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Ante la ansiedad, la paz que da Jesús
Por | Salvador I. Reding Vidaña La paz del Maestro no esfuma en la nada los males, pero los hace llevaderos. Si los mismos animales se asustan ante el peligro inminente o ya enfrentado, es más que comprensible que las personas nos asustemos, tengamos miedo y angustia por una plaga que enfrenta no sólo su entorno, sino el mundo entero. Pedirle a la gente que no tema es sólo un buen deseo inocente, de buena voluntad, pero que hasta quien pide no temer, teme, y trata que no se le note. Así como un padre de familia que, ante una amenaza dice a los suyos, muerto de miedo, pero con una sonrisa, que no teman, que no pasará nada. En esta catástrofe mundial del coronavirus, hay en principio dos tipos de personas, las que en mayoría están preocupadas, y hasta muy asustadas, y las que en minoría dicen que “no pasa nada”, que todo es un invento de los gobiernos y cosas semejantes. Y que las hay, las hay, aunque los enfermos y los muertos estén allí presentes, por testimonios conocidos o por los medios de comunicación. Pero concentrémonos en los temerosos, los razonablemente temerosos. Entre éstos los hay que creen en un Dios, y los que no creen en Él o no lo quieren o no les interesa. Los primeros piden al Señor su misericordia (aunque sea con otras palabras) y los otros van desde los que desprecian la oración y hacer mofa del orante, hasta los que reclaman a Dios “el castigo”, el abandono “injusto” que imaginan. Los creyentes, los orantes, rezan para que se acabe el mal, y hacen bien con ello, pero no basta, si no ponen de su parte lo necesario. Si tienen los cuidados debidos, se ponen en manos del Señor, y eso les da algún consuelo. Los que no oran viven en angustia sin remedio ni esperanza. ¿Qué hay que hacer? Orar, pedir al Señor por la salud, por el remedio misericordioso a la pandemia. Pero se requiere algo más: es pedir que Jesús nos dé Su paz en nuestros corazones. Esa paz Suya tan diferente a la que da el mundo. Los cercanos pueden amorosamente darnos algún consuelo, calor fraterno, ánimo, pero no basta. Se necesita la paz de Jesús en el corazón. Para Él, la paz es esencial; por eso en tantas ocasiones, nos recuerdan los evangelios, habla de ella. Dijo a sus discípulos que a donde llegaran dijeran “que la paz sea en esta casa”, y cuando se apareció ante ellos tras la resurrección, lo primero que hizo fue darles la paz. ¿Y qué tiene esa paz de Cristo de esencial? Veamos. La paz de Cristo en el corazón nos hace enfrentar la vida con una fuerza inimaginable. Esa paz suya es la que permitió (y permite) que los suyos, en necesidades, angustias y ataques, su alma estuviera o esté en paz. La paz no elimina el mal, pero quien la tiene lo enfrenta de manera diferente al que le hace falta. Los mártires, los perseguidos por Su causa, enfrentaron los ataques y la muerte en paz. Y esa paz conllevaba la esperanza de la vida eterna. Los enfermos, los sufrientes por diversas causas humanas, cuando tienen en el corazón esa paz que sólo Jesús da, están tranquilos, no angustiados. Santa Teresita del Niño Jesús y otros santos sufrieron enfermedades, como ella la tuberculosis, que le daba dolores permanentes estando despierta. Nunca reclamó al Señor, sufrió, pero lo ofrecía por los demás. Pedir misericordia es pedir que se acaben o disminuyan los males que se padecen, pero pedir la paz es diferente. La paz del Maestro no esfuma en la nada los males, pero los hace llevaderos. Si pedimos insistentemente a Jesús que nos dé Su paz, a nosotros y a los nuestros, podemos enfrentar la adversidad con una fe y una esperanza que quienes no la piden o no la tienen, los lleva y mantiene en la desesperación que pueden evitar. Además de la misericordia ante el mal, hay que pedir la paz a Jesús, para nosotros, para los nuestros y para todos, en especial los más angustiados. Él responderá como lo prometió, y nos dará la tranquilidad de enfrentar al mundo. Y a aquellos que no la han pedido pero que la reciben porque el Maestro escucha nuestros ruegos por ellos, tendrán de pronto, aun enfermos o en graves necesidades, una tranquilidad que de alguna manera reconocerán como un regalo del Señor. ¿Verdad que vale la pena? Que con la misericordia divina la paz sea con todos nosotros. Oremos así.
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