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El poder de las palabras
Ron Rolheiser Las palabras nos proporcionan el significado. No podemos hacer ni rehacer la realidad, pero las palabras que elegimos para designar nuestra realidad pueden arrancarnos del hastío de la experiencia diaria. Desgraciadamente, hoy muchas de las palabras que necesitamos para facilitarnos el significado idóneo ya no tienen mucho poder para hacer eso. Somos como la Lady Chatterley de D.H. Lawrence. De su mundo, escribe Lawrence: “Todas las nobles palabras fueron canceladas para su generación. Amor, gozo, felicidad, hogar, madre, padre, esposo: todas estas sublimes y eficaces palabras estaban ahora medio muertas”. Eso es verdad también para nosotros. Más y más, las palabras que necesitamos para facilitarnos el significado están anémicas, y así las cosas profundas ya han perdido su profundidad. ¿Por qué? El significado que damos a las cosas depende de las palabras con las que las envolvemos. Por ejemplo, supón que padeces de dolor de espaldas crónico. Tu médico puede diagnosticarte que tiene artritis, una manera biológica de dar razón de tu dolor, y te sientes mejor, porque un síntoma se padece menos cuando se conoce la causa. Con todo, puedes visitar a una psicóloga por el mismo síntoma, y tal vez te diagnostique que tu dolor apunta a algo más que una cuestión médica: “Te hallas en la crisis de la edad madura”, dice. Y consuela saber que padeces de algo más que el insignificante crujido de la edad. Pero esto puede resultar más profundo. Conversando con un director espiritual, te dice que este dolor es la cruz que tienes que llevar, tu Getsemaní, tu noche oscura del alma, tu exilio a Babilonia, tu experiencia de desierto. El dolor corriente se vuelve ahora algo con un sentido y significado religioso. Lo que tiene un significado depende de las palabras que utilizamos para describirlo. Lo mismo vale para el amor. ¿Qué significa “enamorarse”? ¿Que tienes “gran química” con alguien? ¿Que has encontrado un “alma gemela”? Esa última significación no excluye la “gran química”, pero añade la rica dimensión del alma. Una serie más profunda de palabras encuadra tu experiencia en un horizonte notablemente más amplio, y ese es el secreto para expresar un significado más profundo. En su libro The Closing of the American Mind (El cierre de la mente moderna), Allan Bloom nos da este ejemplo. Admirador de Platón, Bloom cuenta cómo Platón habla de sus estudiantes que se sientan en grupo y conversan sobre el significado de sus “anhelos inmortales”. Bloom, en cambio, cuenta cómo sus propios estudiantes son propensos a sentarse en grupo y conversar sobre “estar cachondos”. ¡Tal es la diferencia de significado! Las palabras de Platón para significar deseo están ahora medio muertas en nuestra cultura, y las palabras que usamos para reemplazarlas adolecen frecuentemente de falta de profundidad. Cuando envolvemos nuestras experiencias diarias con palabras más profundas, estas experiencias -amor, gozo, sexo, dolor, felicidad, matrimonio, ser padre, ser madre, ser esposo, ser esposa, hacer café, beberlo, realizar nuestras tareas ordinarias- contendrán algo de lo infinito, lo eterno. El significado y la felicidad dependen menos de donde estamos viviendo y lo que estamos haciendo que de cómo vemos y nombramos donde estamos viviendo y lo que estamos haciendo. Una experiencia es solo sublime cuando se le da su nombre apropiado. Existe una famosa historia sobre una periodista que se hallaba entrevistando a dos trabajadores en un lugar de construcción donde se estaba edificando una nueva iglesia. Preguntó al primero: “¿En qué trabajas?” Respondió: “Soy albañil”. Preguntó al compañero de aquel trabajo: “¿En qué trabajas?” Respondió: “Estoy construyendo una catedral”. La perspectiva cambia todo, y eso viene del modo como entendemos y nombramos lo que estamos experimentando. El poeta canadiense J. S. Porter escribió una vez: “Cuando retiras el cielo, la tierra se marchita”. Tiene razón. Cuando no envolvemos nuestras actividades ordinarias con las palabras y símbolos adecuados, enseguida perdemos todo el encanto, y nuestras experiencias se quedan cabalmente medio muertas. Necesitamos una visión amplia, símbolos elevados y las palabras adecuadas para transformar nuestras vidas ordinarias, aparentemente mundanas, en objeto de poesía y romanza. Rainer María Rilke recibió una vez una carta de parte de un joven que se lamentaba de que le fuera difícil llegar a ser poeta porque vivía en una ciudad pequeña donde la vida resultaba demasiado doméstica, demasiado aldeana y demasiado trivial para proporcionar inspiración para la poesía. La respuesta de Rilke fue algo así: Si tu vida diaria se te antoja pobre, entonces di a ti mismo que no eres suficientemente poeta para hacer emanar sus riquezas, porque no hay lugares ni vidas en la tierra que no sean ricas. Cada vida es en potencia materia de poesía, de romanza, de lo sublime. ¿Cuál es el secreto de hacer emanar esas riquezas? K. Chesterton -creo yo- estaba en lo cierto cuando dijo que necesitamos aprender a mirar las cosas familiares hasta que parezcan de nuevo no familiares. Tenemos una comezón malsana por la salvación sólo por causa de la novedad, cuando de hecho las palabras que necesitamos para elevarnos a las alturas de la poesía y lo sublime se encuentran con frecuencia en los antiguos pozos de la fe, en viejos pergaminos de la escritura y en superfamiliares himnos y confesiones que llamamos credos. Cuando nuestras palabras se hallan medio muertas, puede ser que necesitemos aprender de nuevo algunos lenguajes más antiguos. aranza |
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