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Mi teología
Por | Chus Villarroel O.P Una de las cosas que más aprecio en mi vida es la teología que tengo. Soy feliz con ella y no la cambiaría por nada. Yo llamo teología al razonamiento y formulación de mi relación con Dios. Me ha costado mucho trabajo poner palabras y conceptos al Dios que experimento, un Dios de gratuidad, que toma la iniciativa, que está a gusto conmigo a pesar de ser lo que soy, que es creador y padre de todo, que ha alumbrado la vida y la posibilidad eterna de disfrutarla. Es el Dios cristiano, naturalmente, pero captado en mis vivencias y experiencia personal. Distingo, por tanto, entre la experiencia y la espiritualidad que vivo y la comprensión, la conciencia y la formulación que de ella tengo. Yo voy a hablar de esta segunda ya que no siempre coinciden. Hay personas que tienen una vida espiritual honda pero no saben explicarse, no saben poner palabras a lo que les pasa. Tienen una connaturalidad con las cosas de Dios y disfrutan de su fe y del don de piedad sintiéndose a gusto y seguras en la casa de Dios pero no pueden compartir sus vivencias con facilidad. Unas veces por falta de tiempo, de estudio y de preparación y, otras, por incapacidad natural. Santa Teresa de Jesús clamaba con frecuencia por directores espirituales letrados, preparados en teología, aunque no fueran muy espirituales, porque en su teología estaba la larga experiencia de la tradición y de la Iglesia. Un intimo amigo dominico, compañero del alma, recientemente fallecido, perdió hace años a causa de una embolia la capacidad de hablar y otras muchas cosas. Más tarde me decía: "Creo que he llegado a perder todos los conceptos e ideas religiosas que aprendí desde pequeño, me quedé sin teología y sin formulación alguna de Dios, pero no se me fue del todo la fe. Esa fe que queda es horrible porque está radicalmente desnuda, pero me ha hecho bien. Si la hubiera perdido también, mi alma en ese terreno hubiera quedado como un papel en blanco y yo como el más radical de los ateos". Como decía al principio, valoro muchísimo la teología de la que disfruto, aún sabiendo que la fe es lo más importante. Valoro, sobre todo, al Dios que he logrado experimentar y formular. Veo a otras personas que también creen en el mismo Dios pero no se sienten tan a gusto. Algunos le tienen miedo, se exigen un montón delante de él, tiemblan ante su juicio, prefieren lo que ellos llaman la seguridad a la felicidad. Su seguridad consiste en ser cumplidores intachables de todos y cada uno de los mandamientos tal como los entienden ellos o su grupo o su tradición porque tienen la manía de pensar que Dios piensa como ellos. Cuanta más rigidez, más seguridad; este es el lema de algunos. Identifican a Dios con la rigidez extrema. A veces este integrismo ha sido apoyado por las altas instancias, incluso de la Iglesia, pero en la mayoría de los casos son formulaciones y preceptos puramente humanos. Muy sacralizados, eso sí, pero demasiado humanos. Jesús dice a los judíos: De éstas hacéis muchas (Mc 7, 13). Les reprochaba que confundieran a Dios con sus tradiciones e intereses humanos. Yo también tuve de más joven ligeras ráfagas de este integrismo: Pedía perdón o confesaba mis pecados pero seguía dándoles vuelta sin percatarme del orgullo y autoexaltación que hay en ello. En la Iglesia hay distintas teologías; pero una teología no es más que un razonamiento o formulación de lo que crees y vives, como hemos dicho. Otra cosa es la experiencia y vida espiritual que va más honda y se identifica con la santidad, la caridad, el mérito y la gracia. Puedes ser un gran teólogo y un mediocre cristiano. El Espíritu Santo es el que realiza la obra de santidad en cada uno que no es otra cosa que infundirnos fe, esperanza y caridad en Jesucristo. Esto ya no es medible porque nadie de nosotros conoce la verdad y las circunstancias de cada corazón. Yo no puedo juzgar a mi madre porque tuviera distinta formación y teología que yo; al contrario, creo que era mucho más santa porque la santidad se mide por la caridad no por la teología. No obstante, considero que mi cristianismo crea más felicidad que el suyo. No pudo formular su experiencia desde ella misma sino que se la dieron formulada el ambiente y el cura del pueblo. Seguro que no lo echó de menos. Visto desde ahora, le