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El tiempo del hombre


2023-06-06

Elizabeth Da Dalt de Mangione

Dedicado a la trascendencia del amor y la fidelidad en el matrimonio. 

El hombre: llamado a la Vida en el amor; a la Fidelidad en el tiempo; a la Esperanza en la eternidad 

Desde una perspectiva gnoseológica y ontológica abordar el tema del tiempo entraña dificultad pero a la vez don, asombro y gratitud. Dice relación al pasado, al presente y al futuro; a la subjetividad y a la objetividad. Acompaña la acción humana. Se presenta como una relación existencial de fondo que cualifica. 

Es duración y participación en el ser. Permite el asombro agradecido por el don de la existencia y en ella su apertura esperanzada a la eternidad. Es un proyecto, en cuanto futuro, de nuestro compromiso con los demás, con nosotros mismos y con el Ser por esencia. El hombre y su libertad aparecen como protagonistas. Libertad que lo lleva a la eternidad a través del amor de amistad en el tiempo.

«Aceptar las cosas con gratitud y no como cosa debida» Chesterton

La problemática del tiempo

Nuestra noción del tiempo, espontáneamente inteligida, ya que creemos estar ciertos de qué es el tiempo, se torna problemática cuando intentamos definirla. San Agustín afirma al respecto: si nemo ex me quarat, scio; si querenti explicare velim, necio (Confess. XI, 14). Sin encubrir las genuinas dificultades de la cuestión, resulta conveniente ser moderados frente a cierta retórica del uso en el planteamiento del problema. Numerosas son las divagaciones que en cualquier plano se aborda el tema del tiempo, más o menos ligados a ciertos escarceos sobre la efímera condición de la existencia humana.

Sabemos que hay un tiempo para estudiar, un tiempo para descansar, un tiempo para trabajar, un tiempo para divertirse, un tiempo para nacer y un tiempo para morir. Involucramos en dichos tiempos: el presente, el pasado y el futuro. Claramente advertimos en nuestra existencia algo muy real: en la memoria de cualquier acontecimiento aparece el tiempo; en nuestros planes y proyectos, necesitamos remitirnos al tiempo; en mi acción, ahora, uno mi acto al tiempo presente. No existe suceso o evento que no se nos dé en el tiempo.

Sin embargo, desde una mirada gnoseológica y ontológica resulta problemático su tratamiento. “Porque ocurre que el tiempo es duración para el filósofo, pero no es sólo ni es una medida de la duración, sino que para él coincide con el proceso real del ente del que dice que se desenvuelve en el tiempo” (Arquideo, 1997: 9). A la pregunta: ¿cuál es el tiempo real –para un realista, no para un idealista-, la primer respuesta sería: aquel tiempo que se hace presente a la conciencia de cada uno. 

Luego, así como hay una memoria de lo que se hace presente en la conciencia, hay una memoria del tiempo y hay una pregunta sobre el espacio del tiempo en nuestra conciencia, a la vez que un cierto testimonio del tiempo. Sin embargo, la pregunta persiste: ¿qué es el tiempo?

En el plano de la experiencia, pero inquiriéndonos por el ser del tiempo, se nos dice que el tiempo es el durar del mundo. Pero si abordamos el estudio del tiempo, el modo de hacerlo es a propósito del pasado, del presente y del futuro; y, por otro lado, no puede definirse el tiempo por el tiempo mismo –estaríamos casi en una petición de principio-. “Por otra parte, más se progresa en la vida como experiencia en la investigación, más: el tiempo es tiempo; no es una simple duración ni su medida; es algo distinto: es tiempo. Es decir, es un actuar del hombre, lo acompaña, pero encierra un elemento muy importante en ese actuar que es la libertad.(Arquideo, L., ibid.:10). Luego, el tiempo humano no es sólo para la gnoseología y ontología un problema de medida, sino de acción, de realización. (…) Y ocurre que el tiempo tiene para la filosofía (…) características profundas de subjetividad (…) Pero, ¿por qué el tiempo, filosóficamente hablando, no es subjetivo ni es tampoco una relación sociológica ni una relación sicológica? Porque el tiempo se presenta como una relación existencial de fondo (Ibid.:11).

Por otra parte, “concebimos el tiempo como algo sucesivo, dotado de la propiedad de medir tanto los movimientos cuanto los reposos y quietudes. (Millán Puelles, 2000: 271). El tiempo –sucesión mensurante- para el estagirita es: “número del movimiento según lo anterior y lo posterior” (Phys., IV, 11, 219 b. 1). 

El tiempo como medida es un movimiento o sucesión finita e integrada que en cada caso se toma por unidad o canon constante. Ej: la sucesión o movimiento de la Tierra en torno a su eje, a lo que convenimos en llamar “día”. Al oír que el tiempo es una cantidad, no entendemos que no hay en él nada de cualitativo; no nos es indiferente como algo que simplemente se mide y está allá. No. El tiempo cualifica. El presente no es pasado, ni el pasado futuro. El presente de la libertad contiene la extensión del pasado y también la del futuro, y para el que cree, también tiene la extensión de la eternidad.

De algún modo el yo abarca al tiempo. En efecto, el yo tiene una dialéctica interior entre el presente, el pasado y el futuro, pero advertimos que no se reduce a una simple relación. Por otro lado, el futuro tiene en vista el presente y también el pasado. No cabe dudas que el tiempo es algo muy real y objetivo en nuestra existencia y también subjetivo. Y además es un proyecto en cuanto futuro, de nuestro compromiso con los demás y con nosotros mismos. El tiempo tiene relación con la conciencia. En la problemática del tiempo el hombre es protagonista. Entonces: ¿el tiempo es puramente subjetivo o guarda, asimismo relación con la objetividad? “En el caso del futuro, sólo puede tener futuro una conciencia espiritual, porque sólo una conciencia espiritual puede proyectar de alguna manera lo que todavía no es y quiere ser” (Arquideo, Ibídem). El yo es centro y punto de llegada, pero no es idéntico en el pasado, el presente y el futuro. 

El tiempo, según señaláramos siguiendo a Aristóteles, es la medida de las cosas; dice una relación al movimiento: es la medida del movimiento según un antes y un después. Entonces, el gran enigma es: ¿el tiempo es medida o es medido? Es decir, la noción de tiempo acompaña a la de movimiento, pero ¿cómo?

