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Neuroética: ¿mi cerebro me controla?
Por: Alberto Carrara Alberto Carrara profundiza en la neuroética y los descubrimientos neurocientíficos Nos encontramos en España en plena corrida de toros. El "matador" impávido está recibiendo los aplausos del público. Entra la famosa bestia que da tanto miedo, un animal gigantesco que dejaría calado de sudor a cualquier común mortal. Ha iniciado el espectáculo pero algo extraño se percibe. A la vista del rojo mantel el "bruto" titubea, después da la vuelta y se regresa indiferente a la puerta de donde había salido. Sigue un breve silencio. Las carcajeadas iniciales de la gente se vuelven gritos de protesta. ¿Qué le pasa al toro? ¿Se le fue la cabeza? Y justo de cabeza, o mejor dicho, de cerebro se trata. ¿Cómo fue posible un cambio tan repentino de actitud en este animal? Lo explica el científico español José Delgado que con sus experimentos se ganó las páginas del “New York Times” el 17 de mayo de 1965. Delgado implantó en el cerebro de un toro un electrodo. El estímulo generado y controlado por el investigador era capaz de parar la espeluznante corrida del animal incitado por el color rojo del mantel. En un segundo experimento, además de pararse, el toro dio la vuelta y se fue trotando como si nada hubiera pasado. Estos resultados de Delgado, junto con las experimentaciones con LSD (dietilamina del acido lisérgico) en elefantes realizadas en los años 60 por el psiquiatra estadounidense Louis West, marcaron los primeros tentativos serios de evaluar desde la perspectiva ética los modernos avances y descubrimientos en el sector de las neurociencias. Aquí nació, de forma todavía implícita, la moderna neuroética. Una primera definición de neuroética se podía ya vislumbrar a partir de la finalidad misma de los numerosos estudios promovidos en los años 70 por el Hastings Center, es decir: examinar los problemas éticos relativos a las intervenciones quirúrgicas y farmacológicas sobre el cerebro humano. Pero, aunque el término aparezca (según reporta la neuroeticista Judy Illes) en la literatura científica a partir del 1989, su primera definición se considera la de mayo de 2002. En esta fecha en San Francisco (EU) se llevó a cabo el primer congreso mundial de expertos titulados: “Neuroethics: mapping the field”. Fue mérito de William Safire, politólogo del “New York Times”, la definición contemporánea: “La neuroética es aquella parte de la bioética que se interesa de establecer lo que es lícito, es decir, lo que se puede hacer, con respecto a la terapia o mejoramiento de las funciones cerebrales, así como de evaluar las diversas formas de intromisiones y preocupante manipulación del cerebro humano”. La aplicación al hombre cada vez más rápida de los descubrimientos neurocientíficos, fruto de las abundantes investigaciones que tratan de descifrar los misterios del cerebro y de la mente humana, han hecho surgir en la opinión pública sentimientos muchas veces opuestos y antitéticos. Justo por el carácter “humano” de estos avances surge la respectiva reflexión ética, nace de facto la neuroética. En todos los ámbitos sociales el sufijo “neuro” sirve para promover, vender, convencer... Uno puede estar tranquilamente comiéndose un chocolate y al abrir el papel de envoltura encontrarse un dibujo que pretende ilustrar el sentido profundo, “científico”, del amor humano que no sería nada más que el conjunto de neurotransmisores cerebrales: dopamina, oxitocina, etcétera. Las imágenes de resonancias magnéticas ya casi hacen parte de nuestra cultura básica: palabras como PET (tomografía a emisión de positrones) o resonancias magnéticas funcionales (fRMN) ya son parte de nuestra memoria, las hemos escuchado por radio, por televisión, las hemos leído por Internet. Una primera pregunta que puede surgir es sobre el porqué de tanta fama. Dibujos sobre el cerebro humano, radiografías, resultados de resonancias magnéticas con puntitos rojos y amarillos se encuentran hoy día en cualquier temática debatida: del sector médico al psicológico, del económico al político, del filosófico al teológico, generando una verdadera “neuromanía”. Ya podríamos “googlear” (nuevo término utilizado para los aficionados de Google) todos los términos que lleven el sufijo “neuro” que quisiéramos y casi con certeza encontraríamos sus existencias y sus relativas descripciones. Neuroeconomía, neuropolítica, neurofilosofía, neuroteología... son simplemente ejemplos de esta verdadera mina de oro. Todo parece explicarlo la mayor o menor activación de nuestro cerebro. Una segunda pregunta se relaciona al contenido, es decir, a la información que estas imágenes llevan consigo. ¿Qué nos revelan? Los resultados de las neuroimágenes son útiles al estudio de las funciones cerebrales e indican la mayor o menor activación de zonas del cerebro en comparación a un estándar de control. El objetivo de estas técnicas es el de comprender mejor el funcionamiento de nuestro cerebro. Sea en el ámbito médico, por ejemplo en el caso de diagnosis de enfermedades a nivel cerebral (tumores), sea en el contexto de estudios que miran a comprender las bases neurofisiológicas de actividades humanas como la memoria, el lenguaje, la visión, la personalidad, etcétera. Es necesario tener siempre en consideración la interpretación de las imágenes. De hecho, la interpretación de los resultados, en este caso como en otros en el contexto del método científico moderno, se rigen por las hipótesis y