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El Decálogo 


2023-05-29

Julio Alonso Ampuero

Conviene que profundicemos en este texto tan rico y tan denso, que tanto influjo ha tenido en la historia de la humanidad. Intentaremos captar toda su hondura teológica y espiritual para superar las interpretaciones superficiales o puramente moralizantes. 

Una ley de alianza

Para su interpretación nos ayuda antes que nada considerar el contexto en que está situado. En efecto, las «Diez Palabras», se encuentran en el corazón mismo de la revelación de la alianza. Situado entre el anuncio de la alianza (c.19) y su celebración (c.24), el decálogo se nos presenta como la ley de la alianza. Además, antes de enumerar los mandamientos el Señor se presenta: «Yo, el Señor, soy tu Dios»: Se trata de la formula típica de la alianza que expresa la vinculación mutua, la pertenencia recíproca entre Dios y su pueblo en virtud del pacto establecido («Seréis mi pueblo-seré vuestro Dios»: 6,7). Por un lado, los mandamientos son promulgados por el Dios de la alianza que se ha vinculado irrevocablemente a su pueblo por amor; por otro lado, el cumplimiento de los mandamientos es el modo como el pueblo «guarda la alianza» (19,5), es decir, responde a la elección de que ha sido objeto y se adhiere a su Dios en la fidelidad de la vida. Al darle a conocer sus mandamientos (v.1), Dios ofrece a su pueblo el medio de entrar en comunión con su voluntad, de responder a su iniciativa y, por tanto, de amarle.

Todo esto tiene una gran importancia, pues presenta tanto el don de los mandamientos por parte de Dios como su cumplimiento por parte del hombre como un pacto de amor. Aunque el contenido de los mandamientos coincide con lo que se suele llamar «Ley Natural» (es decir, los principios morales básicos inscritos en el corazón de todo hombre), el autor sagrado subraya su carácter personal. No se trata de un código frío e impersonal. Los mandamientos han sido dados por el Dios vivo y personal que se ha revelado en la historia y que ha elegido a su pueblo, entrando en comunión de alianza con él (v.2). Por tanto, el cumplimiento de los mandamientos sólo puede entenderse en clave también personal: es la respuesta personal de cada miembro de este pueblo, que sabiéndose elegido, ratifica personalmente ese pacto de amor con la fidelidad a los mandamientos. Cumplir los mandamientos es decir «sí» a Dios.

No es un código inerte, sino una serie de imperativos con que Dios mismo habla a cada uno de manera incisiva en el momento presente, manifestándole su voluntad divina e invitándole a responder. 

En este sentido, es significativo también que el decálogo esté redactado en forma de interpelación directa y personal. Todo él está en segunda persona del singular. Dios se dirige a cada uno con un «Tú» vivo e interpelante. No es un código inerte, sino una serie de imperativos con que Dios mismo habla a cada uno de manera incisiva en el momento presente, manifestándole su voluntad divina e invitándole a responder, más aún, comprometiéndole, ungiéndole y suscitando su respuesta. Los mandamientos sólo se pueden entender en esta clave de diálogo de amor entre Dios y el hombre, de llamada y respuesta, de invitación a entrar en comunión con él y con su voluntad.

Una ley de libertad

Puede parecer paradójico que el Dios que ha liberado a su pueblo de la esclavitud le imponga ahora toda una serie de cláusulas que parecen constreñir su libertad.

Sin embargo, si nos fijamos con atención, es todo lo contrario. En realidad, los mandamientos vienen a poner en guardia al pueblo que acaba de estrenar la libertad contra la ilusión de que, por el hecho de haber escapado de la opresión de Egipto, ya son plena y definitivamente libres. En efecto, existe el riesgo de permanecer esclavos o volver a serlo sirviendo a dioses falsos, dejándose llevar por la avaricia, haciéndose daño unos a otros... En realidad, los mandamientos son dados para conquistar la verdadera libertad y para preservarla de todo engaño. En realidad tienen un sentido totalmente positivo, son una ley de libertad.

Esto se pone de relieve claramente en el encabezamiento (v.2): «Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre». Estas palabras fundan el derecho del Señor a imponer esta ley a su pueblo: puesto que ha rescatado a un pueblo esclavo, este pueblo le pertenece. Pero a la vez indican el sentido más profundo del decálogo: el Dios que ha arrancado a su pueblo de la esclavitud siempre actuará en el mismo sentido y de la misma manera, y los mandamientos que impone ahora son liberadores; lejos de constreñir la libertad, los mandamientos hacen verdaderamente libre, son una ley de libertad.

