Por: Jesús Martí Ballester
"La fama es uno de los bienes del alma que integran el patrimonio espiritual del hombre"
Aunque la detracción es considerada comúnmente como pecado contra la caridad, porque la socava en la raíz, esencialmente y teológicamente es pecado directo contra la justicia. En efecto, la fama es uno de los bienes del alma que integran el patrimonio espiritual del hombre, y que constituye con el honor, lo más valioso de la dignidad de la persona humana. La fama equivale al buen nombre o reputación de una persona y al aprecio y común estimación de su excelencia. Fray Domingo de Soto la define como la justa apreciación de nuestra dignidad y nuestros méritos por los demás y como la causa del honor.
Derecho a la propia fama
Toda persona tiene derecho natural a la fama ordinaria, derecho absoluto a la fama verdadera y relativo a la fama estimada, mientras no sea públicamente difamada. La fama es uno de los bienes del espíritu más nobles, el más precioso, dice santo Tomás. Por tanto toda persona tiene estricto derecho a conservarla tanto como su integridad física. La detracción, por su naturaleza, se ordena a denigrar la reputación de alguien. De ahí que sea propiamente detractor el que hable de alguien en su ausencia con el fin de denigrar su fama. Y arrebatar a una persona su reputación es cosa muy grave, puesto que entre los bienes temporales, parece que la fama es el más valioso, por cuya pérdida el hombre queda privado de la posibilidad de hacer bien una multitud de cosas. Por este motivo, léese en Eclo 41,15: Conserva con cuidado la buena reputación, porque será para ti un bien más estable que mil tesoros grandes y preciosos. Por tanto, la detracción, de suyo, es pecado grave.
Difamación directa e indirecta
Puede suceder que una persona pronuncie palabras por las que quede lesionada la fama de alguien sin tener esta intención lo cual no es difamar directa y formalmente hablando, sino materialmente y de una manera accidental. Y si las palabras por las que es quebrantada la reputación ajena son proferidas por alguien en atención a un bien o a un fin necesario y observando las debidas circunstancias, no hay pecado ni esto puede llamarse detracción. Mas, aunque las pronuncie por ligereza de espíritu o por alguna causa necesaria, no hay pecado mortal, a no ser que la palabra que diga sea tan grave que perjudique notablemente la fama de alguien, sobre todo, en lo relativo a la honestidad de la vida, pues entonces, por la calidad de las palabras, constituiría pecado mortal.
Restitución de la fama
Y está obligado uno a la restitución de la fama del mismo modo que se ha de restituir cualquier cosa robada, en la forma ya expuesta (q.62 a.2 ad 2) al tratar de la restitución. La detracción significa la difamación en todas sus formas, maledicencia, calumnia, murmuración. Santo Tomás utiliza la definición de San Alberto Magno, que es la de Hesiquio en su comentario al Levítico: Difamar es denigrar la fama de otro disminuyéndola o produciendo con palabras o narraciones mala reputación de él.
Así como la buena fama esclarece el nombre de uno, la difamación denigra y ensombrece empañando con una mancha la dignidad y el honor personal. Como la detracción roba la fama, el detractor debe en justicia restituir lo robado, que es harto difícil y a veces, imposible, no en vano dice el refrán: "Calumnia que algo queda".
Garantizada en la Sagrada Escritura
La palabra revelada da testimonio del valor del buen nombre: "Mas que las riquezas vale el buen nombre" (Prv 22, 1). "Ten cuidado de tu nombre que permanece, más que de millares de tesoros" (Eclo 41, 15). "No murmuréis unos de otros, hermanos; el que murmura de su hermano o juzga a su hermano, murmura de la Ley, juzga a la Ley" (Sant 4, 11). "Los chismosos, los calumniadores, aborrecidos de Dios" (Rm 1, 29, 30).
Santa Teresa, que fue víctima de muchísimas murmuraciones, detracciones y calumnias, fue propagadora de la no murmuración, "no hablaba mal de nadie, evitaba toda murmuración, pues tenía muy presente que no había de querer para los demás lo que no quería para ella, y persuadía tanto a esto que las que vivían con ella y la trataban, se quedaron con esta costumbre". Todos sabían que con la Madre Teresa "todos tenían las espaldas bien guardadas".