“El tiempo es también una propiedad de las cosas, se relaciona con el durar de las cosas (Ibid.:12) Esto lo experimentamos. Podríamos aventurar que el tiempo no es totalmente objetivo ni totalmente subjetivo, pero dicha realidad es demasiado simple para ser asible. 

El cristianismo considera el tiempo a partir de la creación, cuestión que la filosofía lo ha tenido en cuenta. Pero la creación, a la vez, se halla fuera del tiempo. El tiempo es algo inherente a las cosas. “Su estudio comenzó a desarrollarse a partir de la consideración de los entes participados del Ser Absoluto. Entonces, de ahí que es algo que sin duda acompaña al ser participado, el interrogante es: ¿cómo? (…) La creación –el plan de Dios- está ya todo en acto y la realidad va desarrollando la actuación del plan divino (…). Entonces, aquí se presenta otro gran problema del tiempo. ¿Cuál tiempo? ¿Hay un tiempo en Dios? No, porque el tiempo nace con la creación. (…) En la concepción bíblica el tiempo es un importante lugar de relación con la Eternidad, pero a la vez dice relación con la libertad del hombre, libertad que lo lleva a la eternidad, pero a través del tiempo. El tiempo humano es en sí y por sí; pero pareciera que nunca puede devenir en universal. 

Es mi tiempo, tu tiempo, el tiempo del otro. De allí que otra vez aparece la subjetividad. Cabe preguntarnos además ¿qué conciencia tenemos nosotros del momento, del instante? Pero el tiempo no es el momento; se reduce a tal, habría que postular un momento y al lado otro momento, al infinito…Entonces el tiempo para Descartes, para Kant, para Husserl es un momento de la conciencia, una producción, pero hay un comienzo sin tiempo” (Ibid.: 13). ¿Qué sucede con ese comienzo sin tiempo?

La duración es el movimiento de la realidad, no del movimiento de nada, sino del movimiento de cosas reales. El tiempo es un producto del espíritu a la vez que resulta una realidad objetiva. Entonces, el instante sería una abstracción y ¿qué es el tiempo? Cornelio Fabro sostiene que tal vez es un encuentro puntual que no se puede asir suficientemente, pero que coincide con el acto del sujeto mismo en cuanto nace con él. “Y la unidad que tiene la determinación del tiempo debe ser determinada de alguna manera por una participación de algo, porque siempre es ‘parte de’” (Ibídem).

Es una participación del Ser? Porque por otro lado, la eternidad no es la indeterminación, sino la plenitud. Y también resulta que el instante es la plenitud, un instante que nosotros llamamos “ahora”. “No es el vacío, es el lleno de un pasado que se vivió y del presente que se proyecta con la libertad” (Ibid.:14). Quien estudia ontología no deja de interrogarse por el tiempo y –en su ámbito propio- se contesta que es una duración y participación en el ser.

El tiempo y el momento

Todo tiene su tiempo y su momento. Las circunstancias y acontecimientos de la vida son elocuentes. La cuestión está en saber escuchar lo que ellas nos “dicen”. Muchas veces, no acertamos en comprender qué conviene hacer en cada momento y no encontramos el tiempo oportuno para cada cosa.

Frecuentemente, los hombres ponemos nuestra mirada e interés lejos de la labor de lo que estamos llamados a hacer en el momento conveniente: el hombre de ciencia no sabe ver que toda acción humana es una acción ética y por tanto, capaz de ennoblecer y humanizar la cultura; el docente no acierta a comprender que la mejor educación es fruto de la mejor relación humana; los padres de hoy están ausentes y tiempos sin padres son tiempos sin Dios (Kentenich, 2000:36); el estudiante, en ocasiones tiene la imaginación fuera de su labor y desaprovecha el tiempo que luego echará de menos. El tiempo es un don precioso, muy valioso, pero el tiempo pasa y es necesario estar alertas, a fin de construir una vida buena en el tiempo que hoy tenemos. De esta respuesta personal y libre que damos de fidelidad a nuestros ideales y propios deberes en este tiempo depende nuestra vida en el tiempo y más allá de él.

El contexto socio-cultural posmoderno ofrece el desafío de promover que las personas sean capaces de juzgar y discernir con arreglo a criterios racionalmente fundados: qué es lo conveniente hacer en el momento presente. Y resulta esclarecedor comprender la significación del sentido “crítico”. 

Siguiendo a Fernández y Restrepo, en la obra “Llave del griego” Ballesteros (2005: 205) indaga la etimología de Krinein. Este término “proviene del verbo krino, que significa discernir, escoger, distinguir, decidir, juzgar, resolver, sentenciar, dictaminar, explicar, aclarar. Relacionado con él están los términos krisis (crisis, juicio, decisión, momento decisivo) y kriterion (regla para discernir, criterio). 

No se trataría, entonces, de poder opinar sobre cualquier asunto, de modo más o menos superficial, sino de poseer la suficiente independencia como para “pensar por cuenta propia –no llevado sólo por las modas intelectuales al uso- y al propio tiempo la suficiente lucidez como para contrastar nuestros juicios con la realidad, empleando los procedimientos necesarios para que nuestras apreciaciones sean rigurosas. Una inteligencia verdaderamente crítica no es la que está libre de todo principio sino la que se ajusta bien en sus apreciaciones. Como reza una inscripción en el frontispicio de la Universidad de Uppsala: ‘Pensar libremente es algo grande, pero es más grande aún pensar correctamente’.(…) La idea de sentido crítico responde más bien a la necesidad de juzgar fundándose en los principios de la ciencia” (Barrio, J.M., 2000: 229-230) tomada ésta en sentido riguroso, sin caer en reduccionismos positivistas.

