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La autenticidad


2023-11-23

Por | Caesar Atuire

Autenticidad del pensamiento, de la voluntad y del sentimiento

La autenticidad es el fruto en la vida de un cristiano convencido y maduro. Donde hay un cristiano maduro, hay un hombre auténtico. La autenticidad se hace urgente cuando tomamos en cuenta el ambiente de la sociedad de hoy donde abundan muchas falsificaciones y se han refinado de sobremanera las técnicas de manipulación de la sociedad y de los individuos.

Muchos jóvenes que se preparan para afrontar la vida se encuentran con imágenes que son poco reales, personajes de películas, estrellas de la música, placeres seductores, todo cuidadosamente fabricado para presentar una figura atractiva de la felicidad pero esencialmente ilusoria, irreal e incoherente. Tristemente muchos optan o se dejan llevar por estas simulaciones sólo para fracasar tarde o temprano cuando descubren que hay una gran diferencia entre la realidad y el mundo de sus sueños. Otros, aunque muchas veces inconscientemente, tratan de mantenerse y vivir en este mundo ilusorio creando un ambiente artificial sea por medio del dinero, del sexo, del alcohol o de la droga.

La situación es preocupante, de ahí la importancia primordial de un conocimiento sólido del hombre, del cual hemos tratado en los capítulos anteriores, y una autenticidad de vida. Antes de adentrarnos en el tema, es preciso preguntarnos ¿quién es el hombre auténtico?

En el contexto de nuestro estudio basta decir que el hombre auténtico es aquel en el que la expresión de sus sentimientos, tendencias y pensamientos está en conformidad con su identidad íntima y esencial. Aquí hay que enfatizar el término "expresión", es decir, la manifestación del interior del hombre. Ser auténtico no es lo mismo que seguir la moda, ni es lo mismo que actuar porque todos lo hacen así; es más bien una actitud interior que se evidencia en el pensar y obrar cotidiano.

Dentro de esta concepción de la autenticidad como expresión de lo interior existen los que dicen que un acto auténtico es aquel que brota espontáneamente del mundo interior, sin ninguna represión. Según éstos, no importa mucho si el acto está o no de acuerdo con lo que se pretende en la vida. Para ellos, cualquier esfuerzo por controlar, guiar o medir la expresión es considerado una inhibición en la realización del hombre. Hay que dar curso libre a los impulsos e instintos para "liberar" a la persona y que sea ella misma.

Nosotros, en cambio, entendemos la autenticidad respecto a la esencia espiritual de la persona humana. Para nosotros, el hombre auténtico es el que busca vivir de acuerdo con un ideal libremente escogido. Por lo tanto, la autenticidad no puede ser simplemente la expresión desordenada del contenido interior sino una ordenación jerarquizada de toda la expresión del hombre según su opción fundamental.

La autenticidad del pensamiento

Aquí se trata de estar realmente convencido de las opciones y principios fundamentales en la vida. El pensamiento auténtico consiste en meditar e interiorizar antes de expresarlo con palabras. El pensamiento inauténtico, en cambio, no puede sino convertir sus palabras en charlatanería, ya que habla de lo que no piensa. Para una persona que ama e imita a Cristo, la necesidad de estar convencido no se puede suplir o paliar con otra cosa, pues no existe una alternativa posible.

No es fácil lograr una convicción profunda del pensamiento. Requiere una vida que busque ir más allá de la impresiones ligeras, requiere superar la tendencia hacia la conveniencia del momento y la irresponsabilidad. La autenticidad del pensamiento, como todo hábito, se forma por el ejercicio, tomando decisiones conscientes y profundas que surgen y están en sintonía con la orientación fundamental de la vida, en todas las circunstancias. Es, como dijimos, hablando de la madurez en general, la capacidad de pensar como una persona libre y responsable.

