|
Formato de impresión |
Navidad, volver a casa, acogida de padre y madre
Llucià Pou Sabaté Cuentan de un joven llamado Daniel que aunque estaba bien en casa con una familia amorosa, se aburría y decidió abandonar su hogar en busca de una vida más emocionante. Daniel exploró el mundo, disfrutando de momentos de libertad y experimentando con diferentes estilos de vida. Sin embargo, después de tener éxito, cayó en las drogas y la depresión, las emociones de antes ya no le llenaban, le golpeó la triste realidad de que caía hacia una falta de motivación tremenda, sus supuestos amigos desaparecieron y se quedó sin recursos. En el punto más bajo de su vida, en vísperas de una fría noche de Navidad, Daniel recordó la calidez de su hogar y la seguridad que había dejado atrás. Se sintió abrumado por el arrepentimiento y anheló la conexión perdida con su familia. Decidió regresar a casa, no con las manos llenas de riquezas, sino con un corazón humilde y un deseo genuino de reconciliación. Mientras se acercaba al pueblo, Daniel se preocupaba por la reacción de su familia. Temía que lo rechazaran por sus elecciones pasadas. A medida que se acercaba a la puerta de su hogar, vio una luz tenue a través de las cortinas. Con un nudo en la garganta, golpeó la puerta. Tras unos momentos tensos, la puerta se abrió y sus padres lo miraron con asombro y alegría. La sorpresa y la emoción dieron paso a la comprensión y el perdón. La familia de Daniel lo recibió con los brazos abiertos en una cálida noche de Navidad. Sentados alrededor del árbol, compartieron historias y risas, renovando los lazos que el tiempo y la distancia habían desgastado. En esa noche mágica, Daniel experimentó la verdadera esencia de la Navidad: el perdón, la reconciliación y el amor incondicional. Su regreso, aunque humilde, se convirtió en un regalo para toda la familia, recordándoles el poder de la redención y la importancia de acoger a aquellos que regresan con el deseo sincero de cambiar. La parábola del hijo pródigo (Lucas 15) coincide con la experiencia: si el hombre examina su corazón ve la tendencia al mal, una lucha interior entre lo que tira hacia arriba y lo que nos hunde, una división íntima del hombre, pues por una parte el ego nos empuja a crecer desmesuradamente, como el sapo que se hincha ante la vaca que al final le aplasta, y por otra el camino de la filiación divina, sentirnos imagen de Dios y muy amados por nuestro Padre, y eso nos eleva por la humildad a un endiosamiento bueno (Gaudium et Spes n. 13 habla de este dilema). El hijo pródigo cuando se hunde en la miseria siente necesidad, está mal, solitario y hambriento. Y esto es precisamente lo que le ayuda a despertar a su ser más íntimo, a la verdad más esencial de su vida. La parábola del hijo pródigo, que disipa la herencia recibida del Padre, es emblemática en San Agustín, que se sintió un pecador que hace también ese camino, sigue las pisadas de ese joven, y entiende por la herencia sobre todo el tesoro de las tres facultades o potencias del alma. Entienden que con ellas –la inteligencia, el amor y la memoria- está sellada la imagen de Dios, y que se mancha esa imagen cuando se arroja por la borda tal tesoro al separarse de Dios. La memoria, tesoro que acaudala la persona, el arca del recuerdo de Dios que se hace presente en ella reflejando su rostro divino, queda desvalijada de sus mejores adornos y se hace almacén de innumerables vanidades y baratijas que te distraen de lo principal. La memoria Dei pasa a ser oblivio Dei, lleva a la región lejana para vivir de frutos in sustancia, está menesteroso. El entendimiento, ojo del alma, oscurecido y sin agudeza, deja de ser la comunicación con las grandes verdades y la de Dios donde descansan las demás: “Así como las tinieblas quitaron la visión así los pecados oscurecen la mente e impiden ver la luz y verse a sí mismos” (Enarr. In ps. 18,1,13). Pegada a las cosas del mundo (materialismo) y el alma llena de ídolos, se autodestruye. Los dominios de la voluntad, la sede del amor, con la ofensa y abandono del Padre causan también agravio a la propia persona... En la imagen de la parábola aparece como compañero de puercos ya (animal impuro por los judíos), lo acerca al estado animal y le hace bajar la vista (es un animal que no levanta la cabeza al cielo) y apetece lo que es tierra. Tal es la pérdida de la herencia que reciben las personas cuando se alejan de Dios, reflejada en la parábola. En cierta forma es la imagen de la modernidad, que si bien ha valorado la persona como camino para una visión correcta de la vida, ha olvidado el referente a la trascendencia. Con un símil de la tierra que tiene traslación alrededor del sol y rotación alrededor de ella misma, la persona moderna ha dejado