El término Krinein nos aporta una riqueza siempre nueva y viva. Es esencial al proceso de crecimiento personal -y esencial no es sinónimo de algo inmutable o cristalizado sino de algo siempre vivificador-. Remontándonos a Aristóteles, nos señala en su Política que este juzgar atañe a cuestiones humanas y es fruto de la convivencia humana, ya que cuando es preciso ahondar, examinar profundamente una cuestión para llegar a una resolución de un asunto –como atañe a los magistrados- es más enriquecedor y mejor realizarlo entre varios. El autor, haciendo alusión a las diferentes organizaciones sociales, dice que los hombres no se han asociado solo para vivir, sino para vivir bien (Aristóteles, 1983: 1280a 30), esto es virtuosamente. Y “las acciones virtuosas son nobles y se hacen por su nobleza” nos dice en su Ética Nicomaquea. (Aristóteles, 1993: 1120a 20). Y hacerlo por su nobleza, es la causa común a todas las virtudes (Ibid., 1122b 5). Por lo que se deduce que la comunidad debe promover que los ciudadanos sean buenos y justos (Ibid, 1983, 1280b 10), generadores de buenas acciones. Y en su Política, claramente afirma que la comunidad política no tiene por fin evitar la injusticia y facilitar el intercambio, sino promover las buenas acciones (Ibid., 1983 1281a). Y señala que cuando los legisladores eligen a los magistrados es conveniente mezclar a los mejores con algunos otros “porque cada individuo aislado es imperfecto para juzgar (krinein) (Ibid., 1281b 35). 

El Estagirita nos advierte que los hombres, cuando están en la plenitud de la vida o madurez no deben ser ni demasiado confiados ni demasiado temerosos. Conviene, por tanto, no obrar fiándose de todos ni desconfiando de todos, “sino más bien juzgando (krínontes) conforme a lo verdadero” (Aristóteles, 1971, 1390a 30). Aristóteles usa el término directamente vinculado con la educación, cuando en su Ética Eudemia advierte mucha precaución porque “hay algunos (…) que bajo el pretexto de que se tiene por filósofo al que no dice nada al azar sino con argumentos, a menudo, sin que lo sepan, dan razones extrañas a la materia y vacías de sentido (cosas que hacen unas veces, por ignorancia y, otras, por charlatanería), gracias a lo cual sucede que, incluso personas de experiencia y capaces de actuar, son engañadas por gentes que ni poseen ni pueden tener un pensamiento constructivo o práctico. Y esto les ocurre por incultura, pues la incultura (apaideusía) se traduce, en cada caso, por incapacidad de distinguir (krínein) los argumentos propios del tema de los que le son extraños” (Aristóteles, 1993, 1217ª 5-10).

Ballesteros (Ibid., 2005a: 206) destaca la relación del término apaideusía con paideia. Los griegos tuvieron el mérito de relacionar la cultura con la educación, La palabra paideia si bien significó la guía o enseñanza de los niños, ya en Sócrates –en la Apología de Platón- “tiene el sentido de la búsqueda que el hombre efectúa de sí mismo para saber quién es y de qué modo debe emplear la vida para realizarse plenamente”. Luego, se advierte la relevancia de poder descubrir, mediante un conocimiento práctico, la verdad sobre el hombre para poder autoconducirse en orden a poder buscar los bienes que dan sentido a nuestra vida aquí y ahora, en este tiempo que tenemos hoy. (Cfr. Ibid.: 207).

Vivir el momento presente con fidelidad, fortaleza y esperanza

Si ponemos nuestra mirada en el pasado –en errores, fracasos- desaprovechamos el momento presente y, quizá, llenamos de angustia o tristeza nuestra vida y la de los demás. Si ponemos nuestra mirada sólo en el futuro, probablemente la imaginación vuele más allá de lo posible y nos llenemos de falsas ilusiones. Si focalizamos nuestra atención en situaciones que no dependen de nosotros –enfermedad, derrumbe económico, etc.- nos invade una sensación de impotencia e incertidumbre que puede hacernos sucumbir. “No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio, a cada día le basta su afán” (Mt 6,35). Hacer hoy, ahora, lo que nos corresponde, es la manera de no evadirse del momento actual, de responder con nuestras acciones concreta decidida y responsablemente al bien común. “El que está pendiente del viento no sembrará; el que se queda observando las nubes, no segará (Eccl 11,4). Sólo disponemos del desafío de ¿qué hacer con el tiempo que tenemos? ¿Qué hacer hoy? Estar vigilante, atento al momento presente, resulta clave, ya que es el único del que verdaderamente podemos disponer.

Vivir plenamente el momento presente es la clave que nos permite construir, “ladrillo a ladrillo”, “paso a paso”, una vida personal y social plenificantes. No poseemos otro tiempo que el actual. Éste, el actual; hoy y ahora, con las circunstancias que nos acompañen –sean cuales fueren- es momento que tenemos para vivir con intensidad, con amor. El secreto está en no dejarlo pasar esperando ilusorias oportunidades mejores. No cumplir el deber que el instante requiere, dejarlo para después, equivale en muchas ocasiones a omitir el bien que debemos hacer hoy, aquí y ahora.

“Aprovechar y hacer rendir el tiempo presente”, implica decidir, determinarse y someterse libre y responsablemente a un orden en nuestros quehaceres y ser fieles y perseverantes en llevar a la acción ese orden que descubrimos en la reflexión. Actuar en coherencia con los ideales que nos hemos trazado, luego de una sólida y prudente reflexión, permite concretar en la acción, vivir el presente con provecho y fecundidad.

La acción exige autodominio y, al respecto, escuchemos lo que Cervantes nos relata al final de las aventuras de Don Quijote. Nuestro caballero de la triste figura y Sancho suben una cuesta y desde ella contemplan su aldea. Ante su vista Sancho le dice a Don Quijote: “Abre tus ojos, deseada patria mía, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los ojos y recibe también a tu hijo Don Quijote, que, si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse pueda” (Cervantes, II, LXXII, p:1093)

La acción exige autodominio, decíamos, esto es, aprender a convertirse en artífice de la obra que es nuestra vida sin dejarnos arrastrar por la pereza, el cansancio, pasiones desordenadas, el desaliento, la tristeza. “El optimismo es necesario pues los seres están naturalmente inclinados al bien: el sujeto y el bien se atraen connaturalmente. Pero no basta. Probablemente, siendo dos actos de la misma facultad, la voluntas ut ratio –en cuanto que es en ella donde el hombre en último término se la juega- va a ser jerárquicamente superior a la voluntas ut natura. Para llegar a lo más alto es necesaria la lucha y la ayuda. 

A fin de cuentas, el optimismo antropológico señala la grandeza del hombre, pero no niega ninguna de sus dificultades. La maldad y la pobreza presentes en el mundo que le toca a la persona para vivir no son los menores de estos obstáculos. 

