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Pobreza bienaventurada, avaricia triste
Por | José Cristo Rey García Paredes Han sido varios los escritos que en estos últimos tiempos han publicado supuestos datos y documentos sobre la avaricia y el culto al dinero dentro de la Iglesia. Más allá de las artes cómo se ha conseguido esa documentación y la intencionalidad de tales publicaciones, lo cierto es que el Papa Francisco ya proclamó ante el mundo, a poco de ser elegido: “Quiero una Iglesia pobres y de los pobres”. El dinero es adictivo, y nos transforma fácilmente en personas corruptas y perversas. La corrupción es “como el azúcar, que vuelve diabéticas a las personas y las va matando lentamente” (el Papa en su visita a Kenia). Quienes se dejan avasallar por el dinero y permiten que la avaricia les domine, no son felices. Jesús, nuestro Maestro, proclamó felices, bienaventurados a los pobres. Y Víctor Hugo razonaba así en su famosa obra “Los Miserables” (1862): “La primera prueba de la caridad en el sacerdote, y sobre todo en el obispo, es la pobreza”. Conviene que de nuevo meditemos sobre esta bienaventuranza y su malaventuranza: la idolatría del dinero. ¿En qué consiste? ¿En el despojo? Se acercó un joven discípulo a su maestro y le preguntó : “Maestro, ¿qué he de hacer para ser feliz? El le respondió : “Serás feliz el día en que te desprendas de todo lo que tienes”. El discípulo se fue ilusionado y con ánimos de encontrar cuanto antes la felicidad. Al cabo de unos meses volvió a encontrarse con el maestro. Tenía una cara llena de pesadumbre y tristeza. Se acercó al maestro y lamentándose le dijo: “Tu consejo no me ha servido de nada. Me he desprendido de todo y no soy feliz”. Y entonces, el maestro, mirándole fíjamente le dijo: “Pero… de verdad, de verdad, ¿te has desprendido de todo, de todo?”. El discípulo, un poco confundido, le respondió : “Bueno, de todo, de todo, no. Aquí llevo este céntimo”. “Pues la felicidad se consigue -replicó el Maestro- cuando se entrega el último céntimo”. Pero ¿es éste el mensaje de Jesús en la primera bienaventuranza? ¿Pensaba en ésto Jesús al proclamar “¡Dichosos los pobres de espíritu !”? No niego que el desprendimiento de las cosas pueda tener en cada uno de nosotros un efecto liberador, sobre todo, cuando nos hemos hecho excesivamente dependientes de ellas. Pero también es verdad, que una relación cariñosa, venerativa con las cosas, con las personas desarrolla nuestra persona. Nos permite entrar en un admirable juego de interrelaciones. También uno puede entrar en contacto con el todo en el fragmento. Tal vez el único camino no sea el despojo. Puede haber otro camino: la comunión en profundidad, el acceso al Todo a través de la puerta estrecha de lo particular que se me ofrece como gracia. La primera bienaventuranza de Jesús es proclamada en otro contexto. Vienen a él grupos humanos, personas de todas las latitudes: del noroeste (Galilea), del noreste (Decápolis), del suroeste (Jerusalén), del sureste (más allá del Jordán). Se trata de una concentración simbólica al pie del monte de un pueblo de pueblos. El “punto de encuentro” de todas estas multitudes es Jesús. Es un Jesús que “curaba a todo el mundo de sus dolencias y sufrimientos”. La fama de este Jesús había llegado hasta Siria, donde también se hablaba de él. Y le traían enfermos de todo tipo de dolencias : los que tenían males, los poseídos por malos espíritus, los paralíticos. Jesús se encuentra con una impresionante representación de la humanidad doliente. Esa humanidad aparece ante él esclavizada por la fuerza del Mal o del Maligno. Interpretar el mal, entender porqué acaece en cada persona, no es fácil. Mucho se ha elucubrado, pero siempre nos topamos con el misterio. Tampoco se ha dado en el clavo cuando se ha querido involucrar a Dios en el mal diciendo que El lo permite, aunque no lo quiere. El mal es a veces tan terrible, tan mostruoso, que cualquier tipo de complicidad de Dios en él, afectaría a su Gloria y Dignidad. Nuestra respuesta teológica es que “toda dolencia es fruto del pecado”. Que la lejanía de Dios, el bloqueo de su acción en nuestro mundo, hace reinar el mal. Que las dolencias humanas, en su vasto espectro, son el resultado del imperio del Maligno. Jesús no aparece en Galilea simplemente como un sanador de dolencias. En