Un medio práctico es el cultivo de la concentración. Esto requiere un esfuerzo por estar atentos en el momento presente. Por eso implica la formación de la imaginación y de la memoria para que éstas se dirijan hacia la obra que se tiene entre manos y no a la dispersión. De hecho, no se trata sino de la vivencia práctica de la máxima "age quod agis" "haz lo que estás haciendo". Concentra tu pensamiento en lo que tienes entre manos. Busca que tu pensamiento y tu obrar se armonicen en todo momento.

La autenticidad de la voluntad

Si la autenticidad del pensamiento es el estar convencido, la autenticidad de la voluntad es la identificación real con el fin. La voluntad es la facultad que permite al hombre realizar sus fines, ejecutar lo que le viene presentado por la razón. Cuando la voluntad es auténtica, la persona decide y se pone a trabajar con todo su ser para lograr sus metas. Donde hay autenticidad de la voluntad uno se aferra a la decisión tomada, especialmente en aquellos momentos en que peligra el ideal fijado. Aumenta la intensidad del querer: se quiere entonces con todos los recursos a disposición. El hombre con una voluntad auténtica es el que se engrandece ante las dificultades como un Hércules cuya fuerza aumenta con los obstáculos.

El caso de inautenticidad o mentira de la voluntad se da cuando ella ejecuta externamente aquello con lo que su interior no se identifica. La hipocresía es precisamente esto, actuar independientemente de una identidad interior, únicamente pendiente de si otros le ven o no. Esto es todavía peor cuando lleva al hombre a exigir de los demás comportamientos de los que él mismo se dispensa por no estar plenamente identificado con ellos. El ejemplo clásico son los fariseos a los que Cristo se dirigía cuando dijo:

«Vosotros, fariseos, purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña y maldad. ¡Insensatos! el que hizo el exterior, ¿no hizo también el interior? Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros. Pero, ¡ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejáis a un lado la justicia y el amor a Dios! Esto es lo que había que practicar aunque sin omitir aquello. ¡Ay de vosotros, los fariseos, que amáis el primer asiento en las sinagogas y que se os salude en las plazas! ¡Ay de vosotros, pues sois como los sepulcros que no se ven, sobre los que andan los hombres sin saberlo! Uno de los doctores de la ley le respondió: "Maestro, diciendo estas cosas, también nos injurias a nosotros!". Pero él dijo: ¡Ay también de vosotros, los doctores de la ley, que imponéis a los hombres cargas intolerables, y vosotros no las tocáis ni con uno de vuestros dedos!». (Lc 11, 40-46).

Quien quiera ser idéntico con su ideal, tiene que conocerlo y ponerse a trabajar de una manera práctica y real para identificarse con él.

La autenticidad del sentimiento

La estabilidad del espíritu, señalada por el Concilio Vaticano II como primera manifestación de la madurez, está muy ligada al mundo de los sentimientos. Éstos, bien formados, enriquecen notablemente al hombre haciéndole capaz de experiencias profundas, de un acercamiento a Dios y a los demás. Basta ir a la sala de espera o a los puntos de encuentro de un aeropuerto para comprobar este hecho. Formar una autenticidad del sentimiento implica conocer los diversos tipos de sentimientos, porque el secreto está precisamente en saberlos ordenar y jerarquizar de forma compatible y constante con las propias opciones en la vida.

Se suele llamar sentimientos al conjunto de fenómenos psíquicos de carácter subjetivo producidos por diversas causas que impresionan favorable o desfavorablemente a la persona, excitando diversos instintos y tendencias. Las causas pueden ser estados de ánimo vitales o pasajeros, reacciones inconscientes ante el medio ambiente, estado físico, acontecimientos, situaciones, etc. Aunque los sentimientos son un hecho universal, hay algunas personas que por su temperamento sienten sus efectos más que otras.

Los sentimientos y los estados de ánimo están muy ligados, pero son distintos. El estado de ánimo es un estado de "humor" persistente; es como la "música de fondo" de nuestra vida afectiva. Los sentimientos son emociones menos prolongadas. Dedicaremos un capítulo a los estados de ánimo más tarde.

