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Antídoto contra la desesperanza 


2024-05-09

Por | P. Fernando Pascual

La desesperación es uno de los peligros más grandes en la vida espiritual. Cuando uno llega a pensar que no tiene remedio, que no puede mejorar, que su vida consiste solamente en una serie de errores y de culpas sin fin, que es imposible rectificar, que ni siquiera Dios es capaz de perdonar los propios pecados, entonces hemos caído en el pecado de la desesperanza.

En uno de sus escritos, santo Tomás de Aquino se plantea la pregunta: ¿es la desesperación el pecado más grande? (cf. Suma de teología, II-II, q. 20, a. 3). Para responder, santo Tomás recuerda que los pecados más grandes son aquellos que van contra las virtudes teologales, especialmente contra la virtud de la caridad. En otras palabras, el pecado más grave es el pecado contra el amor a Dios y contra el amor al prójimo.

Es también muy grave, sigue santo Tomás, el pecado de incredulidad: rechazar la fe, no reconocer que Dios ha hablado en Jesucristo. Entonces, ¿es menos grave el pecado de la desesperanza?

Santo Tomás, sin embargo, ofrece una reflexión ulterior: hay algo especial en el pecado de desesperación, pues nos toca en lo más profundo del corazón, en ese núcleo interior de donde nacen nuestros deseos y nuestras acciones. Es decir, nos paraliza, nos impide trabajar por mejorarnos, nos aparta de la misericordia, ahoga la posibilidad de una conversión: por eso la desesperación sería un pecado gravísimo; quizá, subjetivamente, sea el peor de los pecados por las terribles consecuencias que produce.

El que se desespera abandona la lucha, da vía libre a los vicios (piensa que nunca podrá corregirse), se aparta de las buenas obras y del camino de la virtud, se hunde en el abismo de esa tristeza que paraliza nuestras energías más profundas.

Darnos cuenta del peligro que se esconde en el pecado de la desesperación es ya mucho: el primer paso para poder cambiar. Pero no basta, pues a veces vemos cómo este pecado nos domina poco a poco, y precisamente por su fuerza paralizante no somos capaces de reaccionar. Por eso conviene poner el antídoto más fuerte y más decisivo para que no nos domine: la confianza que nace al descubrir el Amor y la misericordia de Dios.

En el Evangelio vemos cómo Cristo trata a los pecadores, incluso a los peores. No condena, no reprocha, no rechaza. Come con ellos, les habla con respeto (sin condescender con sus pecados). Su mirada debería llegar hasta lo más hondo del alma, removería las aguas del corazón, haría descubrir que existe un Dios que aleja de nosotros el pecado, que limpia lo más sucio del alma, que perdona y que permite recuperar la dignidad del hijo.

Por eso Pedro, después de negar al Maestro, no desesperó. Lloró, sí, su cobardía, su miseria. Pero supone ver en los ojos de Jesús algo que había visto mil veces cuando observaba cómo trataba el Maestro con otras personas: con el gran regalo del perdón.

A veces somos muy duros con nosotros mismos, no alcanzamos a perdonarnos nuestras faltas. Faltas, por desgracia, en ocasiones muy graves, que nos duelen, que nos humillan, que nos llevan poco a poco a la desesperanza. En esos momentos deberíamos abrir la Biblia y leer con calma las parábolas de la misericordia de san Lucas (cap. 15), o los Salmos del perdón (como el Salmo 51). O ese pasaje tan bello de la primera carta del apóstol san Juan: “En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en el caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1Jn 3,19-20).

Sólo bajo la mirada de Dios nuestro corazón puede recuperar la paz, puede reiniciar el camino con esa fuerza irresistible que viene de lo Alto. La mayor seguridad que podemos recibir en esta vida es la que nace del sentirnos perdonados y amados. A pesar de lo que haya podido ocurrir. Mientras haya un poco de confianza, mientras la esperanza guíe nuestros pasos, será posible ese gesto de buena voluntad que nos lleva a Dios. Entonces Él descenderá de nuevo para abrazarnos, para iniciar una fiesta interminable, porque regresa al hogar un hijo muy amado...


 



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