Él tiene Dios Padre su mejor cómplice para transformar la situación de la humanidad y vencer al Maligno. No olvidemos que una de las peticiones del padrenuestro es ¡líbranos del Maligno! Jesús aparece ante todo el pueblo como un luchador hasta la muerte, como el gran mediador del Reinado de Dios: iba por todas partes venciendo al Mal, curando toda dolencia, predicando la llegada del Reino de Dios. Jesús es la revelación del Dios anti-mal, del Abbá bondadoso que quiere reinar estableciendo en el mundo la gran comunión entre sus hijos e hijas, la gran fraternidad entre todos ellos. La buena noticia En este contexto la primera bienaventuranza va mucho más allá de lo que puede ser un consejo ascético de un maestro a su discípulo ; va mucho más allá de lo que puede ser la búsqueda de una tranquilidad, serenidad o felicidad interior. Con la proclamación de “bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos” Jesús inagura una nueva etapa histórica. Jesús hace una declaración política. Jesús se convierte en el mensajero de una terrible noticia para los agentes del Maligno, para los ricos opresores, para todos aquellos que se implican en la reproducción cangerígena del estado del Mal. Todos ellos son “malaventurados”. Su dominio, su reinado, están llegando a su fin. Ha llegado el momento de la felicidad a otros. Y éstos son: ¡los pobres! Jesús se convierte por eso también en mensajero de una alegre y entusiasmante noticia para los últimos de la tierra. Jesús es mensajero de la alegría. Por eso, carga sobre sí los males, las debilidades de la gente. Se compadece de todos. Se acerca a todos. La acción simbólica de su bautismo lo introduce en el agua de la purificación y en la experiencia simbólica de su filiación divina. Solidario con nosotros e hijos del Padre, pone en conexión el cielo con la tierra. Va a hacer posible que la voluntad del Abbá, su Reino, que ya se cumple en el cielo, pueda ser también realidad aquí en la tierra. Del agua del Jordán Jesús camina hacia el desierto. Después, colmando de simbolismo bíblico su vida, reune al pueblo al que lleva desde las orillas del mar de Galilea al monte de las bienaventuranzas. Como un gran actor, mueve a las masas. Seduce a las masas con su poder salvador. Lleva a todos, concita a todas las muchedumbres en el santo monte. Y allí proclama los caminos que llevan a la Dicha, a la Felicidad. Su primer pensamiento, su primera bienaventuranza tienen como objetivo un grupo muy amplio de personas: ¡los pobres! Proclamada a “los pobres” Jesús proclamó dichosos a los pobres -sin más, según Lucas-, a los pobres de espíritu -según Mateo-. Dejemos de lado esa pregunta que todo lo enturbia e ideologiza: ¿quiénes son los pobres? Porque la respuesta es evidente a quien tenga sentido común y a quien haya leído los versículos anteriores a esta bienaventuranza. Pobres son todas aquellas personas que se encuentran en situaciones fuertes de carencia: pobres son millones y millones de seres humanos, mujeres, hombres, niños, ancianos que viven en situaciones que desdicen de su dignidad. Pobres son aquellos que no disponen de los medios de vida esenciales, tanto para su vida biológica, como para el desarrollo de sus dones espirituales. Pobres son aquellas y aquellos que por las circunstancias de la vida o la violencia de los seres humanos se han visto privados de los bienes a los que tenían derecho: los desposeídos, los exiliados, los enfermos, los abandonados. ¿Para qué seguir enumerando, si ya lo sabemos? Cuando dirigimos nuestra mirada a la humanidad, hacia los cuatro puntos cardinales, descubrimos el horrible rostro de la pobreza dibujado en millones de rostros humanos: mujeres y hombres, niños, ancianos, enfermos y oprimidos. El rostro de los desfigurados por la enfermedad, por la violencia, por las sucesivas privaciones; el rostro de los abandonados, de los drogodependientes, de los machacados por quienes tienen poder, de los que tienen que huir de su país, de su casa, arriesgando su vida en el mar o en los límites fronterizos…. Hay lugares en los cuales la pobreza es terrible, mortal, monstruosa, excesiva. Hay responsables de esa situación. El mundo está interconectado. El mundo opulento es responsable de las privaciones de los mundos y submundos de la pobreza. No hay que ser ingénuos. Dios no es el causante