Comenzó a llegar comida de toda la ciudad: pizza, salchichas, mantequilla de maní, sopa, té.

Los hombres contaron a la creciente multitud su viaje y su deseo de libertad, y la gente de allí habló de las conexiones generacionales de las comunidades indígenas que cubren el mar de Bering, incluido los miembros del pueblo chukchi como Maksim. Una persona de Gambell dijo tener un abuelo nacido en el lado ruso. Muchos tenían otros parientes.

Alguien les dijo que era “una vergüenza” que se hubiera creado la frontera; la gente iba y venía por el mar todo el tiempo “antes de que hicieran estos mapas”.

Pero al día siguiente, volvió el mundo de las fronteras. Para su sorpresa, los funcionarios de inmigración estadounidenses llegaron desde el continente y llevaron a Sergei y Maksim en avión a lo que serían tres meses en un centro de detención de inmigrantes en Tacoma, Washington.

No fue sino hasta en enero que los dos hombres fueron puestos en libertad, y empezaron a ponerse en contacto con familiares y amigos para informarles que estaban vivos. Habían huido de Rusia. Estaban a salvo en Estados Unidos, por ahora.

Han empezado a compartir su historia y hablaron con The New York Times a través de un intérprete. Entrevistas en Alaska y el estado de Washington, junto con fotos del GPS, corroboran gran parte de su relato.

Como la mayoría de los rusos que han empezado a llegar a las puertas de Estados Unidos, no han recibido garantías firmes de que puedan quedarse. Las peticiones de asilo pueden tardar un año o más en tramitarse. Conseguir su aprobación implica poder demostrar la amenaza a la que se enfrentaban en Rusia, algo que sus abogados en Estados Unidos se sienten bastante seguros de poder comprobar.

Mientras esperan, intentan entender lo que significa tener una nueva vida en Estados Unidos. Se han inscrito a clases de inglés y Sergei ha tanteado la posibilidad de emprender un nuevo negocio. Maksim ha empezado a hablar de volver a Alaska para recuperar el barco que dejó allí, el que los salvó.

Aunque en enero ya fueron liberados de un centro de detención, los hombres aún no están seguros de si se les permitirá permanecer en Estados Unidos.Credit...Grant Hindsley para The New York Times
 



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