Tampoco lo es la maldad del ser humano. Por último, no son problema menor las distracciones de quien no es capaz de estar en una perfecta vigilia de la razón, de quien de un modo sencillo deja inadvertidamente que se enturbie su mirada, perdiendo así la objetividad que requería para llevar a cabo la tarea que tiene encomendada con su vida” (Aranguren Echevarría, Javier, 2000:156).

En el mundo griego el hombre valiente, quizá agarrotado, se enfrenta con la muerte con una actitud mezcla de fatalismo, estoicismo y audacia. 

A pesar de afirmar la objetividad de los problemas, desde una perspectiva trascendente, el contexto cambia: hay una presencia de la realidad más allá de la muerte, y esta realidad se conoce como amable, como verdadero bien, como efecto de una acción personal donante y amorosa. En el universo tomasiano no hay lugar para un miedo definitivo porque se sabe del fin: de su existencia y de su modo de ser. Por lo que no se puede hablar de fortaleza sin remitirse al fin, y no es posible ser fuerte sin abrir el alma a metas e ideales amplios, tan grandes cuanto lo es la apertura natural de la voluntad. “La magnanimidad engarza naturalmente con el ánimo fuerte. Pero tampoco se puede hablar de fortaleza sin esperanza. Para el fuerte ninguna dificultad será lo suficientemente oscura como para cerrarle los ojos a lo que está más allá del término de la existencia presente. La vida tiene término (…) pero también tiene fin (… éste no deja de estar presente porque ya se posee, aunque sea como anuncio). 

El fin se presenta como un horizonte que trasciende la temporalidad pero que a la vez está presente a lo largo de toda ella. El fin es el principio de la acción en la vida práctica.” (Ibid.:157). El arquero tira la flecha porque ha vislumbrado el blanco. 

De modo contrario estaría desperdiciando sus fuerzas y su pericia. Ulises lucha por volver a casa, porque tiene presencia de ella, porque en ella quiere detenerse y ya la anuncia como el lugar de la paz. “Por tanto, no hay verdadera acción humana sin contemplación (…). La voluntad reclama del intelecto, para saber lo que quiere; el intelecto necesita de la voluntad, para llegar a lo concreto y amar lo que es más alto que él; el intelecto y la voluntad, dada la condición humana, precisan del dominio de las pasiones, que requiere otras virtudes (…) sin fortaleza o templanza el objetivo del intelecto y la voluntad no puede lograrse, y así también acaba fracasando el ideal de vida buena. 

Pero esa lucha por el control de las pasiones surge, y gana su sentido, de la contemplación del fin: de la posesión de ese ideal” (Ibídem) La contemplación que debe iluminar la acción, debe movernos a buscar los grandes ideales plasmados en relatos que promueven las virtudes. El abandono de ideales, de valores y su jerarquía es una nota de la posmodernidad. 

En tal sentido, a Bennet le preocupaba el relativismo reinante, la opinión dominante en la educación superior norteamericana de que no se considere que hay algunas cosas que son verdaderas y otras no, o que no hay criterios para afirmar que algunas son más valiosas que otras” Aristóteles, en su Ética Nicomaquea ya nos decía que “el magnánimo ni se expone al peligro por fruslerías ni ama el peligro, porque estima pocas cosas, pero afronta grandes peligros, y cuando se arriesga, no regatea su vida porque considera que no es digna de vivirse de cualquier manera (Aristóteles, 1124b 10). Una acción humana que no tenga una disposición de eternidad, ha fallado como acto humano, ya que se ha limitado a existir tan solo “en un lado del horizonte, el tiempo, y por lo tanto se ha perdido con el pasado, ha transcurrido y ya no está. Entre el tiempo y la eternidad, el hombre tiene sentido si aprende a redimir del curso del tiempo la diversidad de sus actos. Otra cosa es desaprovechar la existencia. La fortaleza consiste en resistir en el bien (…). 

La fortaleza invita a la serenidad del que, aunque las circunstancias le sean adversas hasta llegar al peligro de muerte, no cambia su modo de ser pues ya descansa –bien que al modo de un anuncio- en ese fin que se le aparece como lo único que merece la pena (…) La virtud, la realización de los actos de la voluntad según la razón, es la condición de posibilidad de la superación del tiempo. La dictadura de cronos cae ante la ganancia de tiempo que supone la virtud, pues el virtuoso vive ya en el fin, en la presencia activa del fin” (Ibid.:158). La virtud se presenta como síntesis de tiempo y eternidad.

Dignidad humana concretada por la libertad en la historia personal

Glosando a Pascal, el carácter de imago Dei que pertenece a cada hombre -espíritu encarnado-, imagen de lo sagrado, de lo incondicional supera infinitamente al propio hombre –considerado como miembro de una especie. Por lo que ningún ser humano se reduce a caso de su especie. Al reflejar a lo incondicionado se reviste de esa incondicionalidad. La condición de posibilidad de apertura del alma a la totalidad es, precisamente, su distinción respecto del universo material. El alma espiritual trasciende, se eleva o excede el mundo de los entes corpóreos. 

De allí que la existencia en las coordenadas de este mundo se ha expresado casi siempre en términos de nostalgia, de inquietud la que, si no se logra encauzar en la verdad de lo que es el hombre, fácilmente deviene en incertidumbre. El hombre como imagen es digno por el solo hecho de serlo. La dignidad no se adquiere sino que pertenece sustantivamente al hombre por ser quien es. “Si la especial dignidad es posible por ese excederse respecto del ser de los demás cuerpos a los que es capaz de conocer in quantum alia, entonces el carácter de digno con propiedad pertenece más a un ámbito de atemporalidad que de tiempo” (Arangueren Echverría, Javier, 2000: 102). Entonces, desde una perspectiva ontológica, no se gana o se pierde dignidad, pues ésta es una característica del hombre simpliciter.

No se da un más o un menos: todos los hombres son imago, iguales en dignidad. Ésta no es un objetivo o meta, el término de un movimiento o tarea en la que se puede triunfar o fracasar. “La dignidad, por el contrario, está en el orden de lo ya poseído, en el orden del telos, de la praxis teleia. Estrictamente no existen hombre indignos” (Ibídem).