Precisamente por esto la mayor parte de los mandamientos están formulados de manera negativa: «no harás...» En realidad, la formulación negativa es más positiva de lo que parece, pues pone en guardia frente al camino falso que conduce a la ruina y cierra el paso a las tendencias malas y a las debilidades del hombre. Además, si se dice «toma este camino», los demás quedan prohibidos; mientras si se dice «no tomes este camino», todos los demás quedan permitidos; más aún, la formulación negativa es más precisa (decir «sé honesto» es vago, pero no lo es decir «no robes, no mientas»), y por consiguiente deja menos margen a la posibilidad de equivocarse.

Una ley de comunidad

Sin dejar de lado el carácter personal de los mandamientos, es cierto al mismo tiempo que no se dirigen a cada uno aisladamente. Los mandamientos son la ley de la comunidad de la alianza, de esta comunidad que se reúne para dar culto al Señor y que permanece unida entre sí precisamente en virtud de esta alianza. El cumplimiento de los mandamientos constituye una de las claves de la identidad de esta comunidad. Aglutinado por la fe en el único Dios y por el servicio al Señor que les ha liberado, el pueblo de Dios se une también por la fidelidad a los mismos mandamientos.

Por otra parte, son ley de la comunidad también en el sentido de que los mandamientos protegen la vida y el bien de todos y cada uno de los miembros de esta comunidad. En efecto, los mandamientos referidos al prójimo (que son la mayor parte) antes que ser una prohibición son una afirmación: por ejemplo, al decir «no matarás» se está defendiendo la vida humana de todos y cada uno; al decir «no robarás» se protegen los bienes materiales de los diversos miembros de la comunidad; al decir «no cometerás adulterio» se tutela el matrimonio y la familia, etc. Por tanto, al afirmar los deberes de cada uno se ponen de relieve los derechos de todos y se protege la dignidad de cada persona y el bien de toda la comunidad.

Encontramos otra formulación del decálogo, con pequeñas diferencias, en Dt 5,6-18. Esta parece ser más antigua. En cuanto al origen, es probable que Moisés haya redactado el decálogo en su forma más simple (20,13-16) y que posteriormente hayan sido añadidos los desarrollos en forma de motivación. La catequesis de la Iglesia latina ha suprimido la prohibición de hacer imágenes y ha dividido en dos el último mandamiento, manteniendo así el número de diez.

«No tendrás otros dioses...»

Este es el mandamiento primero y principal. Al cumplirlo, el hombre se adhiere plenamente a Dios como el único Absoluto. Dios se presenta a sí mismo como «un Dios celoso» (Dt 6,14-15; Ez 34,14) que exige la adhesión incondicional del hombre entero, que por amor al hombre no tolera que este malgaste su vida y sus energías poniendo su corazón en lo que no es Dios. Como el corazón del hombre tiende a buscar absolutos que no son el Único Absoluto, este mandamiento es una llamada de Dios al corazón y a la voluntad del hombre para que no se engañe: nada ni nadie tiene derecho a hacerse dios, a ocupar el puesto del verdadero Dios, ni en el corazón del hombre ni en la sociedad. Este mandamiento proclama el «Sólo Dios» y por consiguiente reclama la fidelidad total por parte del hombre. A Dios sólo se le puede servir con el corazón entero. Dejar que algo o alguien ocupe- aunque sólo sea en parte- el puesto que sólo a Dios corresponde es recaer en la esclavitud. «Nadie puede servir a dos Señores» (Mt 6,24). «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser» (Dt 6,5).

«No te harás escultura ni imagen alguna...»

El segundo mandamiento pone el acento sobre la invisibilidad de Dios. El Dios de la Biblia es invisible. Se da a conocer por sus obras (Rom 1,20) y por su voz, su palabra (Dt 4,15), pero a El «nadie lo ha visto jamás» (Jn 1,18). El Dios infinito no puede ser limitado en representaciones concretas.

Además, el mandamiento prohíbe «postrarse» antes esas imágenes y «darles culto». Y lo motiva por el hecho de que es un Dios «Celoso». Es ésta una expresión «pasional», es decir, que refleja la pasión de Dios por el hombre en toda su fuerza e intransigencia: Dios no quiere que el hombre se engañe sirviendo a un Dios imaginario y por tanto irreal.