de la pobreza. Hay tanta pobreza porque el Mal reina y cuando el Maligno reina. Y cómplices del Maligno son todos aquellos y aquellas, somos todos aquellos y aquellas que no impedimos que la injusticia continúe, que mantenemos este terrible estado de guerra fría. Sólo cuando la justicia y la paz se besen, habrá llegado el Reino. ¡No a nosotros! ¿Quiénes son los pobres de la primera bienaventuranza, nos preguntamos a veces de manera hipócrita? Lo que ocurre es que nosotros -religiosos y religiosa que decimos profesar la “pobreza evangélica”- muy difícilmente podemos situarnos en la categoría de “pobres”. Lo que ocurre es que teniendo que predicar las bienaventuranzas, no queremos vernos privados de ella. El colmo de descaro ha sido el llegar a pensar que esa bienaventuranza de los pobres fue pensada por Jesús para nosotros y no para los pobres reales. A veces da la impresión de que no nos disgustaría apropiarnos la bienaventuranza con eso de que quien todo lo deja tendrá cien veces más. El recurso más fácil ha sido traducir la bienaventuranza en la clave de Mateo. Se trataría de los “pobres de espíritu”, de aquellas personas que -independientemente de lo que tengan- ponen su total confianza en Dios, dependen de Dios. Y he oído tantas veces decir que la pobreza es ante todo dependencia total de Dios. Así, ¿quién se entiende? ¿Quién te entiende, Jesús? ¡No ! Esta bienaventuranza está dirigida, tanto en Lucas como en Mateo, a los pobres reales. Mateo además añade una connotación : ¡a los pobres reales, que tienen el espíritu abierto a la salvación que les viene de Dios! Jesús proclama dichosos a ellos, no a nosotros. O a nosotros, cuando entramos en la situación de ellos. Mirando hacia la humanidad dolorida, hacia la humanidad desposeída, Jesús clama : “Dichosos ya ahora, porque Dios va a reinar en favor vuestro”. Por eso, hermana religiosa, hermano religioso, hermano laico, o presbítero u obispo…. ¡excluyámonos en principio del grupo de los destinatarios de esta bienaventuranza! Pensemos que no va por nosotros, que disponemos de alimento y vestido con abundancia. Pensemos que nada tiene que ver con nosotros cogestores de una u otra forma de una economía bastante saneada, o que estamos bien protegidos por ecónomos que hemos escogido para que -aunque nosotros, despreocupados,- ellos provean, sin que nos interese demasiado conocer cómo lo consiguen. No pertenecemos al grupo de quienes no tienen seguridad social, ni hospitales a disposición, ni las medicinas necesarias, ni libros, ni posibilidad de hacer viajes, ni medios de formación, ni siquiera disponen de las mediaciones religiosas necesarias para cultivar su fe. Pensemos que a quien Jesús procla ahora bienaventurados es a ellos y a ellas, no a nosotros. Por eso, hermana religiosa, hermano religioso, hermano obispo, presbítero o laico, nos descarguemos la bienaventuranza de su carga política y no la convirtamos en un mero consejo ascético de desposeimiento -estilo religiones orientales-. Estamos ante una proclamación política de inmenso alcance. Estamos delante de la humanidad entera, del norte, del sur, del este y del oeste. Ante la humanidad -mayoritaria- dolorida, despojada, machacada y ante la humanidad -minoritaria- de los opresores, los opulentos, los ricos. Ante todos, Jesús dirige su mirada a los pobres, sólo a ellos y proclama: “Bienaventurados, dichosos vosotros, vosotras… Llega el Reino del Abbá. Y es… ¡para vosotros! ¡para vosotras ! Y ¿porqué “dichosos? Y ¿por qué dichosos? Podría parecer irónico y hasta cruel. El evangelista Lucas lleva la ironía más allá cuando dice malaventurandos los ricos. Y, sin embargo, la experiencia es que los ricos están sanos y orondos, como dice el salmo; que a ellos pertenecen las sonrisas, las fiestas, el buen vestir y comer, los primeros planos de la publicidad. Que disponen de tanto, que no se privan de nada. Sí, parece una ironía hablar en esos términos. Ellos son los que gozan de la creación y sus encantos. A ellos nada les resulta inaccesible. Pueden contemplar las maravillas de la naturaleza, gustar todos sus frutos, tienen acceso a paraísos terrenales. Ellos y ellas pueden extasiarse ante la belleza, encantarse ante lo nunca vista. Pueden recuperar su salud, tener en forma su cuerpo, mantener equilibrada su psicología. En cambio, ¿qué les queda