Ahora bien, diversa cuestión es el modo como cada hombre debe asumir la realidad de su dignidad en la concreción histórica así como la capacidad moral de caer en la cuenta de la índole de imago de cualquier otro hombre. Estamos aquí en el orden de las adquisiciones, metas o realizaciones logradas, morales. [1] El pecado no es más que el desorden, la dejación de la propia aptitud a actualizar esa semejanza con lo incondicionado, el olvido de la posibilidad de conocer y amar la ley eterna, la legitimidad de lo real y de uno mismo tal y como, desde la perspectiva teleológica, ésta es. Benevolencia y violencia se oponen. Pero creo que, al decir de Stein, Edith (2004:14), “todos los que buscan lealmente la verdad tienen algo en común”, esforzarse por vivir en plenitud la dignidad humana.

Nuestros tiempos actuales: nuevos desafíos

Uno de los rasgos más alarmantes de nuestro tiempo “posmoderno” es la falta de virtud en la acción, en la ciencia, en la vida pública, familiar, en la palabra. «Virtud, señores, la palabra ‘virtud’, ha muerto o, por lo menos, está a punto de extinguirse... A los espíritus de hoy no se muestra como la expresión de una realidad imaginable de nuestro presente... Yo mismo he de confesarlo: no la he escuchado jamás, y, es más, sólo la he oído mencionar en las conversaciones de la sociedad como algo curioso o con ironía. Podría significar esto que frecuento una sociedad mala si no añadiese que tampoco recuerdo haberla encontrado en los libros más leídos y apreciados de nuestros días; finalmente, me temo no exista periódico alguno que la imprima o se atreva a imprimirla con otro sentido que no sea el del ridículo. Se ha llegado a tal extremo, que las palabras ‘virtud’ y ‘virtuoso’ sólo pueden encontrarse en el catecismo, en la farsa, en la Academia y en la opereta» (Discurso de Paul Valéry en la Academia Francesa, en Pieper, 1988, p.14).

“La virtud no es la ‘honradez’ y ‘corrección’ de un hacer u omitir aislado. Virtud más bien significa que el hombre es verdadero (…) Virtud, en términos completamente generales, es la elevación del ser en la persona humana. La virtud es, (…), ultimum potentiae, lo máximo a que puede aspirar el hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas” (Ibíd., p.15) tanto en el ámbito natural cuanto supranatural. El hombre virtuoso es tal que realiza el bien obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas (Ibídem). Y cabe aclarar al respecto que, como bien afirma San Agustín: “en los trabajos con que busco la Nave no es la Nave lo que busco sino la Patria”. 

La vida presente nos pone frente un gran desafío: promover el discernimiento crítico. La educación “es el acto personal e indelegable por el cual el ser humano examina críticamente (krinein) lo que se le ofrece como digno de ser aceptado para vivir rectamente” (Ballesteros, 2005a, p. 207) aquí y ahora. 

El aprendizaje puede resultar neutro, pero no la educación, y ésta no se confunde con la erudición. Erudito e instruido puede ser un médico, abogado o una persona competente en una ciencia determinada. Educado, implica en cambio, el esfuerzo consciente y la búsqueda tras la virtud. En tal sentido, educado puede ser un simple obrero, campesino, artesano o cualquier persona que posee los conocimientos necesarios para vivir bien consigo mismo y los demás en su vida concreta. Esto es, quien sabe quién es, qué quiere y por ello sabe ejercer su libertad en orden al bien común. 

La eudaimonia, felicidad o fin del hombre en tanto ser moral es un fin indeclinable, irrenunciable, que no puede alcanzarlo el hombre aisladamente. La vida buena sólo se logra viviendo en una comunidad de hombres libres, en el que no se rompe el vínculo entre ética y política. Lejos de empañar la diafanidad de la motivación moral, lejos de ser una perspectiva egoísta, la tesis eudemonista concede al querer humano una unidad interna en virtud de la cual todo cuanto es querido por el hombre es querido como medio para el fin último e irrenunciable de la felicidad. “(…) “Obrar bien y vivir bien son lo mismo que ser feliz” (Aristóteles, 1993, 1219a 40). Pero “no se debe llamar feliz a un hombre mientras vive, sino sólo cuando ya ha alcanzado su fin, ya que nada incompleto es feliz, al no ser un todo” (Ibid., 1219b 5). “La benevolencia no se puede derivar de imperativo alguno, sino que precede y sustenta todo imperativo moral (…). 

La benevolencia no es una opción sin fundamento, sino el resultado inmediato de una percepción: de la percepción de la realidad como identidad” (Speaman, 1991: 252).

Así como el fin del hombre debe considerarse en el contexto social, también la disciplina que lo estudia debe enmarcarse en una investigación de tal clase, ya que en el ámbito de las relaciones sociales o políticas entre los hombres, no es posible hacer nada sin que se dé al mismo tiempo en el hombre una cualidad moral. Por tanto, conviene que la formación del hombre se busque tanto en la Ética como en la Política, puesto que ambas versan sobre asuntos humanos al punto de ser englobadas bajo un mismo título de “filosofía de las cosas humanas” o filosofía práctica. Pero mientras la primera se ocupa de la prudencia individual; la segunda, de la prudencia política.

Si todos aspiran a vivir bien, virtuosamente, “la ciudad es mejor gobernada por el régimen que hace posible la mayor medida de felicidad” (Aristóteles, 1983: 1331b 38) la cual “consiste en el ejercicio y uso perfecto de la virtud, y ésta no por convención, sino en absoluto; llamo convencional a lo que es obligado, y absoluto a lo que está bien” (Ibid., 1332a 8-10). De allí la relevancia de considerar cómo un hombre llega a ser bueno sabiendo desde el principio que tanto el proceso como la adquisición del hábito bueno, no es fruto del azar sino de la “ciencia y la decisión” (Ibid., 1332a 31).