la trascendencia (traslación con respeto al sol) y solo gira alrededor de uno mismo, con lo que esa persona acaba “mareada”… ¿Qué versículo de la Biblia le gusta más? Preguntan al Papa: “la verdad os hará libres”. La libertad nos permite, con la base de la autoconsciencia que nos da la memoria, saber quiénes somos, elaborar proyectos hacia el futuro, que nos proyectan a un más allá de lo que somos, a lo que debemos ser… Estamos a la vez, tan lejos y tan cerca... como resume el apóstol Juan “somos ya hijos de Dios, pero aún no somos lo que estamos llamados a ser”. Una dificultad es que todo esto no está bien expresado en las personas que nos guían, que deberían servir de modelo. “Pienso una vez más –decía el buen Altisent- en aquel diálogo entre el padre y el pródigo que ha vuelto, en la versión de la parábola por aquel gran escritor maldito y lúcido. ‘Hijo mío, ¿por qué te fuiste? Esta era la casa de tu padre y aquí lo tenías todo, y me tenías a mí. - Sí, pero a ti yo no te veía nunca. Sólo veía a tus administradores. - Tenías que haberles escuchado. Ellos hablan en mi nombre. - Sí, pero no hablan como tú.”. El aire de gratuidad debe inspirar toda nuestra vida, y llegara una profunda humildad. Porque Dios es bueno nos colma de sus bendiciones y de su amor inmenso; somos hijos de Dios, no esclavos. Nos deja el Señor a nuestra decisión, pero al mismo tiempo sale el Padre a buscar al hijo pródigo cuando está de camino de vuelta, y va en busca del hijo mayor que no sabe que está perdido. Este es el más difícil de ayudar, sus heridas son más profundas en su egoísmo. -“Hijo, le dice el padre, tú siempre estás conmigo. Todo lo mío es tuyo”. Le está diciendo de algún modo: “Deja la rivalidad a un lado. Un amor que no hace comparaciones, ¡entra en la fiesta! Deja los celos, suspicacias y resentimientos”. Sin duda el hijo mayor está dolido y se queja: “haces preparar el ternero cebado, pero tu nunca me diste un cabrito para comer con mis amigos”, quizá está más centrado en sus amistades de fuera que en su hogar, en su familia, cosa frecuente en algunos. Añade: “este hijo tuyo, que ha perdido tu herencia con prostitutas…”. Le dice “hijo tuyo”, no “mi hermano” pues de algún modo no lo considera hermano. El pobre hijo mayor está más perdido, porque no tiene hermano ni padre. Es un extraño en casa. Es algo que también expresa Nowen en su libro “El regreso del hijo pródigo”. El hijo mayor tiene miedo o desdén, se hace opresor porque se considera víctima (Nowen, cit., p. 89). “Yo no puedo perdonarme a mí mismo”, dice ese hermano mayor. “Conozco el dolor de esta difícil situación –sigue diciendo Nowen- (…). Esta es la patología de la oscuridad. ¿Queda alguna salida? No lo creo, al menos por mi parte. A menudo parece que, cuanto más intento deshacerme de las sombras, más oscuro se hace. Necesito luz, pero una luz que conquiste mi oscuridad. Pero no puedo encontrarla por mí mismo. Yo no puedo perdonarme a mí mismo. No puedo obligarme a sentir amor. Por mí mismo puedo sólo sentir cólera. No puedo llevarme a casa ni puedo crear comunión por mí mismo (…) no puedo fabricar mi verdadera libertad. Alguien me la tiene que dar. Estoy perdido. Debo ser encontrado y conducido a casa por el pastor que sale en mi busca. La historia del hijo pródigo es la historia de un Dios que sale a buscarme y que no descansará hasta que me haya encontrado. Anima y suplica. Me pide que deje de aferrarme a los poderes de la muerte y que me deje abrazar por los brazos que me conducirán al lugar donde encontraré la vida que más deseo” (ibid., p. 90). La búsqueda divina nos ayuda a que abramos los ojos a la confianza y gratitud, quizá nos lo impedía el estar atrapados en el rencor. “Podemos dejar que Dios nos encuentre y nos cure con su amor, practicando diariamente la confianza y la gratitud”. Al igual que pasa en algunas familias, puede nacer en nuestro interior, respecto a Dios, aquel “no soy su hijo favorito. No creo que me dé lo que realmente deseo.” Podemos anidar una voz de autorechazo y esto nos hace agresivos con los demás. Debemos entonces abrirnos a esa voz de Jesús, que nos dice que antes de que pidamos algo, ya nos lo ha concedido Dios, para darnos su Espíritu según nos conviene. “Junto a esta confianza, debe haber también gratitud, lo contrario del resentimiento. Resentimiento y gratitud no pueden coexistir, porque el resentimiento bloquea la percepción y la experiencia de la vida como don” (ibid). El resentimiento se manifiesta en envidia. Pero “la gratitud es el esfuerzo explícito por reconocer que todo lo que soy y tengo me ha sido dado como don de amor, don que tengo que celebrar con alegría” (ibid). Es una disciplina que deja de lado la queja y el lamento: “Puedo elegir ser agradecido