a los pobres? Han de pasar su vida enerrados en un pequeño y depauperado entorno. Ellas y ellos no pueden gustar casi ningún bien de la tierra. Para ellas y ellos esta tierra es un “valle de lágrimas”, un erial, un desierto, un lodazal, un basusero. Y cuando les llega la enfermedad, los encuentra desprotegidos, sin defensas. Cualquier enfermedad se ceba en ellos y ellas. Destruye sus posibilidades. Los envejece. Impide las condiciones que permitirían crecer en el pensamiento, en la sensibilidad. ¿Felices los pobres? Ni siquiera nosotros, los religiosos, nos lo creemos. ¿No nos produce alegría o placer, disponer de algo, recibir dinero, regalos, poder hacer viajes, tener la mesa bien surtida de alimentos? ¿No buscamos una buena habitación? ¿No nos alegramos cuando nos destinan a una casa bien acomodada, cuando nos permiten hacer un viaje placentero, cuando disponemos de medios? ¿Por qué entonces decir que los pobres son dichosos y los ricos malaventurados? ¿No será Jesús, de esta manera, un vano consolador de los desesperados? ¿Un consejero que trivializa las situaciones más dramáticas? Y, sin embargo, Jesús proclama a todos los vientos la dicha de los pobres en la nueva circunstancia que sobreviene al mundo. Jesús descubre su misterio. Invita a todos a contemplar la realidad en su verdadero horizonte, con amplitud de miras, en el escenario impresionante del Reino de Dios que llega. En ese escenario se descubre que la vida de los pobres está sostenida por la providencia del Dios-Abbá y envuelta constantemente en ella. Jesús lo explicará más tarde en una de sus parábolas; curiosamente, la única parábola que contiene un nombre propio: la parábola de Lázaro, el mendigo ante la casa y mesa del rico. Lázaro significa “¡Dios ayuda !”. En la parábola demuestra el amplio horizonte desde el que hay que juzgar la situación de los pobres y los ricos. En ese escenario del tiempo y la eternidad, del estado terrestre y el estado celeste -así representados míticamente- feliz es en última instancia el pobre Lázaro y desgraciado es el rico y su misma familia. La parábola, con todo, podría parecer una escapatoria, que deja para más tarde la solución de un problema que es perenntorio, de vida o de muerte. Dejando para el más allá la solución de los problemas, justificaríamos el más acá de la injusticia y de la resignación y pasividad. Cuando Jesús revela el futuro, lo hace para transformar el presente ; para introducir en este tiempo nuestro energías necesarias para el cambio. En la versión del padrenuestro de Lucas, el Maestro dice : “El pan nuestro del mañana, ¡dánoslo hoy!”. Esa era la magnífica intención de Jesús : anticipar el futuro; hacerlo eficaz y actuante en el presente. En la parábola de Lázaro Jesús está invitando al mendigo a no exasperarse, a no perder su dignidad, a saber situarse en su auténtico lugar ante el rico presuntuoso y autosuficiente ; en última instancia, lo invita a saber dominar la situación..Y es que cuando el más pobre y desgraciado descubre el designio de Dios, puede respirar y gozar anticipadamente del futuro que le llegará. La boca puede llenárseles de risas y la lengua de cantares. Es como aquel pobre que antes de recibir el dinero, goza anticipadamente de la lotería que le ha caído en suerte. Esto es lo que Jesús ve y proclama : ¡de ellos es el Reino de los cielos! Esa es su riqueza. Más todavía : en la vida de los pobres hay milagros anticipadores del pan del mañana. Sólo es necesario estar atentos y luchar para acoger la gracia que llega. En cambio, los ricos tienen la espada de Damocles sobre su cabeza. Lo que parece felicidad está amenazado por la mala conciencia, por los goces recortados, por los dramas que el mal genera, sobre todo en los ámbitos más íntimos. Los ricos y poderosos no esperan un futuro mejor. El mismo porvenir les parece una amenaza. Quisieran parar el tiempo. Entran en un círculo vicioso que puede llevarles al hastío. ¡De ellos no es el Reino de Dios! No es sólo el futuro el que puede hacer felices, dichosos a los pobres. También lo es, lo puede ser el presente. ¿Qué es lo que llena el corazón de dicha? Pues dicho brevemente, lo que dice el Sanctus que cantamos en la Eucaristía: ¡llenos están los cielos y la tierra de tu gloria! La gloria de Dios y de su Reino invade todo. Así como el aire está lleno de