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Santa Teresa: la dama, la monja, la gran santa
Hna. María Teresa Ribeiro Matos | EP “Poseía una inteligencia vasta y privilegiada, al mismo tiempo matizada y fuerte, tallada para volar alto. Además, estaba dotada de una voluntad firme y una sensibilidad totalmente controlada. […] Era, en resumen, la grandeza de la personalidad humana en uno de sus ejemplares más privilegiados en el orden de la naturaleza, refulgiendo con sublimidades de la gracia y dando una idea completa de lo que sería el tipo perfecto de la religiosa matriarca”: así dibuja a Santa Teresa de Jesús, a quien la Iglesia celebra hoy, el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira en un artículo dedicado a ella. Excelente introducción para adentrarnos en la vida de esta Santa. Nació Teresa de Cepeda y Ahumada el 28 de marzo de 1515, en Gotarrendura, provincia de Ávila, en el seno de una familia numerosa de la pequeña nobleza castellana. Interesada desde siempre en la vida de los santos, aún siendo muy chica huyó un día con su hermanito Rodrigo a ‘tierra de moros’, para ahí entregar sus vidas por la fe. Ya habían salido de la ciudad cuando un tío los alcanza y los regresa al hogar. A los 14 años pierde a su madre y se entrega a la maternalidad de la Virgen. Tenía 20 años cuando ingresa al monasterio carmelita de la Encarnación, en Ávila, lugar en el que vivían cerca de 200 religiosas, que cumplían la regla de la Orden del Carmen, de forma mitigada, y algunos dicen que hasta relajada. De hecho, las barreras que deben existir entre un convento y el mundo, estaban por demás diluidas en ese monasterio. Un día, cuando su padre la llevaba al pueblo de Becedas para ser curada de delicada enfermedad, leyó un libro del P. Francisco de Osuna, donde conoció la oración mental, y sintió un llamado a la contemplación. Los tratamientos no dieron efecto, regresa a la casa paterna y ahí sufrió una muy fuerte contracción muscular que la dejó sin sentido por cuatro días. Casi la entierran. Estuvo con parálisis por tres años, y de tanto rezar a San José, este la curó lo que la llevó a tenerlo como su Padre espiritual. Ambiente mundano Vuelve Teresa a la Encarnación, pero en un ambiente relajado ella también se fue relajando, descuidado la oración, interesándose por las cosas mundanas. Un dominico, fray Vicente Varrón, la instó a retomar el hábito de rezar mentalmente, aunque eso le supusiera, al principio, trabar una auténtica lucha contra sí misma: “Y es cierto que era tan incomportable la fuerza que el demonio me hacía -o mi ruin costumbre- para que no fuese a la oración, y la tristeza que me daba en entrando en el oratorio, que era menester ayudarme de todo mi ánimo (que dicen no le tengo pequeño y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer, sino que lo he empleado mal) para forzarme, y en fin me ayudaba el Señor”. Un día mientras rezaba, siente que su vida relajada causó un aumento de los dolores de Cristo en su pasión y arrojándose a los pies de la imagen del Señor llagado promete no levantarse de allí mientras Él no la fortaleciese para no ofenderlo más. “Paréceme que ganó grandes fuerzas mi alma de la divina Majestad – cuenta en el Libro de la vida, su autobiografía –, y que debía oír mis clamores y haber lástima de tantas lágrimas. Comenzóme a crecer la afición de estar más tiempo con Él». Y añade: «Acaecíame en esta representación que hacía yo de ponerme junto a Cristo […], venirme de improviso un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él.” Dios la hace pasar por el crisol de las probaciones Los efectos de su renacer a la vida interior se hicieron notar, aunque muchos opinaban que estaba endemoniada, aunque Teresa tenía en el fondo de su alma “una grandísima seguridad que era Dios, en especial cuando estaba en la oración”, pues en esas ocasiones siempre se sentía “mejorada y con más fortaleza”. No obstante, su corazón se inquietaba: “Es grande, cierto, el trabajo que se pasa, y es menester tiento, en especial con mujeres, porque es mucha nuestra flaqueza y podría venir a mucho mal diciéndoles muy claro es demonio”. San Francisco de Borja y San Pedro de Alcántara la ayudaron a discernir sus consolaciones. Cristo parecía andar siempre a su lado “Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”, fueron las palabras que oyó Teresa en el primer éxtasis que le concedió la gracia divina. “Desde aquel día yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios como quien había querido en aquel momento – que no me parece fue más – dejar otra a su sierva”, es decir sentía que se estaba transformando en otra persona. Al par de las pruebas, ahora Cristo continuaba hablándole con frecuencia y parecía andar siempre a su lado: “Ninguna vez que me recogiese un poco, o no estuviese muy distraída, podía ignorar que estaba cabe mí”. No era raro, en esas intimidades con Jesús, sentir en su alma el fuego del amor divino. En más de una ocasión llegó a tener su corazón transverberado por un ángel, dejándole las marcas físicas de una perforación: “Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel […]. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarlo, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios”. No es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia Después de una visión del infierno, alrededor de 1560, se desveló en su alma la gran misión que le estaba reservada. Al conocer los asombrosos tormentos de los condenados, sintió ella misma compasión por ellos. Le penalizaba sobremanera la situación de la Santa Iglesia, pues le llegaban noticias de los daños causados en aquella época por las sectas que empezaban a diseminarse por Europa. Veía con amargura cuánta gente se alejaba de Dios y cuán pocos eran sus amigos. Entonces se preguntaba qué podría hacer para ser útil a la Iglesia en esa terrible encrucijada: «Pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese».19 Y aconsejaba a sus hermanas de vocación: “Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia, y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen a los que ha hecho tanto bien” A partir de esta resolución, su vida estuvo marcada por un creciente amor a su Orden religiosa, no pensando en su provecho espiritual, sino en servir al Cuerpo Místico de Cristo, por cuya causa su corazón se consumía de celo. Un día le fue clara la necesidad de reformar el Carmelo y sentía la llamada de la Providencia para realizar esta misión. Deseaba comunidades que no fueran mero refugio de almas contemplativas, preocupadas en fruir y gozar de la convivencia divina, sino verdaderas antorchas de amor ocupadas en reparar el mal que era hecho a la Iglesia. “Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo. […] No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”. Fundación de San José y comienzo de la Reforma del Carmelo El deseo de fundar casas religiosas de estricta observancia a la primitiva Regla carmelitana muy pronto le fue confirmado, y animado, por el Señor. “Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría Él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, […] que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos”. Dios la impulsaba pero no recibió el mismo apoyo de sus superiores, de sus hermanas de hábito y de la sociedad abulense… Sólo con mucha prudencia y el favor de varios hombres de Dios – como San Pedro de Alcántara, San Luis Beltrán, el obispo de Ávila, el padre Gaspar Daza, entre otros – pudo superar las oposiciones levantadas y llevar a cabo las reformas necesarias. Ayudada por algunos amigos adquirió, en la misma ciudad de Ávila, una minúscula casa en precarias condiciones destinada a ser el nuevo monasterio. Abrazada la empresa, comenzaron las pruebas: una pared que estaba siendo rehecha cayó sobre su sobrino pequeño; su cuñado, que dirigía las obras, se puso enfermo; la bula papal que aprobaba su fundación llegó incompleta de Roma… Y cuando, en el momento decisivo, amaneció desplomada otra pared de la casa, construida con los últimos ducados que Sor Teresa había conseguido, la tentación de desánimo amenazó a todos. No obstante, mirando los escombros decía: “Si se ha caído, levantarla”. Finalmente, con las debidas autorizaciones, el 24 de agosto de 1562 se celebró la primera Misa en el Monasterio de San José, el primogénito de los Carmelos reformados. En la más estricta pobreza y clausura, Teresa se puso a instruir a sus monjas, mostrándoles la fuerza de la vida comunitaria bien llevada, en la obediencia y en la alegría. Siempre les recordaba el principal motivo por el cual habían consagrado sus vidas: “Y si en esto podemos algo con Dios, estando encerradas peleamos por Él, y daré yo por muy bien empleados los trabajos que he pasado por hacer este rincón, adonde también pretendí se guardase esta Regla de nuestra Señora y Emperadora con la perfección que se comenzó”. La gran Teresa, ayer y hoy Ese radical modo de vivir atrajo enseguida a muchas jóvenes vocaciones. Cuando Santa Teresa entró en la eternidad, en 1582, había dejado fundados más de veinte monasterios de la rama reformada, femeninos y masculinos. Y como suele ocurrir con los muy llamados, el árbol que ella plantó continuó, tras su muerte, dando inestimables frutos a la Iglesia en los cinco continentes. aranza |
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