El pueblo de Israel interpretaba este mandamiento en toda su literalidad. Es significativo que en el templo de Jerusalén no había ninguna imagen o representación de Yahveh: el arca, con los dos querubines, representaba el trono donde se sentaba el Invisible. De este modo se subrayaba más la realidad de la presencia del Señor (pues normalmente se representa -por ej., una fotografía- a un ausente, no a un presente).

En cambio, desde el momento de la encarnación las cosas son distintas: Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre (Jn 1,14), es de manera perfecta «la imagen (lit. "icono") del Dios invisible» (2Cor 4,4; Col 1,15). El podrá decir con plena verdad: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Por eso la Iglesia -desde sus mismos orígenes- aceptará las imágenes y representaciones.

Sin embargo, este mandamiento sigue siendo sustancialmente válido para nosotros cristianos. Quizá hoy no tengamos tanto peligro de confundir a Dios con determinadas representaciones plásticas (esculturas, pinturas...), pero sí que es fácil confundirlo con determinadas representaciones intelectuales o imaginativas nuestras. En este sentido, el segundo mandamiento nos recuerda que Dios es siempre más, que sobrepasa infinitamente lo expresado por toda imagen, que no tenemos derecho a reducir a Dios a lo que nosotros podemos entender, imaginar y experimentar de Él. Esta es la razón por la que todos los místicos insistirán en que no debemos apoyarnos en nuestras ideas o imaginaciones acerca de Dios, que han de ser trascendidas y matizadas continuamente, pues Dios es siempre más, infinitamente más... En este sentido el mandamiento sigue siendo válido: «No te harás escultura ni imagen alguna... No te postrarás ante ellas ni les darás culto...» De lo contrario, nos haremos un Dios a la medida de nuestra corta inteligencia o a la medida de nuestros deseos e inclinaciones, un Dios ficticio, completamente distinto del Dios vivo y verdadero, una creación de nuestra fantasía...

Por otra parte, la Escritura nos hace entender que la verdadera imagen de Dios es una imagen viviente. Si Cristo es la imagen perfecta, todo hombre, creado a su imagen y semejanza (Gen 1,27) y modelado por la gracia del Hijo encarnado, está llamado a transformarse en una imagen cada vez más perfecta de Dios (2Cor 3,18; Col 3,10).

«No tomarás en falso el nombre del Señor...»

«En vano» significa «inútilmente», «falsamente», «por nada», «mintiendo». El mandamiento prohíbe pronunciar el nombre divino con sentido supersticioso o mágico. Puesto que el nombre significa la persona, el tercer mandamiento pone freno a la frecuente tentación de dominar y utilizar a Dios para los propios fines. Con él se subraya que Dios no está a disposición de los hombres, que no se somete a sus esquemas. El Dios de la Biblia es inmensamente cercano a los hombres, pero permanece siempre libre, no se deja manipular; es el soberano, el absoluto, y nadie se puede servir de Él. Dios da, se da, infinitamente más de lo que el hombre es capaz de imaginar (1Cor 2,9), pero siempre y solamente por iniciativa suya. Más que servirse de Él, el hombre debe servir, alabar y bendecir su nombre (Sal 99,33; 1; 106,47). Cuando alguien pretende dominarlo o utilizarlo, Dios no acepta el juego, no se entrega; en cambio, a los humildes y sencillos se da y se revela plenamente (Mt 11,25).

La prohibición incluye la blasfemia (Lev 24,10-16). El juramento está permitido, pero hecho a la ligera sería una profanación del nombre de Yahveh (Lev 19,12).

«Recuerda el día del Sábado para santificarlo»

«Santificar» el sábado es consagrar al Dios Santo este séptimo día de la semana. En la mentalidad bíblica todo lo que existe pertenece a Dios, que lo da a los hombres para que lo administren y se sirvan de ello. Pero para poner de relieve que Dios sigue siendo el dueño de todo, una parte se sustrae al uso de los hombres y se consagra a Dios, se «sacrifica». Dedicar a Dios el día del sábado es reconocer explícitamente que el tiempo pertenece al Señor, que es don suyo, e implícitamente que ha de ser vivido según su voluntad (de modo semejante a como se le ofrecen las primicias de la cosecha para significar que toda la cosecha es don de Dios o los primogénitos del ganado para poner de relieve que la vida pertenece a Dios y es un regalo hecho al hombre). De este modo se ilumina el significado de la semana y del trabajo que durante ella se realiza: toda la semana desemboca en el sábado, de manera que el trabajo no debe convertirse en un fin por sí mismo, no debe ser una esclavitud, sino que ha de ser vivido en gratitud al Señor y en servicio y consagración a El (la misma palabra «Shabat» no incluye tanto la idea de descanso cuando la de «cumplimiento», la de «llegar al fin de una actividad» al estilo del Creador) (cfr. 31,13-17).