tocó lo que le tocó y lo que aquel tiempo daba de sí y también fue muy feliz. La esperanza, sin embargo, eje de la vida espiritual, no es espontánea; tendemos más bien a rebajarnos y a buscar sufrimientos para compensar. Nos viene del Espíritu pero necesitamos pensamientos y una buena teología que nos ayuden a acogerla y ayudarla a crecer hasta desear estar con Cristo de una manera viva como dice San Pablo (Flp 1, 23): Deseo partir y estar con Cristo. Mi primera felicidad viene, pues, al comprender que mi teología no es más que teología; no se identifica con mi verdad ni con mi santidad. Espero tener debajo algo más substancial, algo que me sorprenda a mí mismo el día que se me revele mi cuenta, algo mucho más divino de lo que yo pueda captar y pensar. Yo creo que soy más de lo que conozco de mí porque no estoy capacitado para entender la gracia de Dios en mí. Mi categoría cristiana no la conozco por lo que no me puedo comparar con nadie Pero lo que he podido intuir y reflexionar de mí, iluminado por el Espíritu Santo, me hace feliz. Eso es lo que yo llamo mi teología y es suficiente para hacerme feliz. Pienso que esta teología me ayuda muchísimo a crearme una imagen de Dios verdadera y, por ende, también de mí mismo y del ser humano en general. Si paseas conmigo no te voy a reprochar que tengas un Dios tan oscuro ni que te enfades y le eches la culpa de tantas cosas pero te dejaré caer que tu teología deja mucho que desear. ¿Qué he hecho yo para tener esta teología que tanto proclamo? Lo primero de todo es que he devuelto a Dios a su trono. Él es el que manda, el que toma la iniciativa, el que señala pautas. Dejo a Dios ser Dios. Ya no es lo que yo pienso de él, la imagen que me formo, lo que me ha trasmitido fulano de tal, lo que yo proyecto desde mí. Es él el que me ama, no yo a él. Entonces he descubierto a un Dios que es maravilloso, que no es un fiscal, que lo ha creado todo por amor, incluso a mí y a ti, que es una maravilla que exista. Entiendo que la Biblia diga que Dios es amor. ¡Dios mío, con el miedo que se le puede tener...! La idea más genial de este Dios es la de salvarnos, no tanto de nuestros pecados, sino de nuestra postración, de nuestros enredos, de nuestros malquereres. Lo pudo hacer con un acto de autoridad y dominio pero lo hizo haciendo hombre a su hijo y tomando nuestra carne e incluso nuestra apariencia de pecado. Dios se hizo ontología humana. Ahí, en esa humanidad, en su cuerpo de carne, en su destino, en su historia humana, pasando por todo lo nuestro, derramó todo su amor y nos salvó. Pasando por esa carne nos llega el Espíritu Santo que es el amor de Dios y que Cristo derrama sobre nosotros y sobre el mundo. Esto es buenísimo porque esta teología me dice que yo no tengo la culpa de que Cristo muriera. Si yo me echo la culpa, le robo su mérito, me hago dueño de su pasión. No, es su iniciativa, lo ha hecho por amor, a él nadie le quitó la vida, la entregó y nos la entregó. Murió por nuestros pecados pero para limpiarnos como una madre a su niño. No lo hizo con rencor hacia nosotros, a pesar de ser objetos de cólera, sino que nos amó por pobres y necesitados. El signo de ese amor gratuito es su sangre derramada. Sólo nos pide a cambio que creamos en ese amor que nos tiene y en el poder de su sangre para limpiarnos. Mi problema, por lo tanto, no son mis pecados ni mi imperfección ni mi debilidad o pobreza; mi problema sólo será el no creer en él o no tener suficiente fe en su sangre. Podría citar aquí media Biblia pero para qué complicarnos. Los que tenéis el Espíritu lo entendéis perfectamente. Si esto es así, ¿cómo no voy a estar feliz? Con profunda humildad lo digo: necesito, fe, fe y más fe. Pero ¡cuidado!, que Dios está en su trono. Ninguno de nosotros está capacitado para aumentar su fe. El creer es un acto que nos une con el cielo. Ahí no podemos llegar. La tenemos que recibir gratuitamente. Mi actitud delante de Dios es la del que pide y extiende la mano. Pensar que todo esto nos viene por medio de la humanidad de Jesucristo es para volverse locos. Qué bueno vivir en esta época en la que la gente capta la realidad sobre todo por vivencias. Lo que no captamos mediante la experiencia nos queda lejos. Dios mismo nos quedaría muy lejos porque ¿quién puede vivenciar a Dios? A él sólo llegaríamos por abstractas analogías. La maravilla