“Para todos consiste el bien en dos cosas: en elegir acertadamente la meta y el fin de las acciones y en encontrar las acciones que conducen a ese fin” (Ibid., 1331b 30-31). Y esclarecidas las metas deseables para hallar los medios y acciones que conduzcan a ellas se debe garantizar las condiciones para que todos los hombres sean partícipes de la felicidad. La ética tiene como finalidad primordial descubrir “el medio que hemos de emplear para llegar a ser virtuosos, sin lo cual su utilidad sería nula” (Aristóteles, 1993, 1094a). “En lo que respecta a la virtud, no es lo precioso conocer su naturaleza, sino de dónde procede. Porque no queremos saber lo que es el valor, sino ser valerosos; ni lo que es la justicia, sino ser justos” (Ibid., 1216b 20). Esta finalidad de la ética, de ver el medio para llegar a la virtud, según hemos visto, tiene lugar en el marco social, ya que el hombre es naturalmente social. Luego, la formación tendrá un aspecto común al gobernante como al gobernado –en tanto ambos son hombres; pero tendrán otro aspecto específico, ya que el gobernante ha debido ser primero bien gobernado (Ibid., 1983, 1333a). Y quien no tiene dominio de sí ha de ser gobernado y no gobernante.

Cooper (1980:301) afirma que no puede entenderse la filosofía práctica de Aristóteles, si no se entiende su teoría de la philía. En efecto, la amistad muestra la necesidad de salir más allá de la esfera individual y tejer, con la philía, los núcleos esenciales de la retícula social. “De la misma manera que el lenguaje es el ‘medio’ en el que las distintas racionalidades se encuentran y se complementan, la amistad es también el punto de unión de las distintas afectividades que desbordan los límites de la individualidad (Lledó Iñigo, en Aristóteles, 1993, p.112).

Las virtudes humanas culminan en la amistad, cumbre a su vez de las virtudes personales. “(…) La amistad es una virtud o algo acompañado de virtud y, además, es lo más necesario para la vida” (Aristóteles, 1993, 1155a). “En efecto, sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes; incluso los que poseen riquezas, autoridad o poder parece que necesitan sobre todo amigos; porque ¿de qué sirve esta abundancia de bienes sin la oportunidad de hacer el bien, que es la más ejercitada y la más laudable hacia los amigos” (Ibid., 1155a 5). 

El amigo es siempre el verdadero tesoro para el hombre. Así, “en la pobreza y en las demás desgracias, consideramos a los amigos como el único refugio. Los amigos ayudan a los jóvenes a guardarse del error; y ayudan a los viejos, los cuales, a causa de su debilidad, necesitan asistencia y ayuda adicional para sus acciones; y los que están en la flor de la vida les prestan su apoyo para las nobles acciones. ‘Dos marchando juntos, pues con amigos los hombres están más capacitados para pensar y actuar” (Ibid., 1155a 10-15). “La amistad también parece tener mantener unidas las ciudades, y los legisladores se afanan más por ella que por la justicia. En efecto, la concordia parece ser algo semejante a la amistad, y a ella aspira sobre todo, y en cambio procuran principalmente expulsar la discordia, que es enemistad. Y cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, pero, aun siendo justo, sí necesitan de la amistad, y parece que son los justos los que son más capaces de amistad” (Ibid., 1155a 20-30).

La “igualdad” parece ser condición de que los hombres descubran su afecto. Si existe gran diferencia entre la fortuna, el estado social y la educación, resulta más difícil la amistad. Pero de todas formas, aun en estos casos extremos, la philía es capaz de vencer todos los obstáculos.

A nuestra naturaleza pertenece una “interpretación racional de la tendencia”. Es al ser racional al que propiamente se le devela la naturaleza como naturaleza, y consecuentemente su sentido. Esta interpretación es condición de la praxis que trasciende la naturaleza.

Asombro agradecido por el don de la existencia en el tiempo abierta a la eternidad

Chesterton advierte sobre la presunción y pesadilla del escepticismo de su tiempo, del que en su juventud fue presa: “tenía ya pensada la vuelta al pensamiento en sí. Es una cosa terrible hacer esto; porque puede conducir a pensar que lo único que existe es el pensamiento. En aquel entonces, no distinguía muy claramente entre el estado de sueño y el de vigilia; no sólo como estado de ánimo, sino como duda metafísica, sentía como si todo pudiera ser un sueño. 

Era como si hubiese proyectado el universo dentro de mí mismo, con todos sus árboles y sus estrellas; y esto está tan cerca de la noción de ser Dios, que indudablemente está todavía más cerca de volverse loco. Y sin embargo, no era volverse loco, en ningún sentido médico ni físico; llevaba sencillamente el escepticismo sobre mi tiempo al extremo que podía ir. Y pronto descubrí que podía ir más lejos que la mayoría de los escépticos. Cuando ateos soporíferos venían a explicarme que tan sólo existía la materia, yo escuchaba sumido en una especie de desasimiento, terriblemente tranquilo, porque tenía sospecha de que lo único que existía era la mente (…) El ateo me decía con prosopopeya que no creía en la existencia de Dios; pero había momentos en que yo no creía ni siquiera en la existencia del ateo” (Ibid.:79-80). En estos tiempos la depresión fue su compañera. 

Chesterton, afirma que los dos grandes pecados que impiden la felicidad son el Orgullo y la Desesperación de los optimistas y pesimistas meramente humanos. Quien contempla con humildad una simple planta –su ejemplo es la de un diente de león- se asombra ante su existencia y agradece al Creador. El pesimista considera que no hay planta digna de él; el optimista, que hay muchas mejores que las que está contemplando. La actitud humilde y realista es “aceptar las cosas con gratitud y no como cosa debida” (Chesterton, 1967a:297).

La existencia humana y la del mundo –entes congintentes- exigen para su existencia un Creador –Ser necesario, que es un Ser Personal. Entonces, ante la pregunta filosófica: ¿por qué existe el ser y no la nada? La respuesta debe ser la del asombro causado por la existencia del ser. Pero al asombro hay que unir el agradecimiento, pues la existencia humana en medio de este cosmos creado es maravillosa. El asombro agradecido que surge de la pregunta filosófica ¿por qué existe el ser y no la nada? implica una actitud de profunda humildad. No somos el Ser necesario, sino que podríamos no existir, y, sin embargo, nuestra existencia humana en un cosmos es algo maravilloso –no perfecta dada la presencia del mal que afea la creación-. 