hondas sonoras y visivas que pueden ser captadas por receptores (radios, televisiones), aunque nosotros no las escuchemos ni veamos, así también para el receptor adecuado la realidad está llena, invadida de la presencia de la Belleza de Dios. Aquella belleza que hace feliz a quien la contempla y lo energiza hasta puntos insospechados. Esa es la dicha que Jesús propone. Es el Sol que hace salir sus rayos sobre buenos y malos; es la lluvia que puede fecundar todos los campos. Pero ¿quiénes están abiertos a acoger la dicha evangélica que llega, que se ofrece? ¿Quiénes son los más predispuestos a la felicidad sin fin? ¿Cuáles son los receptores más adecuados para captar estas hondas? Aquellos que tienen un corazón abierto a la esperanza; quienes no confían en los ídolos ; quienes ponen su corazón y su riqueza en Dios : los pobres (porque han sido injustamente empobrecidos, o por opción libre y solidaria) en el espíritu (porque tienen la perspectiva del Reino). De este modo, Jesús intuía que los pobres reales, que abren su esperanza a lo que llega, son, pueden ser felices. Mateo lo tradujo en estos términos: los pobres de espíritu. Es verdad que se necesita mucha fe. Pero en ellos y ellas, los más pobres, es donde más fe he encontrado. Y Dios no puede desoirlos. Dios les hará justicia. O mejor, hará justicia a su amor por sus hijas e hijos más desamparados de nosotros, los demás. ¿Quiénes son los pobres entre nosotros? ¿Quiénes son los pobres? nos preguntamos de nuevo. Pero ahora, contemplémonos a nosotros mismos. Y pienso en el hermano o hermana de comunidad que está enfermo, que descubre cómo poco a poco todo su cuerpo se va deteriorando. Se ve progresivamente despojado de todo y va viendo cómo su espacio vital se reduce. Y pienso en nuestros ancianos o ancianas, que van sintiéndose inútiles, perdiendo facultades intelectuales, sensitivas y van entrando progresivamente en una parálisis vital. ¿Quiénes son los pobres? Y ahí están quienes se ven afectados por las experiencias negativas y traumáticas de la infancia, de la vida y sienten ahora sus terribles repercusiones, que se manifiestan en depresiones, en dependencias difíciles de superar. ¿Quiénes son los pobres entre nosotros? Y pienso en los que han sentido enormes frustraciones en la amistad, en el apostolado, en la comunidad; en aquellos a quienes a veces en nombre de Dios se les han hecho las mayores injusticias, sin encontrar defensor. Sí. También entre nosotros hay pobres. Y a éstos Jesús les dice: ¡Bienaventurados vosotros, los pobres, porque Dios reina en favor vuestro! Y ¿nosotros qué? ¿Será esta bienaventuranza también para los religiosos que hemos profesado voto de pobreza? Parecen preguntas ofensivas, extrañas. Contradicen lo que debería ser obvio. Pero la verdad es que la mayoría de los institutos no están en situación de pobreza real. Pueden vivir con mayor o menor austeridad, disponer con más o menos libertad de los bienes poseídos colectivamente, pero su situación no es definible como auténticamente pobre. En nosotros el voto de pobreza, es más bien, voto de compartir los bienes y administrarlos de forma solidaria y misionera. Nuestro modelo fue desde el principio la comunidad cristiana de Jerusalén, en donde se compartían todos los bienes. Hacemos voto de amor a Dios con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas, para tener entre nosotros un solo corazón, una sola alma y todos los bienes en común. Consecuencia lógica es que a mayor solidaridad, a mayor trabajo, a mayor comunicación de bienes, e incluso a mayor generosidad, más posibilidades, más recursos, más bienes. Así entre nosotros no hay necesitados. Sabemos poner nuestros bienes a disposición de cualquier urgencia y necesidad. Atendemos con ellos a nuestros enfermos, ancianos, a nuestros jóvenes en formación. No sólo eso. Empleamos nuestros recuersos para misiones desinteresadas entre los más pobres, para servicios cualificados a ellos. La confianza que suscitamos en mucha gente, por nuestro desinterés, nos convierte con frecuencia en una especie de estación a la que lleguan donaciones o donativos para los más necesitados, o para nuestros servicios cualificados a ellos. Nuestra profesión carismática nos habilita especialmente para estar cercanos a los pobres, para contribuir a su bienaventuranza y a su dicha. Nuestra