Dt 5,14-15 pone en relación la observancia del Sábado no con la creación sino con la liberación de Egipto: con ello se subraya más que el sábado es el memorial de la cesación de la esclavitud y del acto salvador de Dios, que es un día de comunión en la alegría de la pertenencia a Dios. El sábado es manifestación o signo de la alianza. Al celebrar el sábado se recuerda eficazmente lo que Dios ha hecho por su pueblo y el pueblo reafirma también eficazmente su condición de pueblo de la alianza, ratifica su fidelidad al pacto que Dios selló con sus padres.

Nuestro domingo cristiano recoge sustancialmente este significado del Sábado, pero añade algo esencialmente distinto: el «día del Señor» (Ap 1,10) conmemora la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el mal y el pecado, sobre la muerte y el demonio (cfr. Ap 19,1ss.); ya no es el último día de la semana sino «el primer día de la semana» (cfr. 1Cor 16,2) el que inaugura una era nueva, la de la nueva creación.

«Honra a tu padre y a tu madre»

«Honrar» significa poner en su lugar lo que cuenta, lo que se manifiesta a los ojos de todos, lo que debe ser reconocido a causa de su valor eminente. La vida, dada por Dios, es transmitida por los padres (Gen 1,28). Por consiguiente, «honrar» a los padres significa darles toda la importancia que tienen como instrumentos de Dios en la transmisión de la vida. Son instrumentos de Dios también en la transmisión de la fe a las nuevas generaciones (Sal 78,3-8). Son de manera muy particular representantes de Dios, reflejos de Dios, que es padre (Os 11,1-4) y tienen corazón de madre (Is 49,15).

Todo ello nos hace entender la importancia especial de este mandamiento, que incluye el respeto, la obediencia (Dt 21,18-21) y el amor filial (Si 3,2-16) y cuya transgresión merece los más severos castigos (Ex 21,17; Lev 20,9). Por lo demás nada se dice de la edad: los padres son para toda la vida.

El N.T. mantendrá básicamente estas indicaciones, dándoles toda la fuerza de la motivación cristiana («hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor»: Col 3,20; Ef 6,1-3), a la vez que advertirá a los padres que no abusen de su autoridad (Col 3,21; Ef 6,4), la cual es dada para construir, no para destruir (cfr. 2Cor 13,10).

«No matarás»

La razón más profunda de este mandamiento es que, siendo el hombre imagen de Dios (Gen 1,27), el homicidio es un atentado contra la semejanza divina (Gen 9,6) y, por tanto, contra Dios mismo. La misma enseñanza está sobreentendida cuando se habla de la sangre (Lev 17,11- 14): la sangre, que se identifica con la vida, pertenece sólo a Dios; Dios es el dueño único de la vida y ningún hombre puede disponer de ella, ni de la vida de los demás ni de la suya propia.

Este mandamiento se refiere en primer lugar al asesinato en sentido estricto, a la muerte de un semejante provocada injustamente. Pero incluye también todo tipo de agresividad y violencia, aunque sea meramente interior; por eso San Juan llegará a decir «Todo el que odia a su hermano es homicida» (1Jn 3,15); aunque no llegue a ejecutarlo, lleva en su corazón el germen del asesinato y al obrar así está poniendo de relieve que «es del Maligno» (cfr. 1Jn 3,12). Existe también la violencia de las palabras: «La lengua viperina mata» (Prov). Más aún, el mandato de «no matar» incluye no dejar morir cuando se dispone de un modo o de otro de la vida de los demás: «Mata a su prójimo quien le arrebata su sustento» (Si 34,20-22).

Por otra parte, es éste uno de los campos en que la novedad aportada por Cristo se hace más patente: ya no se trata sólo de no atentar positivamente contra la vida del prójimo, sino de hacer el bien a todos, amando incluso a los enemigos, a semejanza del Padre de los Cielos que es misericordioso (Lc 6,27-38; Mt 5,21-26; etc.). Basados en esta novedad de la caridad traída por Cristo, algunos Padres de la Iglesia llegarán a afirmar que el que no da de comer al pobre lo mata.