Pero entre el ser y la nada existe un abismo, salvado por la omnipotencia, Amor y misericordia divina e infinita. En la actualidad destacamos permanentemente nuestros derechos, pero se nos olvida el asombro y la gratuidad del don de la existencia humana y la llamada a la vida eterna.”La economía del don impulsa a través del amor una generosidad y eleva el sentido de justicia al nivel en que cada uno se siente deudor de los demás en una situación de verdadero reconocimiento. Su máxima es: ‘Puesto que te ha sido dado, da también” (Walton, 2001:69). Un darse que es a la vez apertura a la plenitud de la esperanza.

Chesterton defiende el buen uso de la razón, ya que el materialismo, el escepticismo, el determinismo, etc. intentan abolir el pensamiento mismo. “Hasta donde hemos perdido la creencia, hemos perdido la razón” (Ibid:526). Las personas necesitamos un marco de referencia existencial, esas certezas que nos proporcionen respuestas a nuestros más profundos interrogantes. Muchas son las filosofías que llevan a la desesperación. Y hoy el mundo parece sumirse en una incertidumbre que está muy cerca de la desesperación pregonada por la filosofía atea. “En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria (…) La vida es tan preciosa como enigmática; es un éxtasis, por lo mismo que es una aventura; y es una aventura porque ella es una oportunidad fugitiva” (Ibid.:551). Y el suicidio es la actitud más insana. Tenemos hacia la vida un sentimiento de lealtad que ha de manifestarse en obras. El amor genuino quiere mejorar el objeto amado: porque amamos al hombre, a la comunidad, a este mundo, queremos mejorarlo. La ausencia de ideales es un mal de nuestro tiempo. 

“Lo que está mal [en el mundo moderno] es que no nos preguntamos en qué consiste el bien” (Chesterton, 1967c:686). “Existe un ideal humano de permanente vigencia que no debe ser ni confundido ni aniquilado (…) Verdad encarnada y humana. 

Nuestras vidas y nuestras leyes no son juzgadas por su superioridad divina, sino simplemente por su perfección humana. El hombre, dice Aristóteles, es la medida de todas las cosas. El hijo del Hombre, dice la Escritura, es quien habrá de juzgar a los vivos y a los muertos” (Ibid:696). El don precioso del tiempo es una interpelación del amor del Absoluto Personal a nuestra libre y decisiva respuesta. Incrementará su asombro y agradecimiento al descubrir lo Inesperado. “Lo radicalmente inesperado es que la intimidad de la vida divina, en sí misma absolutamente sustraída al pensamiento y al alcance del hombre se nos haya manifestado” (Chrétien, Louis,1991:152), que el Verbo se haya encarnado. Y es que “la experiencia de la Persona es la experiencia personal de una Presencia no meramente intelectual o afectiva sino integral e interpersonal (…) Primero ocurre un reconocimiento de esa presencia como algo que trasciende la propia conciencia. Pero su estar presente es apelante: llama a sí. La presencia llama, descentra (…). En toda experiencia de vocación acontece la experiencia de esta llamada.

Porque la vocación es la concreción para cada persona de la llamada a la plenitud. La vocación, primariamente, es vocación a ser persona en plenitud. Y esta es, en su esencia, una llamada a la plenitud de la religación. (…) Tras la presencia apelante puede darse la entrega a esa llamada. Esa entrega es la fe(…) [que] es una adhesión y entrega personal a esa presencia que visita a la persona en el fondo de sí. Esa entrega se realiza personalmente, pero también comunitaria e históricamente. (…) Y así, no hay mayor alegría que la del acontecimiento del encuentro personal y comunitario con el rostro de Aquel que lleva a plenitud mi persona (Domínguez Prieto, Xosé Manuel, ibid:100-101). Chesterton propone, a fin de mejorar este mundo que hay que amar, sin ser mundanos el ideal de vida cristiana. Y sobre la Reconciliación agradece maravillado como un renacer el poder salir “de nuevo a aquel amanecer de su propio principio y contempla[r] con ojos nuevos, por encima del mundo, un Cristal Palace que es verdaderamente de cristal. (…) Dios lo ha vuelto a crear a su propia semejanza. (…) Se yergue en la luz blanca del principio digno de la vida de un hombre. Y las acumulaciones del tiempo ya no pueden inspirarle terror. Aunque esté cano y con gota, sólo tendrá minutos de edad” (Ibid.: 296-297).

Ahora bien, “el problema de la inmortalidad no es un problema de erudición. Es un problema de la existencia íntima, un problema que cada uno ha de plantearse volviendo al interior de sí mismo” (Kierkegaard, 1957:163). El tiempo es la distancia que nos separa de ese momento en que nos jugamos la eternidad. Y es que la vida es la posibilidad de alcanzar la eternidad. Cada instante, cada aurora anuncia ese don que es la vida; don y exigencia. Con el tiempo que se nos da tenemos dos opciones: podemos llenarlo de amor para quienes nos rodean, de trabajo bien hecho, de ejercitar las virtudes, de obras buenas o “llenarlo” de vacío interior. Se nos enseñó a pedir el pan nuestro solidario para cada día y no a perpetuidad, para que no fuésemos avaros y no nos instalemos en el tiempo. Si trasmutamos el pan material, símbolo de todas las necesidades y añadiduras temporales, de medio en Fin, se quiebran las relaciones con la Trascendencia, lo que produce incertidumbre y desesperación.

Hoy, ahora es el momento de hacer crecer en la interioridad “el tesoro que no envejece”, esto es, el amor que solo es verdadero en la medida en que se da y difunde a los demás. La riqueza más profunda del alma es poder ser morada de eternidad. 

Acoger a Dios en la interioridad más profunda del alma…”El hecho de que Dios sea acogido por el alma significa más bien que ésta se abre libremente a Él y que se da en esta unión que no es posible más que entre personas espirituales. Se trata de una unión de amor: Dios es el amor y la participación del ser divino, que es la que garantiza la unión, debe ser una participación del amor. Dios es la plenitud del amor. Pero los espíritus creados no pueden acoger en sí toda la plenitud del amor divino y contribuir a su realización. Su participación está proporcionada en la medida de su ser y esto no significa solamente una cantidad, sino también una calidad: el amor lleva el sello de la manera de ser personal. Lo que permite de nuevo comprender que Dios pudo haberse creado en cada alma humana una morada propia a fin de que la plenitud del amor divino encuentre en la multiplicidad de las almas, diferentes por su naturaleza, un espacio más amplio para su participación (Stein, Edith, 2004: 520).