Existen diversos modos de clasificar los sentimientos, uno de los cuales puede ser según las dimensiones corporal, psíquica y espiritual del hombre. Los sentimientos corporales serían: el hambre, la sed, el cansancio, el sueño, etc. Los de índole psíquica: la tristeza que oprime, la alegría que exalta, la gratitud que conmueve, el amor que enternece, etc. Finalmente, los sentimientos espirituales son aquellos que corresponden a una simpatía afectiva o empatía con el bien y la virtud, suscitados en el hombre por la presencia o ausencia del bien moral: amistad, aprecio por la sinceridad, etc.

Ciertamente esta clasificación es sólo artificial ya que el hombre es uno y un sentimiento de orden corporal no deja de afectar el espíritu. Por ejemplo, el hambre tiene sus repercusiones en la alegría. Hay que mencionar también los así llamados sentimientos vitales. Son sentimientos corporales que nacen del conjunto de percepciones de nuestro organismo. Producen el sentido de bienestar o de malestar, de frescura o de pesadez. Tienen como resonancia el humor que, por su parte, repercute en todas las esferas de la vida. Por ejemplo, un clima nublado con una presión baja puede dar lugar a un sentimiento de pesadez mientras que un buen día de primavera puede originar alegría.

Por último, cabe mencionar los sentimientos relacionados con la propia individualidad: el sentido del propio valor, capacidad, dignidad, cualidades, superioridad o inferioridad que se fundan en la propia opinión o la de los demás o en ambas. No es raro encontrarse con personas que tienen una opinión equivocada de sí mismas, como es el caso de los complejos de inferioridad o superioridad. Hay otros sentimientos que surgen como una reacción al mundo externo: la esperanza, la resignación, la desesperación, etc.; personas que viven en un ambiente de tensión o en la miseria reaccionan diversamente que aquellas que viven en un clima de paz y tranquilidad.

Ahora bien, todo esto nos dice que el campo de los sentimientos es amplio y complejo. Por lo tanto, es importante establecer una jerarquía y una compatibilidad entre ellos para que la vida no sea caótica. La falta de este orden produce la anarquía en la vida personal, la hace caprichosa, inconstante e imprevisible. Cada sentimiento se tiene que colocar en su lugar para que pueda ayudar positivamente a la consecución del fin pretendido.

Cuando falta este orden la persona se desequilibra. Por ejemplo, cuando los sentimientos corporales acaparan a la persona, el centro de su personalidad se traslada a la piel o al estómago y no hay lugar para otros sentimientos por nobles que sean. Lo mismo podemos decir de los sentimientos meramente psíquicos; en cuanto que son puramente sensitivos, carecen de razón, no buscan sino desahogo. Pero el desahogo puede llevar al traste toda la vida de la persona.

Por fin, los sentimientos espirituales representan el don más precioso de la sensibilidad humana. El amor al bien, la amistad, el aprecio por la sinceridad, son sentimientos que debemos cultivar. Todo el desarrollo de nuestro espíritu debe colaborar al fortalecimiento de tales sentimientos. Sin embargo, hay que advertir que la excelencia del sentimiento espiritual no debe llevar a un maniqueísmo por el que se desprecien los otros sentimientos. También éstos son humanos y nobles y tienen derecho a existir cuando se dan dentro de un determinado orden. Por eso, es necesario conseguir un equilibrio entre ellos para que cada uno goce de su debida autonomía dentro de dicho orden. No por no ser espiritual se debe reprimir, por ejemplo, la alegría de sentirse físicamente bien y en forma, o la de sentirse bien alimentado, etc.

Ahora bien, la autenticidad del sentimiento se halla en la coherencia entre los propios sentimientos y la opción fundamental. Se debe buscar fundar los sentimientos en la opción fundamental. En la práctica, hay que tener claro el ideal para aprovechar todo aquello que nos lleva hacia él y rechazar lo que nos aleja.



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