«No cometerás adulterio»

El matrimonio es una ley fundamental (Gen 1,28; 2,24) que implica la fidelidad recíproca de los esposos. Esta fidelidad no sólo es necesaria para que se forme y mantenga la familia, sino que forma parte de la naturaleza misma del matrimonio: la unión conyugal nace del amor y el amor no puede no ser fiel (Ct 8,6-7). Más aún, puesto que el matrimonio humano es reflejo de la alianza, del pacto amoroso y fiel de Dios con su pueblo (Os 1-2; 11-14), debe poseer sus mismas características.

Por otra parte, la Biblia toma en serio el amor y el matrimonio, la vida y la fecundidad. Todo lo que está en relación con la vida y con su origen tiene un carácter sagrado, pues está en relación estrecha con Dios. De ahí que todo lo que daña al matrimonio o lo altera sea considerado «bestialidad», «abominación», y que la infidelidad conyugal sea severamente castigada (Lev 20,10; Dt 22,22).

Por consiguiente, este mandamiento quiere poner en guardia contra las inconstancias y debilidades, contra las pasiones que se camuflan como amor. Busca proteger la santidad del matrimonio y salvaguardar la dignidad de la propagación de la vida.

Como las demás realidades humanas, la venida de Cristo perfeccionará y embellecerá el matrimonio haciéndolo signo del amor de Cristo a su Iglesia (Ef 5,25-33). En consecuencia, como también ocurre con los demás mandamientos, Jesús radicalizará las exigencias del «no cometerás adulterio» llevándolas hasta sus últimas consecuencias (Mt 5,2-32).

«No robarás»

También este mandamiento está puesto a favor de la vida: lo que cada uno posee es necesario para la vida o es un medio de vida.

La razón fundamental es que nadie es dueño de las cosas: «La tierra es mía y vosotros huéspedes de paso» (Lev 25,23). El hombre es administrador, no dueño absoluto. Su obligación es administrar para sí mismo y para los demás los bienes que Dios ha dado para todos los hombres. Por consiguiente, es responsable ante Dios de esos bienes que se le han confiado y jamás tiene derecho a apropiarse de lo que Dios ha dado para otros como medio de subsistencia.

Este mandamiento incluye la prohibición de raptar a un hombre para esclavizarle (Ex 21,16), de robar un terreno (Dt 19,14); prohíbe la deshonestidad en el comercio (Am 8,4-6), el retener el salario del obrero (Dt 24,15), la usura (Ex 22,24), la opresión del pobre (Am 2,6-7; Jer 22,13-17; Ez 22,25-29). Será éste precisamente uno de los temas en que la fina sensibilidad de los profetas más frecuente e intensamente gritará su indignación.

También aquí la predicación de Jesús resultará profundamente novedosa: «Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto... A quien te pida, dale...» (Mt 5,40-42). Por eso San Pablo se sorprenderá de que algunos de la comunidad de Corinto tengan pleitos entre sí: sería preferible soportar la injusticia y dejarse despojar (1Cor 6,1-8).

«No darás testimonio falso»

Se refiere ante todo al testimonio dado en un proceso judicial. Pero también se puede aplicar a toda palabra mentirosa que compromete de manera culpable la vida de los demás dañando su fama o sus intereses.

La gravedad del testimonio falso y de toda forma de mentira consiste en que destruye el fundamento mismo de la alianza. En efecto, el atributo esencial del Dios de la alianza es la fidelidad, la lealtad. Toda mentira es un mal terrible, pues mina ese fundamento de la alianza de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Jesús, venido para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37) pondrá de manifiesto el carácter diabólico y homicida de la mentira (Jn 8,44; cfr. 1Jn 2,21-22).

«No codiciarás...»

«Desear» tiene sentido de movimiento interior, no necesariamente seguido de un acto. Este mandamiento no se refiere a actos externos sino que ahonda hasta las disposiciones más profundas del corazón (sede de la inteligencia y de la voluntad).

Codiciar es un acto interior, y el autor sagrado nos ha conducido a la raíz de todo: todo se juega en el corazón humano. El robo, el adulterio o el asesinato se fraguan en el interior del hombre (Mc 7,20-23). Antes de ser hechos externamente ejecutados son deseos internamente anhelados. Este mandamiento pone de relieve que la verdadera esclavitud está dentro del hombre. Y Dios, que quiere un hombre plenamente libre, no se conforma con los actos: desea penetrar hasta este corazón del que todo depende y en el que se realizan las opciones decisivas. Dios quiere liberar al hombre de la codicia que encadena. De ahí que se invite a vigilar el propio corazón (Pr 4,23).

Por lo demás, la enumeración de los objetos de esta codicia no es exhaustiva. Podríamos añadir otros muchos...  



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