“Por su espiritualidad pura, esta interioridad es capaz de acoger en ella al espíritu de Dios. Por su libre personalidad puede darse a él, puesto que este don es necesario para tal acogimiento. La vocación de la unión con Dios es una vocación de la vida eterna. 

Ya naturalmente el alma humana, en cuanto producto espiritual puro, no es mortal” (Ibid.:518). En cuanto espiritual y personal, el hombre es llamado desde su más profunda interioridad a un crecimiento de vida supranatural, a la participación eterna de la vida divina. “El alma individual se encuentra destinada a una vida eterna, lo que permite comprender que debe reproducir la imagen de Dios de una manera completamente personal. (…) Cada alma individual ha salido de las manos de Dios y lleva una impronta particular. Y cuando se dice (…) ‘Al vencedor yo daré […] una piedrecilla blanca y sobre esta piedrecilla estará grabado un nuevo nombre que nadie conoce sino el que la recibe’, ¿este nombre no debía ser un nombre propio en el sentido pleno del término, que expresa la esencia más interior de aquel que lo recibe y le revela el misterio de su ser escondido en Dios? Esto es un nombre nuevo, no para Dios, sino para el hombre: en la tierra ha llevado otro nombre; a decir verdad, la lengua humana no posee nombres propios verdaderos; designa a las cosas y también a las personas según ciertos caracteres concebibles de una manera general. Los hombres (…) no perciben la mayor parte del tiempo lo más interior y más original que hay en ellos; este ser está escondido (…). Lo que el alma puede sentir de este ser original en ella misma y en los otros queda oscuro y lleno de misterio. Además, esto constituye para ella algo inefable” (Ibid:519). Los teóricos de la política y de la historia se rebelan contra el momento teológico, de modo especial, se niegan a reconocerle la última palabra sobre el ser del hombre. Sin embargo, “cuando la vida terrestre llegue a su fin y todo lo que era perecedero se separe, entonces cada alma humana se conocerá ‘tal como es conocida’ (I Cor. XIII, 12), es decir, tal como es delante de Dios: a saber, como lo que Dios la ha hecho al crearla, el fin para el cual él la ha creado de manera enteramente personal y lo que ella ha llegado a ser en el orden de la naturaleza y de la gracia y (…) principalmente: en virtud de sus libres decisiones” (Ibídem). Y cuando éstas expresaron la elección del fin concreto existencial del Bien, el hombre es más humano y su estado fundamental es el “asombro agradecido” al don de la vida que se abre a la eternidad, la alegría esperanzada de la plenitud definitiva de su ser en la vida eterna.

En estos tiempos, ante la pretensión de negar al Señor de la historia su lugar, Kierkegaard anuncia: “Dios sólo tiene una pasión: amar y desear ser amado. Él se ha complacido en agotar con los hombres todos los expedientes para poder ser amado de ellos; ha agotado su Amor. Naturalmente, Él mismo es el que interviene entonces y dispone todo a este fin (…). Yo imagino a Dios como un poeta, lo cual explica por qué Dios soporta el mal, así como todas las chismorrerías, la miseria y la mediocridad de la nulidad humana, etc. Así obra también el poeta con sus creaciones: permite que salgan…Mas, del mismo modo que nos equivocamos de medio a medio si atribuimos al poeta los gestos y pensamientos contenidos en sus creaciones, así también es un error suponer que cuanto sucede, por el hecho de suceder, ya lo consiente Dios. Muy al contrario: Él conserva para sí su propia opinión. Mas, como el poeta, permite que ocurra todo lo que es posible. Está presente por doquier, observa y amplifica poetizando, casi de forma impersonal y sin preferencias, en cierto sentido. Aunque en otro sentido está presente personalmente y establece la diferencia más formidable como la existente entre el bien y el mal, entre el querer y el no querer lo que Él quiere, etc. (…) Lo que constituye la seriedad de la acción de Dios es amar, y ser amado es, para él, una pasión. Más todavía, casi es -¡oh Amor infinito!- como si él mismo fuese esclavo de esta pasión en su poder, de suerte que no podría por menos de amar; como si el amor fuese su Debilidad, cuando es su Fuerza, la omnipotencia de su Amor. ¡Hasta tal extremo su Amor no está sujeto a mutaciones! (Kierdegaard, 1854, XI, A 98: 656 y ss.).

De la negación radical de la trascendencia muere ya nuestra cultura afirmando una libertad sin presupuestos. “En realidad, esta libertad, desligada del fundamento, no hace más que precipitarse de abismo en abismo en los nefastos torbellinos de una exigencia que pretende fundarse en la propia nada (Fabro, 1977: 771-772). Toda persona vive su vida en un entramado de relaciones con los otros y con Dios, las que deben articularse según el bien, de suerte que el propio bien y derecho supone el reconocimiento del derecho y bien ajenos. Entonces, no se debe nunca cometer injusticia especialmente contra el inerme, indefenso, abandonado…y es contra ellos contra quienes suele encarnizarse la prepotencia de los violentos y el furor del vicio. 

Éste es el mal por excelencia: el mal moral, la depravación, corrupción y perversión de la conciencia. Este mal no tiene otra explicación que no sea esta misma perversión de la voluntad extravida por sí misma. Dios creó a la criatura libre. Y la posibilidad de elegir y obrar el mal no constituye la esencia de la libertad, pero sí una propiedad de la libertad creada y finita. “Sin embargo, sigue en pie que también la propiedad es constitutiva de una naturaleza, que el espíritu finito debe también situarse frente a la elección constitutiva del bien y del mal, o sea, resolverse por la finitud del propio Yo en el mundo o por Dios en la inmortalidad” (Fabro, ibid., 783). La segunda opción implica dar acogida y entregarse totalmente al Amor en el vaciamiento de sí mismo por la humildad, e implica transfigurar la vida cotidiana con la novedad de los corazones sin estorbos, superando la angustia oscura y despertando a la aurora, haciendo con extraordinario amor lo ordinario de cada día, para ofrendarlo a los demás y a Dios con una firmeza que sosiega, con una alegre y serena esperanza. Quienes sienten el murmullo del agua viva que surge de lo más íntimo del alma y responden vigilantes y fieles a la llamada del Eterno Amor, Dios les descubre el amanecer que eternamente clarea.



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