es que tenemos a Cristo que nos puede vivenciar perfectamente a nosotros y nosotros a él, sabiendo además que en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad. Lo puedo vivenciar en mis sentimientos, en mi cáncer, en mis dolores y agobios, en mis desganas y fracasos, en los rechazos que experimento, en mi soledad, en la oscuridad de mi fe. Lo puedo comer en la eucaristía. ¿Puedo comer a Dios? No, porque Dios no sangra ni puede ser masticado. Lo dice el concilio de Calcedonia. Sin embargo, Dios es muy listo y muy amoroso y para que lo podamos comer se ha hecho hombre y así en Jesús lo podemos comer. Todo es humano. Es más humano que cualquier comida o cena de las corrientes. Es como si fuéramos a un restaurante y al preguntar el camarero le dijéramos. "No se moleste, no nos saque nada, porque lo que vamos a hacer es comernos primero al presidente y después los unos a los otros". Ese sería el banquete más humano porque los hombres cuando nos queremos mucho nos decimos: "Te comería". Algunos dirán: sí, muy bien, pero el pecado y el infierno seguirán existiendo, ¿no? La verdad es que los que no creen en la humanidad de Jesucristo tienen una teología muy extraña. Se creen muy importantes, autónomos y dueños de sí mismos. Yo he visto a bastantes de ellos en las quimios y las radios y no les veía tan autónomos. Algunos son capaces hasta de negar la existencia de Dios. Sólo existe un pecado: el del endurecimiento. Los pecados de los que te has confesado en tu vida no te llevarán al infierno a no ser que te endurezcas. Hay que estar vigilantes porque la cultura española actual está muy endurecida con lo que se expulsa a Jesucristo de nuestro entorno. Ahí puede entrar Satanás y llevarte al infierno que tú has deseado porque has escogido vivir con él y no con Cristo. Este misterio de iniquidad nos supera, por eso vamos a confiar en la gran misericordia. No obstante, el infierno existe porque esa es la fe de la Iglesia y, por tanto, la mía. Con esta teología me encuentro muy a gusto en la liturgia y en las cosas de la Iglesia. Hasta en la confesión. Yo cuando voy a confesarme lo hago porque sé que, aun habiendo cometido pecados, no los tengo porque ya murió por ellos Jesucristo y están perdonados y yo me lo creo. Sin embargo, renuevo en cada confesión mi fe en el perdón de Jesucristo en mi vida concreta para evitar mi endurecimiento, recibir más sanación de su parte y no dejar que ciertas actitudes cuajen. No creo en los que dicen que éste u otro pecado te va a llevar al infierno. Esta gente insinúa que nuestra salvación está en nosotros mismos y en nuestras obras vaciando a la figura de Jesucristo de todo amor y reduciéndolo a un simple modelo. Por otro lado, como cada pecado es comunitario y los demás sufren por mi conducta, en cada confesión, le pido al Espíritu Santo que crezca en amor, que sienta la comunidad como mía, me dé fuerzas para cambiar y que, como él ha muerto por todos, me haga más sensible a las necesidades de todos. De lo cual se deduce que mi teología me hace feliz porque no se centra en mi pecado, en mi condición de objeto de cólera y condenación. No tengo que pasarme la vida luchando para vencer mi condición pecadora que por otra parte es invencible. Ni tengo miedo ni las exigencias y escrúpulos me acosan porque mi maldad ha sido cancelada en la cruz de Cristo mediante su sangre. No tengo que ganarme el cielo porque me ha sido regalado. Esta actitud es muy positiva porque me da un agradecimiento y amor por Cristo inconmensurable. Lo único que me pide es que deje al Espíritu Santo derramar esta fe en mí. Ya sé que algunos me dirán que ¡qué fácil! Pues sí, esta gente tiene un problema serio. Si no se lo creen nunca podrán querer a Jesucristo; sólo se quieren a sí mismos y a sus esfuerzos que hacen inútil la cruz de Jesús. No me preocupa ni siquiera a qué profundidad discurre mi vida espiritual, es decir, qué nivel de gracia, justicia, mérito, santidad o caridad tengo. Me basta con tener la que el don de Cristo ha destinado para mí. Digo como diría San Bernardo: ¿Que no tengo méritos? Todos los de Cristo. ¿Que no tengo justicia, gracia o caridad? Toda la de Cristo porque yo no funciono con ninguna de esas cosas como mías sino como de Cristo. El es mi justicia, mi verdad y mi santidad. aranza |
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