vocación nos permite incluso compartir no pocas veces su situación, com-padecer de verdad sus carencias y participar de su esperanza activa, de su lucha confiada, de las anticipaciones dichosas que se les conceden. Cuando nuestra comunión con los más pobres (ancianos, niños, jóvenes, mujeres… de los submundos) es más afectiva tiende a traducirse en comunión efectiva. Cuando en nuestro corazón ellos habitan como una preocupación primaria y los sentimos como parte de nuestro cuerpo y de nuestra alma, nos hacemos también destinatarios de la bienaventuranza. Quizá en ello debe consisitir, ante todo, nuestra profesión de pobreza evangélica. El amor real identifica con la persona amada. El amor real a los más pobres nos hace identificarnos con ellos y poder decir como Jesús: “lo que hicísteis a uno de estos, a mí me lo hicísteis…”. La opción por los pobres ha sido empleada con frecuencia como un arma arrojadiza. Pero, creo humilmente, que no hace la opción por los pobres quien quiere, sino aquella persona a la que le ha sido concedida esa gracia. Opta por los pobres quien siente en su corazón el Amor preferente del Abbá hacia sus hijos e hijas más olvidados y abandonados. Es la gracia de verse envuelto en el apasionado y sufriente amor de Dios y de Jesús por los más pobres del mundo. Más que exigir a los demás que opten por los pobres, deberíamos suplicar al Abbá esta gracia. Ella irá configurando nuestra vida y la hará contagiosa y transformadora. Cuando Jesús proclamó dichosos a los pobres, tendría un rostro radiante; en él se reflejaría el amor apasionado y lleno de ternura del Abbá hacia sus pequeños. Si del voto de compartir pasásemos al voto de pobreza real, si el Espíritu nos pide ese paso radical, si nos llegara el momento del progresivo y penoso des-poseimiento, deberíamos acogerlo como una gracia y una posibilidad de bienaventuranza. Quizá entonces esta bienaventuranza tenga en nosotros su verificación. Pensemos en el religioso o religiosa anciano o anciana, en el enfermo o un poco desquiciado, en el marginado… Pensemos en nosotros mismos, sobre todo, cuando aun teniendo lo que tengamos, sentimos que no tenemos nada, porque nos falta lo único que podría hacernos sentir ricos. Bienaventurados los pobres… porque Dios reina en vuestro favor. Volviendo al comienzo de nuestra meditación, hemos de decir que la pobreza no se identifica con un simple despojamiento de los bienes, para adquirir la tranquilidad de quien no depende de nada y así no es infeliz con nada. Hemos de afirmar que la pobreza evangélica no intenta crear una armonía con el cosmos a partir de la cual la felicidad del todo llegue a nosotros. La pobreza evangélica es “apasionada pobreza”. Es pobreza en la perspectiva de un mundo nuevo que llega para acabar con ella y cambiar la situación. Es pobreza consciente de su provisionalidad y del Dios que viene para hacer justicia a sus hijos e hijas. Es pobreza militante, inquieta, revolucionaria. Pero no es pobreza violenta, destructiva, resentida. Es pobreza-corazón. Dios y Señor nuestro, que instauras tu reino en favor de los más pobres de la tierra y les prometes la dicha, míra con bondad y misercordia a tus hijos e hijas, aliados contigo por el voto de pobreza evangélica y concédenos ser fieles a tu Alianza en la fuerza de tu Espíritu y estar disponibles para compartir la situación de los más abandonados de nuestros hermanos y hermanas y luchar para que experimenten la felicidad de tu Reino, por medio de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor. Amén Abbá nuestro, cuyo reinado misterioso y entrañable tiene como especial preocupación a tus hijos e hijas más despreciados y desposeídos. Abbá nuestro, que te sientes conmocionado ante la injusticia, ante el poco respeto a la vida humana, ante el desprecio a tus imágenes. Abbá nuestro, que sólo serás nuestro cuando sintamos a todos tus hijos e hijas como verdaderamente nuestros y compartamos con ellos todo lo que tenemos. Abbá nuestro, ¡míranos! Perdónanos. Concédenos el don de la pobreza evangélica que nos identifique con la compasión de tu hijo Jesús, nuestro hermano. Concédenos tu Espíritu Santo. El hará posible, poco a poco, lo que para nosotros resulta tan inquietante e imposible. Gracias, Abbá nuestro. aranza |
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