las teorías desarrolladas por cada laboratorio, podríamos decir, por cada científico. Entonces nos encontramos frente a una gran diversidad potencial de interpretaciones de un mismo resultado empírico. La fascinación de estos avances científicos no puede en ningún modo tomar el lugar de la necesaria prudencia con la cual se tienen que enfocar y elaborar los resultados. La opinión pública se queda fascinada por la multitud de perspectivas y aplicaciones concretas y reales de estas tecnologías. Por ejemplo, las así llamadas “marcas cerebrales” o “brain fingerprinting”, que miden las ondas cerebrales y discriminan entre respuesta verdadera y falsa, reemplazaron el obsoleto detector psicosomático empleado en los tribunales. Son también realidad los electrodos cerebrales que se están experimentando en el hombre con respecto a la patología de Parkinson o al síndrome depresivo, etcétera. Se trabaja en la construcción de microchips para reemplazar las áreas cerebrales de la memoria dañadas en los casos de Alzheimer, ictus cerebral, epilepsia, etcétera. Estos beneficios inestimables a la calidad de la vida humana se enfrentan con los numerosos interrogantes éticos que surgen del uso de estos descubrimientos con finalidades menos nobles. Consideramos el posible “control mental” que se podría aplicar a nivel de sociedades o el real, y ya efectivo, empleo de estrategias neurocientíficas para comprender y modular las decisiones de compra, el así llamado neuromarketing. En medio de una cultura fragmentada y superficial como la nuestra se necesita una buena dosis de prudencia, entendida como la justa razón que hay que emplear al actuar y al formular conclusiones, especialmente las que conllevan aspectos existenciales fundantes. Es decir, no resulta indiferente creer que es nuestro cerebro, y no nosotros, el que actúa, el que razona, el que establece juicios, etcétera. Estas creencias, porque eso es lo que son, puesto que se sacan sin fundamento decisivo de un contexto científico moderno, tienen repercusiones muy profundas en nuestro actuar, en nuestra forma de relacionarnos con los demás y con nosotros mismos. Al centro de la neurociencia, como de todas las demás actividades intelectivas y prácticas humanas, no está un cerebro, sino un hombre. Es la persona humana, y no su cerebro, el que piensa, proyecta, sueña, actúa, ama, llora, etcétera. Es ella misma que puede llegar también a investigar sobre su mismo cerebro, a descubrir su funcionamiento, a dilucidar, poco a poco, sus misterios. Lo resumía muy bien Juan Pablo II en su discurso a los miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias el 10 de noviembre de 2003: “la neurociencia y la neurofisiología, a través del estudio de los procesos químicos y biológicos del cerebro, contribuyen en gran medida a la comprensión de su funcionamiento. “Pero el estudio de la mente humana abarca más que los meros datos observables, propios de las ciencias neurológicas. El conocimiento de la persona humana no deriva sólo del nivel de observación y del análisis científico, sino también de la interconexión entre el estudio empírico y la comprensión reflexiva. “Los científicos mismos perciben en el estudio de la mente humana el misterio de una dimensión espiritual que trasciende la fisiología cerebral y parece dirigir todas nuestras actividades como seres libres y autónomos, capaces de actuar con responsabilidad y amor, y dotados de dignidad”. En el contexto de la reflexión ética contemporánea sobre los resultados y aplicaciones de la neurociencia, es decir, en el ámbito de la neuroética, existe la necesidad de distinguir entre mente y cerebro, entre la persona humana que actúa libremente y los factores neurobiológicos que sostienen su intelecto y su voluntad en este mismo actuar. Si no se distinguen las diversas realidades de la persona humana, reconociendo a la vez su complejidad, todo se volverá homogéneo, horizontal, simple, controlable y manipulable. El “alma” se equiparará al “yo”, y el “yo” al cerebro y será el espíritu tecnicista a prevalecer y a reducir el hombre a una materialidad que ni siquiera corresponde a la de un animal viviente. Entonces la mentalidad difundida hoy día seguirá considerando "los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico” (Caritas in Veritate, n. 76). La persona humana es el punto central en el debate multidisciplinar de la neuroética, el hombre en su unidad y totalidad, con todas sus dimensiones, con todos sus constitutivos: material, psíquico y espiritual. Por este motivo James Giordano de Oxford en 2005 propuso el término neurobioética queriendo estimular la investigación entre las aportaciones de la neurociencia y la visión filosófico-antropológica centrada en la persona humana. En un ambiente de interdisciplinariedad, la neurobioética trata de recoger, seleccionar, evaluar e interpretar los datos neurocientíficos a disposición subrayando a la vez las cuestiones éticas más sobresalientes por medio de una metodología multidisciplinar y resaltando el papel central que la persona humana ocupa en su individualidad, valor y dignidad intrínseca, en cualquier ámbito de la investigación neurocientífica (www.neurobioetica.it; www.neurobioethics.org). La neurobioética busca los puntos de contacto con las demás disciplinas humanas para ampliar la racionalidad misma y ayudar a responder de forma integral a las urgentes cuestiones éticas que se están amontonando día tras día. aranza |
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