cuando me critican, aunque mi corazón responda con amargura. Puedo optar por hablar de la bondad y la belleza, aunque mi ojo interno siga buscando a alguien para acusarle de algo feo. Puedo elegir escuchar las voces que perdonan y mirar los rostros que sonríen, aún cuando siga oyendo voces de venganza y vea muecas de odio” (ibid). Siempre podemos optar por la gratitud, porque Dios ha aparecido en mi oscuridad, me ha animado a venir a casa, y me ha dicho en un tono lleno de afecto que me quiere; puedo elegir entre vivir en las sombras de las desgracias que sufrí en el pasado y dejar que el resentimiento me absorba, o mirar desde la perspectiva de que los actos de gratitud le hacen a uno agradecido porque, paso a paso, le hacen ver que todo es gracia. Esto supone arriesgarse, dar un salto de fe inicial hasta experimentar el gozo de la gratitud y su verdad: “escribir una carta amable a alguien que no me perdonará, llamar al que me ha rechazado, pronunciar una palabra de aliento a alguien que no puede decirla. El salto de fe siempre significa amar sin esperar ser amado, dar sin querer recibir, invitar sin esperar ser invitado, abrazar sin pedir ser abrazado” (ibid, pp. 92-93), y este es el camino de vuelta a casa. Es el descubrimiento de un amor primero y para siempre; a veces nos consideramos vulnerables, indignos, pero al final nos damos cuenta de que el verdadero pecado es negar el amor de Dios hacia mí, ignorar mi valía personal. Este es mi verdadero yo, y no tengo que buscar en lugares equivocados un éxito que me indique que valgo mucho, con competitividad y rivalidad humana, detrás de todo eso se esconde un corazón inseguro. Así muchos vamos queriendo considerar nuestros éxitos como signos de nuestra belleza interior, y un pequeño comentario hecho por uno de nuestros amigos nos puede hacer caer en el abismo de la depresión, por mucha envidia que despertemos en los demás. En todos los ámbitos, pues en este sentido hay historias sobre padres que no les dieron lo que necesitaban, profesores que les maltrataron, amigos que les traicionaron, una Iglesia que les dejó en un momento crítico de sus vidas. “La parábola del hijo pródigo es la historia que habla del amor que ya existía antes de que cualquier rechazo y que estará presente después de que se hayan producido todos los rechazos. Es el amor primero y duradero de un Dios que es Padre y Madre. Es la fuente del amor humano, incluso del más limitado. Toda la vida y predicación de Jesús estuvo dirigida a un único fin: revelar el inagotable e ilimitado amor materno y paterno de su Dios y mostrar el camino para dejar que ese amor dirija nuestra vida diaria”. Y en el famoso cuadro en el que Rembrandt hace de hijo pródigo, volviendo harapiento y llagado, refleja este amor de forma muy clara: es el amor que siempre da la bienvenida a casa y que siempre quiere celebrarlo” (ibid., pp. 116-117). Debemos quitarnos la máscara para abrirnos a la alegría de Dios. La máscara la construye nuestra mente, a veces con una visión incompleta que nos aboca a la tristeza, la melancolía, el cinismo, el mal humor, los pensamientos sombríos, las especulaciones morbosas y las oleadas de depresión. Y desde la mente no podemos salir de este entuerto, a menos que salgamos de ese “secuestro mental” con un poco de sentido de humor. La comprensión de quienes somos nos abre el camino a la fiesta en que el Padre nos viste con una túnica, un anillo y unas sandalias, y este sentirme en casa es el que me da poderme quitar la máscara de tristeza de mi corazón, hacer desaparecer la mentira de mi propio yo y descubrir la libertad interior del hijo de Dios. Si nos cuesta reconocernos como el hijo, mucho más el reconocernos como hijo mayor, para recibir el amor de bienvenida del Padre. Pero “hay otra llamada más. Es la llamada a convertirme en el padre que da la bienvenida y organiza una fiesta. Una vez descubierta mi condición de hijo, ahora he de descubrir mi paternidad” (ibid). Que esas manos que enmascararon mi ser con el éxito o el placer, el resentimiento o la tristeza, sean las que ahora aprendan a perdonar, consolar, curar y ofrecer un banquete, descubrir mi mejor yo en el servicio. Me viene a la cabeza el amor de una madre, con qué amor mira a su hijo aunque sea alguien que nos parece que tiene sus defectos. Recuerdo una persona que caía antipática al ver ciertas cosas en él que no me gustaban, sin que yo mostrara exteriormente ese sentimiento. Un día, vi como su madre le trataba con amor, y me di cuenta de lo que es un amor que no necesita contrapartida. Es entregar lo mejor de mí, pasar del “vivir para mí” a “vivir con las entrañas de una madre o un padre con sus hijos”. A eso estamos llamados. JMRS |
|
� Copyright ElPeriodicodeMexico.com |